

No deja de ser una gran noticia para ese reducido pero irreductible grupo de seguidores que un autor de las características de Kiyoshi Kurosawa siga de alguna manera al pie del cañón teniendo una productividad detrás de las cámaras ha día de hoy bastante fecunda, después de indagar tan acertadamente en transposiciones y suplantaciones fantásticas a través del díptico Before We Vanish y Foreboding y a la espera de su Wife of a Spy nos llega To The Ends of the Earth, trabajo que viene a confirmar esa regla de estar ante un autor que rehúsa sistemáticamente el ser encasillado, de hecho podemos llegar a aseverar que casi todo el cine orquestado por parte de Kiyoshi Kurosawa orbita alrededor de hibridaciones genéricas de las cuales sabe sacar a través de una apropiación autoral el máximo provecho posible, incluso en referencia a proyectos que a priori parecen ser menos suculentos como resulta ser este To the ends of the Earth, película nacida bajo la sombra y condición de ser un encargo a modo de la conmemoración del 25 aniversario de las relaciones diplomáticas entre Japón y Uzbekistán, un film que sin llegar a estar en el top de su director posee suficientes atributos como para ir bastante más allá a la hora de ofrecernos una guía de viajes al uso en base a un material etnográfico expuesto a modo de postal turística como si han hecho varios compañeros suyos que se han vistos ubicados en una situación algo idéntica, la historia de To the ends of the Earth nos cuenta como una joven reportera televisiva llamada Yoko experimentara la cultura de un país cuando viaja a Uzbekistán para filmar el último episodio de un programa de entretenimiento acerca de viajes.
En To the ends of the Earth, que según se mire podría servir como una especie de precuela residual de su anterior mediometraje Seventh Code en donde también encontramos a Atsuko Maeda al frente del reparto, existe una escena prodigiosa que en cierta manera justifica toda la existencia del film y de paso confirmar si aún hacía falta a estas alturas a Kurosawa como genio de esa filigrana que siempre termina desembocando en ideología, en un momento dado y de forma accidental la joven protagonista entra en el teatro de Tashkent, allí se imaginara a ella misma en una representación que en cierta manera la colocara en un punto sin retorno, salvando ciertas distancias, al igual de las protagonistas de Mulholland Drive al ingresan en Club Silencio, se produce en ese instante un momento catártico de ruptura con la realidad o con una supuesta ficción en la que estaba sumergida hasta ese momento, en esta ocasión la referida a empezar
a percibir como la joven Yoko decide de alguna manera gestionar sus contradicciones emocionales en una dirección contraria a las tomadas hasta ese instante, a tal respecto la metáfora utilizada por Kiyoshi Kurosawa en la historia resulta ser tan inteligente como mordaz, Yoko vive en una continua contradicción vital aquí representada en relación a su función laboral pero que evidentemente va bastante más allá de todo ello, su impostado tono efusivo como presentadora delante de las cámaras dará lugar una vez estas queden apagadas a una actitud temerosa y dubitativa en base a no sentirse realizada en relación a lo que verdaderamente le gustaría ser, el paralelismo físico que nos ofrece el responsable de Cure no puede ser más indicativo y bien aprovechado al respecto, la protagonista forma parte de un mundo a la que ella misma le otorga la condición de hostil en todas sus variantes, a lo largo de la película vemos, casi como si formara parte de un propio status quo, a Yoko recorrer, huir, deambular temerosamente o más bien ir rebotando de forma sistemática a través de unas abarrotadas calles de Uzbekistán plagada en su mayoría de hombres, en muchos momentos somos testigos de cómo incluso ella opta por coger caminos imposibles de transito con tal de no cruzarse con los nativos a la hora de poder llegar a esa especie de zona de confort representada en esta ocasión en el hotel en donde se aloja, en tal sentido las concomitancias no puede ser más acertadas en lo relativo a un contexto escénico que está en una continua confrontación con respecto al estado mental y anímico en que se halla la protagonista.
De un inequívoco ritmo pausado como viene siendo habitual en el cine de su autor en cierta manera To the ends of the Earth utiliza la premisa del choque cultural sitiado a través de la barrera del miedo en la medida de hablarnos acerca de una historia de un aprendizaje que dará lugar a un proceso de cambio, la amenaza externa o la extrañeza de unos personajes ubicados en un escenario no afín a ellos no deja de ser por consiguiente una excusa a la hora de hablarnos de una inseguridad que deviene como individual y propia, o si se prefiere de una pasividad ante la tesitura de llegar a romper ciertas ligaduras, hay algunas alegorías bastantes previsibles al respecto como por ejemplo esa cabra cautiva que es incapaz de romper por ella misma la cuerda que le imposibilita la libertad, la espléndida conclusión musical, escena que por momentos bordea la ruptura de la cuarta pared, situada en lo alto de una cima que ella ha coronado por delante de sus compañeros por decisión propia no deja lugar a dudas de las intenciones de este producto de apariencia alimenticia que va bastante más allá de su propia condición, la vocación emergerá a través de una ruptura del cascaron que finalmente es representada a través de una canción en donde se nos hace saber el final de un viaje que inmediatamente dará lugar a una nueva etapa dando por consiguiente concluido dicho aprendizaje, será en ese preciso momento en donde la joven Yoko escriba por primera vez el paisaje y no al revés.
Evidentemente quien espere un documental académico al uso que detalle la trayectoria de un artista por parte de Werner Herzog no se encontrará con un trabajo digamos de plantilla, uno de los grandes déficits en gran parte de los documentales que abordan dicha temática, un posicionamiento que pese a su aparente simplificación a la hora de ser llevada a cabo no deja de ser un arma de doble filo pues se deja al azar el interés subjetivo que puede tener el autor retratado hacia el espectador dejando los formulismos, si es que existen, en un segundo plano de una forma casi imperceptible, a tal respecto los documentales dirigidos por Werner Herzog, casi un subgénero en sí mismo, siempre optan por la segunda opción, de alguna manera el dispositivo orquestado aquí invita a la reflexión acerca del material que trata. En Nomad: In the Footsteps of Bruce Chatwin vemos como cuando Bruce Chatwin se estaba muriendo de sida, su amigo Werner Herzog le hizo una última visita. Como regalo de despedida, Chatwin le dio su mochila de viaje. Treinta años después, Herzog se embarca en un viaje inspirado por la vida nómada de Chatwin.
Las carreras de Herzog y Chatwin podría decirse que se superpusieron de alguna manera y es por eso que Nomad: In the Footsteps of Bruce Chatwin no deja de ser un retrato dual en donde dos hombres compartieron una relación ciertamente peculiar que por momentos parece bordear la sinergia artística. El documental detalla las peregrinaciones que hace Herzog en relación a los márgenes adyacentes heredados de los viajes de Chatwin, posiblemente por eso la historia parte a través casi de una anécdota, aquella que nos muestra el descubrimiento y posterior investigación por parte de Chatwin de lo que él creía que era un Brontosaurus cuando en realidad era un perezoso gigante de nombre Mylodon, a partir de ahí asistimos a un relato de lugares ya transitados por parte de alguien que buscaba la extrañeza en remotas partes del mundo y que son revisitadas por alguien que también nos ofrece
un retrato fantasma de lo que es su propia trayectoria, este tránsito en cierta manera sirve de epilogo de una obra ya finiquitada que aquí es reflexionada en simbiosis a la naturaleza y expuesto a través básicamente de lo contemplativo, a tal respecto a estas alturas no debería sorprender a nadie que Werner Herzog sea uno de los pocos directores en la actualidad cuya utilización del hoy tan socorrido dron no produzca en el espectador vergüenza ajena. Tres décadas después de que Chatwin muriera de sida, Herzog nos ofrece un recuerdo fragmentado del escritor, será a través del recorrido que hace Herzog en donde este recuerde sus propios encuentros con Chatwin, a tal respecto se evoca con especial énfasis la inquietud del viajero inglés, un personaje que atesoraba una curiosa fascinación por cuestiones tan profundas que también han cautivado durante varias décadas al responsable de Cave of Forgotten Dreams.
En el documental encontraremos un abundante numero de anécdotas como la maratón de varios días de continuas narraciones de historias entre ambos cuando se conocieron en el año 1983, también el recuerdo de cómo el autor, ya bastante enfermo se unió brevemente a él en el lugar de rodaje de Cobra Verde, film dirigido por el propio Herzog que adaptaba la novela de Chatwin y que dio oportunidad a este último a deleitarse con la oportunidad de poder ver la plasmación real de sus escritos. Ambos artistas de alguna manera formaban parte de esa clase de hombres que creen y creían que los viajes atesoraban elementos sacramentales a través de la práctica de caminar, la forma en que la naturaleza se revela sobre aquellos que toman el camino lento y difícil para ir de un lugar a otro. Nomad: In the Footsteps of Bruce Chatwin transita pues a través de la inquietud y la curiosidad de personajes que tomaron ese caminó. El formato orquestado por parte de Herzog, que aquí deja las especulaciones tan habituales en sus documentales a un lado para dar un testimonio a través de la imagen y de su propia voz a la hora de evocar todo aquello que de alguna manera parecía figurar ya en el olvido y que difícilmente una película friccionada podría haber logrado expresado de una mejor manera.





que transita a través de los parámetros que marcan las bases de la creación artística entendida aquí como un ente en donde el cine nos es representado como un agente cáustico ubicado en el más absoluto caos, a tal respecto en Lux Æterna, que en todo momento aúna metaficción y autoreferencias a través de un desarrollo frenético, vemos como su set de rodaje nos es presentado como un epiléptico campo de batalla en donde percibimos a una Beatrice Dalle como exigente productora y una Charlotte Gainsbourg como abnegada actriz, el paralelismo de la ficción rodada y la realidad que nos es mostrada siempre bajo un timing poco sosegado podría ser interpretado como una suerte de metáfora de connotaciones destructivas en donde las intérpretes son tratadas como brujas y los creadores que se sientan tras las cámaras como una especie de trasuntos de la inquisición, un peaje del artista en beneficio o detrimento de otro artista en donde de forma clara el concepto del vampirismo hará acto de presencia a través de dicha coyuntura, en cierta manera se puede llegar a percibir una suerte de reinterpretación por parte de Gaspar Noé de aquella esplendida Irma Vep de Olivier Assayas.











Roschdy Zem, posiblemente el policía taciturno y solitario más zen en la historia reciente del polar francés, un personaje que se diría surgido del imaginario de Jean-Pierre Melville, dicho segmento esta de alguna manera direccionado a tal grado de realismo que percibimos un final de tragedia si nos atenemos a los parámetros con que este tipo de productos suelen concluir, esta finalización viene de alguna manera representada en una segunda parte del film bastante más interesante que la primera, aquí el retrato social colectivo pasa a ser más individual, en el abandonamos las calles para adéntranos en la interioridad de los despachos, a través de ellos seremos testigos de un doble interrogatorio en relación al caso del asesinato de una anciana, este vendría a ser una suerte de continuación de aquella interesante L’appât de Bertrand Tavernier, donde esta terminaba empieza de alguna forma el segmento orquestado por Arnaud Desplechin, los mimbres son bastantes parecidos a tal respecto, una parte en donde a través de la confesión oral en base a la representación, o más bien la reconstrucción, visual de un crimen en donde se incide en la banalización del mal, o mejor aún, en la degradación moral consecuente de la social, será en ese doble retrato psicológico de las dos jóvenes acusadas, ojo a la vacía, colindante con lo terrorífico, interpretación a cargo de Sara Forestier, en donde curiosamente mejor queda retratada, que no juzgada, una sociedad sin apenas horizontes de escapatoria, un escenario urbano en donde los crímenes, casi todos plagados de múltiples matices, llegan a ser verdad.
hacen que la vida, o lo entendible como real, y su representación sobre el escenario por parte de sus protagonistas lleguen a confundir aún más si cabe la verdadera intención de estos, todo esto hace que de alguna manera la película este orbitando continuamente a través de una indecisión identitaria, llegando a haber tramos que dentro de esta diéresis narrativa se llegue a un momento en que incluso pueda llegar a producirse el hecho de romper la cuarta pared en referencia a ese juego de espejos que Lou Ye se niega a aclararnos. Por fortuna el último acto es el concerniente a descubrir las cartas, más que una revelación será a través de su resolución en donde encontremos los mejores momentos de Saturday Fiction, un tramo final que despojado de modismos algo académicos abraza sin complejos un thriller voraz casi asimétrico al Hard Boiled, aquel que abandona lo romántico y político para incluso contornear por conceptos épicos e incluso justicieros, será en esa media hora final en donde cualquier duda terminara siendo aclarada a través de la acción en el sentido más puro de la palabra, no es sencillo ese desafío elaborado por parte de Lou Ye en donde percibimos como una cierta irregularidad es a veces atenuada con el buen hacer de un realizador de solvencia contrastada, la pregunta para algunos vendrá dada en la medida de averiguar si dicho y complejo trayecto ha merecido la pena una vez llegados a una conclusión de connotaciones casi catárticas, a tal respecto parece claro que lo importante en esta ocasión para Lou Ye en el relato es la ambigüedad de sus múltiples mimbres en lugar de cualquier sentencia resolutoria, el problema posiblemente venga dado a través de la confrontación existente con un espectador que seguramente este más interesado en todo lo contrario.
















a llamarse teatro de boulevard francés, aquel que de alguna manera utiliza un diálogo tan metafórico como ameno en donde el drama y la insatisfacción son expuestos mediante diálogos que contornean con la comedia a través de un tono mixto de ligereza y cierto cinismo en base a una reflexión que transita a través de las muchas posibilidades alternativas que anidan en el vasto universo de amor. Lástima que el juego propuesto por Christophe Honoré pese a tener una cierta originalidad en referencia a su estructura de cuento, o incluso de fábula, conceptual termine navegando a través de una cierta incongruencia de estilos, ese tono ligero, por momentos mordaz, que colisiona aparatosamente en más de una ocasión con la comedia psicológica acaba resultando demasiado mecánico en lo concerniente a su función, por no decir algo atropellado en referencia a percibir como la dialéctica y la reflexión no siempre van al unísono, más bien todo lo contrario, algo que hace que aparezca en escena ciertos manierismos de difícil justificación en esta fábula que anida sobre la reflexión del desamor.
como Ari Aster o Robert Eggers, sin embargo y a fin de cuentas Little Joe es más una película inherente a un imaginario del que Jessica Hausner se mantiene fiel más que a un fantástico puro en sí mismo, o lo que algunos entienden por ello, aquí las bases o la premisa de la que se parte no deja de ser casi una excusa argumental a la hora de desarrollar una fábula moral de consonancias hirientes y crueles acerca de la obligatoriedad de ser feliz en el entorno en que vivimos. Es por eso que sería hacerle un flaco favor a la película la comparativa de encuadrarla como otra nueva versión del concepto visto en Invasion of the Body Snatchers como muchos se han apresurado a comentar, es evidente que la premisa inicial nos puede remitir a ello en referencia a una supuesta suplantación, en esta ocasión no extraterrestre y si de origen genético, sin embargo esta incursión de Jessica Hausner en la ciencia ficción distópica de laboratorio no deja de ser una especie de apropio expuesto a modo de una metáfora por momentos tan difusa como sugerente, en la historia vemos constantes autorales bastante reconocibles en anteriores trabajos de la realizadora, un personaje femenino a merced de un enigma o una coyuntura al que ha de enfrentarse ella sola, un bosque misterioso, un entorno hostil parental, un amor o una creencia religiosa curativa, en el caso que nos ocupa todo versa a través del concepto de la felicidad, de cómo podemos llegar a percibir sentimientos y emociones en una complicada sociedad actual en donde parece predominar sobre todos nosotros una constante alienación emocional.















No deja de ser una buena noticia que en este accidentado 2020 algunos proyectos sigan viento en popa confirmando la que será su fecha de salida, a tal respecto aunque sin fecha fija prevista será el próximo mes de agosto cuando vea la luz la esperada adaptación a la pequeña pantalla por parte de la HBO de la novela homónima de Matt Ruff publicada en 2016 Lovecraft Country, serie cuyo primer tráiler acaba de ser publicado y podéis ver a final de página. Tras Lovecraft Country nos encontramos con nombres tan conocidos como JJ Abrams y Jordan Peele, este último ante un material en principio bastante propicio por aquello de mezclar el género fantástico con la problemática racial.