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Nathan se considera a sí mismo un hombre normal. Un buen día despierta en una montaña helada, sin recordar cómo ha llegado hasta allí. Conforme prosiga en su inquietante e imaginativo descenso a los infiernos, conocerá a personas que le obligarán a replantearse la percepción que tiene de sí mismo y de su vida hasta ese momento.
En la sección Noves Visions de la pasada edición del Festival de Sitges se pudo ver Pandemonium, cinta del artista multidisciplinar francés conocido con el seudónimo de Quarxx. Presente hace unas ediciones con la interesante Tous les Dieux du ciel (2018), Pandemonium nace de la unión de tres cortos del autor, que pretende a través de curiosas referencias pictóricas tener una conexión argumental con el concepto de la muerte, sobre el tránsito y origen de almas condenadas al infierno. Tomando en consideración la estructura episódica insertada en el largometraje que siempre ha sido irregular dada su propia naturaleza, el film de Quarxx lo es doblemente por varios motivos.
El principal problema viene dado al no estar concebido como un largometraje, la unión de sus segmentos, en términos de agrupación temática resulta muy cuestionable, por momentos dan la impresión de estar ahí para servir a una misantropía monocorde, en especial en lo concerniente a tonos y narrativas que terminan siendo demasiado equidistantes entre sí; uno de los episodios podría pasar perfectamente como anuncio concienciador contra el bullying, mientras que el otro, el más afortunado, parece surgido de estéticas propias de imaginarios malsanos cercanos al universo Clive Barker. Obra fallida que solo puede despertar cierta curiosidad en el espectador en relación con su vocación de experimento fílmico. Puestos a buscar semejanzas, queda muy alejada en conceptos y resultados de las películas de antología de la Amicus, relatos que venían a explicar prácticamente lo mismo, el concepto del individuo y su condena, desde una perspectiva mucho más simple y efectiva, carente de estudios y cualquier tipo de tentativas sobre la moral y la metafísica.
Érase una vez tres niños que intentaban descifrar el control parental de su videoconsola y dar con la receta de la tarta de arándanos perfecta. Érase una vez una secta de cazadores furtivos que no paraban de discutir y una niña con un don élfico.
Como últimamente viene siendo habitual, varias fueron las propuestas vistas en el pasado festival de Sitges que intentaron con mayor o menor fortuna reconfigurar patrones genéricos que han tenido una presencia destacada en el fantástico pretérito y contemporáneo, nos detendremos en una película que discurre por ese ideario de una forma cuestionable. Riddle of Fire, del debutante Weston Razooli, pretende recuperar conceptos de la aventura infantil como perpetuo relato happy place. En el film vemos como tres niños que intentan descifrar el control parental de su videoconsola tendrán que dar con la receta de la tarta de arándanos perfecta para el cumpleaños de su madre convaleciente, y así, a modo de premio, poder acceder al juego.
Riddle of Fire recurre en todo momento a una narrativa adyacente y deudora de la cultura popular, la trama apela al lenguaje del videojuego, también a una suerte de fábula infantilizada de tono medieval, el problema surge al comprobar como aquí la mirada, de un claro e incuestionable tono hipster, intenta situarse por encima de la complacencia que pretende mostrar, intentar presumir de rodar en 16mm, o acabar el relato bajo los acordes musicales del Cannibal Holocaust de Riz Ortolani a modo de guasa, no significa forzosamente ser el más listo de la clase, mucho menos estar a la altura, o aproximarse, a los clásicos cinematográficos en los que se sustenta.
Quizás el punto más destacado del film de Weston Razooli radique en ese ideario en donde las alegrías de nuestra juventud chocan de forma abrupta con las realidades menos interesantes de la edad adulta. Sin embargo, esa serie de obstáculos entre los jóvenes y su misión resulta más agotador que estimulante, incluso cuando se trata de algo que pretende ser divertido, aquí solo de forma ocasional y esporádica.
La Segunda Guerra Mundial se aproxima a su final. Filipinas está bajo el yugo del ejército japonés, aunque los soldados comienzan a perder el control de las islas. En medio del caos, un padre de familia huye, y su joven hija se ve forzada a cuidar de la madre, cuya salud se deteriora rápidamente. Para ello, pide ayuda a una hada con un apetito voraz.
Presentada en la sección Midnight del Festival de Sundance del pasado año y en la sección Noves Visions del Sitges 2023, el sangriento cuento de hadas In My Mother’s Skin de Kenneth Dagatan, relato que se adentra en texturas cercanas a la tradición regional mediante un relato colindante a un folk horror, viene a representar ese tipo de historias que suelen evocar oscuras fabulas de la infancia situadas a medio camino entre la pesadilla de los cuentos y la alegoría histórica. Dagatan utiliza dicho marco para mostrarnos una serie de iconografías de tono metafórico, imágenes de bosques tropicales, cabañas de ratán y hojas de plátano, decrepitas marquesinas que esconden estatuas religiosas en ruinas. Una escenografía que en realidad está hablando de la turbia historia de represión de su país, el elemento fantástico en forma de hada puede llegar a ser interpretada a modo dual, a través de un alma atávica o de una advertencia para los invasores.
También relativamente interesante por su adscripción al gótico familiar, la acción se sitúa en una finca rural de Filipinas durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, poco antes de la derrota de las fuerzas de ocupación japonesas, ese subtexto sobre el fascismo, adherido al imaginario fantástico de seres mitológicos, nos deriva inevitablemente al El laberinto del fauno de Guillermo del Toro o a una suerte de analogía oriental del concepto de Hansel y Gretel, con relación a una película que tiene la ligera virtud de no perder nunca de vista el contexto histórico y social en el que inscribe su acción.
Furiosa: A Mad Max Saga nos muestra cómo al derrumbarse el mundo, la joven Furiosa es arrebatada del Lugar Verde de Muchas Madres y cae en manos de una gran Horda de Motoristas liderada por el Señor de la Guerra, Dementus; Arrasando el Páramo, concurren en la Ciudadela presidida por Inmortan Joe. Mientras los dos Tiranos luchan por su dominio, Furiosa deberá sobrevivir a muchas pruebas, mientras reúne los medios para encontrar el camino de vuelta a casa.
Existe una curiosa concomitancia con el mensaje que parece desprender una película como Furiosa: A Mad Max Saga y su incómoda naturaleza, con relación al mainstream contemporáneo orquestado por los grandes estudios, curiosamente en los dos casos se percibe una amenaza latente, pues ambos conceptos, el puramente cinematográfico y el industrial, dan la impresión de transitar por ecosistemas amenazados por una serie de intereses económicos y de posicionamiento de poder, en el apartado comercial, certificado por los pobres resultados en taquilla de la película, algo que, con toda seguridad, hará que la saga se dé por concluida.
Si algo define una franquicia tan admirable como Mad Max es su reformulación concebida desde la no complacencia, de hecho, Furiosa en según qué parcelas podría ser considerada como un anti-blockbuster, especialmente dada su condición de cine esencial, pero también por la manera de ahondar en las motivaciones de sus tramas y personajes, llegando a la cima de tal concepto a través de ese arriesgado diálogo final vestido de texturas shakespearianas, que sustituye a la habitual set piece de acción con la que solían concluir los relatos de la saga. Mediante una sólida épica estructurada en cinco episodios y un arco temporal de veinte años, expuesto mediante un tono casi novelesco, el responsable de Babe, Pig in the City, utiliza la condición de precuela a la hora de expandir la mitología de la saga, un poco a la manera de la reivindicable Mad Max Beyond Thunderdome (1985), donde se ampliaba una narrativa dramática más extensa de una historia de connotaciones minimalistas e incluso miméticas, como era la excelente Mad Max 2: The Road Warrior (1982).
En cierto sentido, algo parecido podemos apreciar en Furiosa, pero mostrado, si cabe, de una forma mucho más relevante y acertada, pues la historia orquestada como precuela de la anterior película, Fury Road, adquiere su mayor virtud en la decisión de Miller de cambiar de marcha, de utilizar una nueva narrativa que no desvirtúa una esencia, cuyas escenas de acción siguen siendo extraordinarias, prestando especial atención a ese prodigio de secuencia de cerca de veinte minutos de duración conocida con el título de “Stairway to Nowhere”, donde nos vuelve a remitir a conceptos ya explorados como la road movie de tono apocalíptico, al relato épico con influencias del péplum, o al viaje del héroe y su némesis, un Dementus que viene a ser una nueva reformulación del líder atávico pergeñado de una serie de matices que han sido poco percibidos por la crítica.
Pero si una cosa caracteriza una película como Furiosa, y por ende, toda la saga que la precede, es la condición autoral de la que hace gala George Miller dentro de ese pantanoso ecosistema que son las franquicias comerciales, de ser alguien con un concepto diferente del cine de acción, tanto en los años ochenta como en la actualidad, de un genio del diseño que, pese a no desdeñar ciertos rasgos distintivos evolutivos, sigue siendo el mismo de siempre, un creador cuya peculiaridad reside en el detalle, que antepone la pureza del concepto visual a cualquier otro tipo de narrativa. Lo hace a través de una plástica exuberante, que sabe utilizar, sin ningún ápice de aparatosidad, una serie de herramientas que hacen desplazar la mirada del espectador de un plano general a un plano corto, de un objeto a un rostro, todo ello a través de un montaje y una serie de encuadres concebidos de forma admirable. A tal respecto, y como simple ejemplo, en Furiosa: A Mad Max Saga existe otra secuencia prodigiosa que nos sitúa en el Criadero de Balas, en apariencia, una simple escena de tiroteo filmada de la forma más efectiva e inteligente posible, donde se nos muestra cómo un tiro es montando minuciosamente mediante dos únicos planos, el cañón y el impacto que produce, el mérito viene dado en la utilización de la profundidad de campo, de algo tan inusual hoy en día como tomarse la molestia de introducir dos elementos en un mismo encuadre.
Furiosa, de una manera casi involuntaria, cierra una de las mejores sagas cinematográficas de la historia, lo realiza de la forma más brillante y consecuente posible, dando por concluido el círculo iniciado por Miller en 1979 con Mad Max, hablándonos prácticamente de lo mismo, de una idea llevada casi al paroxismo durante cuarenta y cinco años; en ambas películas, se nos muestra el sinsentido de la barbarie ubicada en escenarios post apocalípticos, la quimérica búsqueda de un oasis y la naturaleza autodestructiva del ser humano y la irremediable sed de venganza derivada de ello, de una épica, en definitiva, carente de cualquier tipo de heroísmo.
31 de octubre de 1977. Night Owls, el programa nocturno de entrevistas de Jack Delroy, es el espacio favorito para los insomnes de los Estados Unidos. Ahora bien, un año después de la trágica muerte de su esposa, los índices de audiencia se han desplomado. Desesperado por mejorar su suerte, Jack planea un especial de Halloween, sin saber que está a punto de llevar el mal a los hogares americanos.
La particularidad, tanto como la originalidad, ha sido a lo largo de los años dentro del cine fantástico una de las virtudes más apreciadas por parte del fan al género. Dentro de esta faceta, plagada de matices, el cine proveniente de Australia ha ido ofreciendo a lo largo de los años 70 y 80 una serie de coordenadas genéricas que hacían de esa particularidad antes comentada unas inequívocas señas de identidad, así pues autores como Peter Weir o indagaciones dentro del género como la reivindicable Summerfield (Ken Hannam, 1977), Long Weekend (Colin Eggleston 1978), Patrick (Richard Franklin 1978), The Survivor (David Hemmings 1981) o Next of Kin (Tony Williams, 1982), por poner unos ejemplos, nos ofrecían una vocación al fantástico distinta a la habitual, una extrañeza formulada desde unos parámetros cuanto menos novedosos.
Evidentemente con el paso de los años esos rasgos, tan propios y territoriales, han ido globalizándose sin dejar apenas rastro de aquellas pretéritas señas de identidad, sin embargo, hoy en día aun podemos encontrar ciertos resquicios de originalidad proveniente de Australia, con respecto a Late Night with the Devil, concerniente a la cultura popular de los 70, siendo otra de las película vistas en la pasada edición del festival de Sitges que se amparaban en el exceso, en el buen sentido de la palabra, partiendo como principal referente de la estupenda Ghostwatch (Lesley Manning 1992). Concebida a cuatro manos por Cameron Cairnes y Colin Cairnes, estamos ante una historia que sustituye el terror en tiempo real por una suerte de found footage de tono vintage que nos traslada a los 70. La película puede carecer de cierta credibilidad y realismo con relación a la utilización de sus muy variados dispositivos formales, sin embargo, tiene la virtud de evitar subrayados narrativos proclives a dicho formato, desplegando una ingeniosa, y por momentos divertida, mirada sobre la fascinación y credulidad de América por lo oculto y las consecuencias que acarrea el anhelo de éxito bajo cualquier tipo de circunstancias.
Situada a medio camino entre Network de Sidney Lumet y Rosemary’s Baby de Roman Polanski, y pervirtiendo el concepto del reality show, el film de Cameron Cairnes y Colin Cairnes, que cuenta con un extraordinario David Dastmalchian, por fin en un papel principal, atesora como gran virtud con uno de los clímax mejor llevados en relación con su puesta en escena del reciente cine de terror, sirviendo al mismo tiempo a modo de metáfora perfecta de como el entretenimiento nocturno desbloquea y expande lo malévolo, atributo complementado a través de una innata capacidad de sus autores a la hora de introducir al espectador en un formato, y una cinematografía, que aún parece resistirse a ciertos convencionalismos.
El sonado caso del asesino en serie Ludovic Chevalier acaba de llegar a juicio y Kelly-Anne está obsesionada. Cuando la realidad se mezcla con sus fantasías morbosas, se adentra en un oscuro camino para buscar la última pieza del rompecabezas: el vídeo desaparecido de una niña de 13 años asesinada, con la que Kelly-Anne guarda un inquietante parecido.
Una de las propuestas que destacaron por encima del resto de películas presentes en la Sección Oficial a concurso en la pasada edición del Festival de Sitges fue la cinta canadiense Les chambres rouges, film que transita por sendas nada convencionales, y que pervierte conceptos tales como el drama judicial, las serial killer groupies y las derivaciones del true crime, mediante la fascinante disección de un personaje sumido en la obsesión. Al igual que pasaba en Kissed (1996) o Dans ma peau (2002), por poner solo dos ejemplos, en Les chambres rouges asistimos al desarrollo de una oscura patología que conforme avanza ennegrece, con relación a una historia que tiene la gran virtud en lo concerniente a su narrativa de estar continuamente incumpliendo las expectativas del espectador, a través de una serie de sendas en donde sus protagonistas descubren que hay lugares que una vez que los visitas, es muy difícil volver.
La película de Pascal Plante, que incorpora a la trama un interesante foco de atención en la tecnología, termina siendo un fascinante thriller autoral de oblicua sensibilidad que cobra especial vigencia en unos tiempos marcados por el voyerismo morboso y el capitalismo de vigilancia. Relato que comienza con una disección del tropo del asesino en serie, evolucionando hacia un psicodrama centrado en dos mujeres que orbitan en una historia que canaliza hábilmente la esencia del horror social anexo a internet y el concepto de la perversidad de la imagen, funcionando también como estudio sobre la preocupación enfermiza de la sociedad actual por el mal. Síntesis que nos deriva a que parte del atractivo que subyace en Les chambres rouges no lo encontremos en sus imágenes, sino en algo que se pierde entre ellas. En esa forma de operar posiblemente se establezca la gran virtud del film de Pascal Plante, el negar al espectador sistemáticamente géneros pero sin llegar a abandonarlos del todo.
Vincent empieza a ser atacado por personas extrañas con claras intenciones homicidas. Su existencia como hombre anodino se ve trastocada y, a medida que las cosas se descontrolan violentamente y el fenómeno se intensifica, se ve obligado a huir y cambiar su vida por completo.
Vincent doit mourir viene a ser otra cinta perteneciente a ese tipo de cine francés que últimamente profundiza en un fantástico que parece estar sumido en el drama, en esta ocasión a través de un relato que modula coordenadas genéricas respecto al apocalipsis y la naturaleza de la condición humana. El film del debutante Stéphan Castang parte de una muy interesante premisa: sin explicación alguna, un hombre corriente, tirando a gris, empieza a ser atacado con claras intenciones homicidas por parte de personas corrientes, concepto que nos retrotrae a un inquietante imaginario que parece surgido de la mente del escritor Richard Matheson, aquella que traslada al espectador la posibilidad de sus peores pesadillas, también en relación a su estructura minimalista y a la imposibilidad del individuo corriente de poder asumir con cierta lógica un hecho fantástico de índole irracional, de tratar de comprender algo incomprensible que trastoca por completo, su hasta ese momento monótona existencia.
A través de dichos parámetros argumentales, que por momentos reverencia sin complejos a la pandémica The Crazies de George A. Romero, la historia puede ser percibida mediante una enorme complejidad, beneficiándose de tener a un espléndido actor como es Karim Leklou, (Mejor actor en Sitges 2023), presente recientemente en la excelente La Goutte d’Or de Clément Cogitore, con relación a una película que conforme avanza va mutando, que empieza casi como una sátira social sobre el mundo laboral, coquetea más tarde con el slapstick y acaba en un relato de índole paranoide, algo lastrado por una parte final en donde el cataclismo pasa a ser global y en donde hace acto de aparición un algo forzado desvío romántico, dejando en un segundo plano esa interesante exploración que aborda la ruptura de una cohesión social, cuya única solución posible previa al colapso según Stéphan Castang, pasa por redimir la confianza hacia el otro.
Perdido en un bosque hostil, el marqués de Urfé, un noble emisario del rey de Francia, encuentra refugio en la casa de una misteriosa familia que oculta un secreto aterrador. Los miembros de esa familia están esperando el regreso del patriarca, que ha partido a la caza de un bandido turco. Esa noche, su hija Sdenka, cuenta en la cena que su padre les ha dicho que si no vuelve a los seis días de haber partido del hogar lo den por muerto, ya que si regresa después de ese tiempo se habrá convertido en un vampiro.
Presente en la sección Noves Vision del pasado Festival de Sitges, The Vourdalak de Adrien Beau, como hizo en su día el maestro Mario Bava en la estupenda I tre volti della paura, adapta el clásico cuento de Alekséi Tolstoi con el encanto que puede proporcionar la posibilidad de ver en una pantalla de cine una pieza de naturaleza casi arqueológica que se desarrolla en lo relativo a audaces formas escénicas, la mayoría de ellas derivadas de una teatralidad, en donde los actores se expresan más a través de los cuerpos que de las palabras. Película de tono extravagante, en el buen sentido de la palabra, con cierto aroma a experimento de texturas retro, rodada en 16 mm, que enlaza a la perfección con ese terror gótico clásico del Este europeo de los años 60, en donde solía imperar de una forma bastante habitual una fuerte noción de la artesanía entendida como arte escénico.
Con un sentido incuestionable de la honestidad, y un encanto algo bizarro, Adrien Beau se muestra hábil en lo relativo al ensamblaje de ciertos códigos del género de terror autoral, aquí desarrollados a través de una oscura sinergia que conecta, con ese concepto bastante recurrente dentro del fantástico, como es la institución familiar con el vampirismo.
Una periodista caída en desgracia intenta salvar su carrera recurriendo al mundo de los podcasts de investigación. Mientras trata de averiguar la procedencia de un extraño artefacto relacionado con una conspiración alienígena, la joven reportera iniciará un duro viaje de autodescubrimiento emocional.
Posiblemente una de las virtudes menos señaladas dentro del cine fantástico ha sido la referida a cómo una gran parte de las películas adscritas a dicho género han sabido plasmar con cierta sutileza la época, y ciertas constantes sociales adyacentes a ella en la que han sido concebidas, a tal respecto Monolith, la modesta opera prima del australiano Matt Vesely, cumple parcialmente con tal condición al situarnos en un primer lugar en parcelas y contextos inequívocos relacionados con ciertos aspectos de nuestro presente, uno de ellos podría ser la cultura de acoso y cancelación que de alguna manera sufre la protagonista, una acertada Lily Sullivan, previa a aterrizar en la entretenida Evil Dead Rise, al publicar una acusación sobre una persona cimentada a través de cauces no contrastados, hecho que la relega del periodismo entendido como tal a intentar ganarse la vida mediante uno de esos podcasts de carácter sensacionalista que cuenta historias aparentemente inverosímiles, también el referido a la inquietante tendencia periodística de generar miedo en plena era digital, en donde la tecnología, y su dominio omnipresente en nuestras vidas, puede actuar como ente propagador de lo conspiranoico, y como éste, en determinados casos, puede terminar repercutiendo la ansiedad en el cerebro humano. Un vasto temario este último dentro del género fantástico que crea curiosos vasos comunicantes con la interesante y siempre reivindicable Pontypool de Bruce McDonald, una de las películas más inteligentes realizadas en los últimos años dentro del subgénero zombie.
En ese sentido, y bajo claros dictámenes genéricos lindantes al low cost que nos podrían remitir a ciertos ejercicios de ciencia ficción minimalista como, por ejemplo, Primer de Shane Carruth o la más reciente La paradoja de Antares de Luis Tinoco, Monolith orbita principalmente alrededor del vacío metafísico, y cómo el concepto de negación de la verdad, y la culpa moral por parte del individuo es castigado mediante el elemento fantástico. Bajo su apariencia de obligada austeridad, de un fantástico dialogado con un solo protagonista y escenario, Matt Vesely saca provecho del espacio limitado del que dispone, a través principalmente de fríos tonos grises que nos remiten al concepto del aislamiento y posterior deterioro mental, en un hábitat, una lujosa casa modernista que nos puede recordar a la vista en Ex Machina de Alex Garland, solo al alcance del privilegiado, detalle fundamental en esta historia de ciencia ficción que se transforma lentamente, de forma inteligente, en horror pesadillesco en un tercer acto en donde hará acto de presencia una interesante abstracción genérica, gratificantemente no diluida en discursiva social sobre males adyacentes a la condición humana. Posiblemente una de las propuestas que mejor han sabido indagar en el concepto de la postpandemia, y en las derivas de nuestro presente ocasionadas de ello.
Año 1977, Sandra, de 18 años, es actriz en la España de la transición, en un momento en el que ser joven y guapa te relega irremediablemente a hacer cine llamado del destape. Pero Sandra aspira a ser una actriz seria, importante, y sabe que para ello tiene un duro camino por delante. Durante una calurosa tarde de agosto, sola y angustiada por un embarazo no deseado, intenta decidir su futuro, entre improbables planes de viaje y sus aspiraciones a gran actriz.
La representación patria en la sección Noves Visions de la pasada edición del Festival de Sitges vino de la mano de la modesta, pero estimable La última noche de Sandra M. de Borja de la Vega, película que se sumerge sin disimulo en el relato de ficción especulativo sobre las últimas horas de vida de la malograda actriz del destape Sandra Mozarowsky, una notable Claudia Traisac. De un claro talante teatral a nivel escénico y narrativo, y más próximo a un sugerido ejercicio de imaginación objetiva que un biopic entendido como al uso, el film de Borja de la Vega encierra bajo los postulados de crónica negra una sugerente doble lectura a modo de tratado de terror como noción básica de una subsistencia cuestionada, en donde visitas y llamadas amenazantes de origen anónimo actúan como una herramienta simple y efectiva a la hora de mostrar, con un aplicado aplomo dramático, la transición española, o el tardofranquismo como una entidad no material que imposibilita los sueños de la joven protagonista.
La última noche de Sandra M reinterpreta de forma bastante curiosa, y casi a modo de monologo que mezcla fantasía y realidad, conceptos ya vistos con anterioridad en cintas como Ema de Pablo Larraín, Blonde de Andrew Dominik o la más reciente Priscilla de Sofia Coppola, la fama, o la antesala de ella, y una desviada exposición pública, como relato de soledad y miedo, que trasmuta en una obra opresiva y claustrofóbica próxima a una pesadilla que nos traslada a una especie de home invasión anclada en un perpetuo y poco complaciente estado mental.
Una joven estudiante de enfermería visita a sus abuelos en el campo. La reunión familiar se inicia de forma placentera, pero poco a poco el reencuentro se convierte en algo extraño e incómodo. ¿El motivo? Hay algo en la casa de los abuelos. Tras descubrir ese secreto, su vida feliz se convertirá en un infierno.
Dentro de la compleja labor de poder llegar a discernir alguna corriente nueva y sólida dentro del fantástico actual, se atisban dos apuntes a destacar surgidos en el ecosistema de festivales de género de 2023, por un lado, el asentamiento de un determinado cine francés que utiliza coordenadas del fantástico a la hora de ensamblar el relato a un poco disimulado contenido de índole social, películas como Le règne animal,Vincent doit mourir o Vermin, por poner algunos ejemplos, así lo atestiguan, y segundo, un tímido resurgimiento del terror asiático, subgénero en estado aletargado desde hace muchos años, a tal respecto la ópera prima del japonés Yûta Shimotsu Best Wishes to All parte de uno de los conceptos argumentales más originales vistos el pasado año en Sitges, al generar una serie de imágenes y situaciones insólitas, lindando con el terror, que hacen que la historia se posicione por delante de la percepción del espectador, posicionamiento que curiosamente se postula como antítesis de las películas arriba mencionadas, pues aquí el concepto fantástico actúa como eje central que desarrolla en su parte final un discurso sustentado en la alegoría social.
Posiblemente esa supuesta originalidad, de la que hace gala una película de las características de Best Wishes to All, hacia nuevas vías narrativas, sea a día de hoy el único camino valido a la hora de resucitar cinematografías cuya afiliación a según qué géneros no parte, como por ejemplo en gran parte de Occidente, de la reinterpretación o reedición temporal de una formula ya exitosa en el pasado.
Basado en su propio corto homónimo, la película de Yûta Shimotsu se sitúa a medio camino entre las extrañas texturas del cine de Kiyoshi Kurosawa y un trazo bizarro digno de imaginarios que parecen surgidos de la mente de un Hitoshi Matsumoto o Junji Ito. A tal respecto Best Wishes to All, que de alguna manera pervierte ciertas ideas vistas en la excelente The Visit de M. Night Shyamalan, cuestiona la estabilidad familiar y el sacrificio generacional que conduce a una supuesta armonía social. Su condición de rara avis, como relato metafórico que se sustenta en un tono inaudito, que trasgrede el concepto de la normalidad y la cotidianidad, mediante reminiscencias de leyendas autóctonas, no indica dada su particularidad que estemos ante una película que abra nuevas vías dentro del ahora extinto J-Horror, seguramente sí sea reconocida como vía alternativa de un tímido resurgimiento de ciertas autorías asiáticas provistas de ideas atrevidas, que lejos del concepto de industria son intuidas como periféricas, aquellas que intentan indagar desde la introspección en ese otro cine fantástico dispuesto a alejarse de fórmulas preconcebidas, aquí plasmadas a través de tangibles ecos existencialistas, en donde el idealismo inherente en la juventud cosmopolita trasmuta en una resignación causada por un realismo que aquí es percibido como terrorífico.
Miss Novak es una maestra que se une al equipo de una escuela de élite para dar clases de nutrición a jóvenes estudiantes. En poco tiempo, la maestra establece un estrecho vínculo con cinco de sus alumnos, sin que el resto de profesores se dé cuenta de lo que sucede. Hasta que todo da un inesperado giro muy peligroso.
Sobre autorías en mayor o menor medida consagradas dentro del circuito de festivales, en la pasada edición de Sitges se pudo ver el nuevo trabajo de la austriaca Jessica Hausner, realizadora que regresaba al certamen 19 años después de estar presente con la sugerente Hotel y ya con la etiqueta de ser una presencia habitual en los festivales de clase A, al haber abrazado, siendo aceptada, proyectos de una proyección internacional de una mayor envergadura, como lo fue en su anterior film Little Joe o Club Zero, película esta última en donde se atisban de forma algo irregular constantes ya presentes en el ideario fílmico de la autora, a través del análisis, desde una perspectiva que linda con la sátira de los dogmas y los supuestos males adyacentes al Occidente contemporáneo.
En Club Zero, Jessica Hausner vuelve a recurrir a una suerte de distopía centrada en esta ocasión en lo concerniente a nuevas religiones de nutrición saludable, expuesta en el relato a modo de neurosis colectiva en donde se forman a autómatas anoréxicos. Lástima de un frío y aséptico dispositivo formal, en donde predomina encuadres geométricos, que dada su obviedad, en contraposición con lo encriptado de gran parte de la obra de la responsable de Amour Fou , diluye casi por completo la paradoja o denuncia, que aquí podría ser tanto la técnica del mindfulness, como el dejar de comer a modo de posicionamiento anticapitalista expuesto desde el propio capitalismo, instaurando una suerte de rebelión ante dicho orden establecido, tesis que pretende ser divertida e incluso satírica; Lourdes (2009) funcionaba muy bien en dicho aspecto, en relación con una historia que, sin embargo aquí no deja de dar vueltas sobre sí misma, reiterando conceptos supuestamente cínicos e irónicos de la mano de una realizadora cuyo nivel de inteligencia crítica aquí da la impresión de bordear de forma algo peligrosa el subrayado.
Eladio, guarda de una finca, acepta el soborno de un cazador. Semanas después su vida entera colapsa. Lo que parecía un vuelco favorable del destino se convertirá en un macabro descenso a los infiernos en el que Eladio verá puesta a prueba su cordura.
Una de las películas patrias importante presentes en la pasada edición del festival de Sitges fue La espera, tercer trabajo tras las cámaras del cineasta cordobés F. Javier Gutiérrez, que nos ofrece un relato en donde recurre como punto de partida escénico, al igual que en su opera prima, la apocalíptica 3 días (2008), a un escenario árido y solitario que nos sitúa en la Andalucía de los años 70, a la hora de abordar una historia que transita en un primer momento por coordenadas adyacente al thriller rural patrio de época con alma de western, a través de una iconografía mesetaria y autóctona que abraza cierta locura y pulsión característica en el relato negro de esa España profunda en donde de forma constante la abrupta tragedia parece estar acechando, y que transmuta en su parte final, desde el conocimiento de coordenadas genéricas por parte del responsable de Rings (2017), en un disfrutable Folk Horror clásico de manual.
La espera deviene, gracias a su caligrafía visual, como una película sólida que no se apresura en referencia a la utilización de un aplicado despliegue atmosférico, por el contrario resulta algo predecible con relación a ese viraje narrativo antes comentado que nos remite de conceptos del realismo sucio de la España vaciada, vistos en La caza de Carlos Saura o Los santos inocentes de Mario Camus, a otros más genéricos, deudores de películas como por ejemplo The Wicker Man de Robin Hardy o el Angel Heart de Alan Parker. Se agradece, sin embargo, que rehuya de un discurso ideológico en lo concerniente a ese enunciado que versa principalmente sobre la opresión de clases, lo hace mediante una clara determinación a la hora de no ser esclava de ciertos contenidos, muy visibles y predecibles en los últimos años dentro del fantástico, que son percibidos como demasiados desmarcados del género.
Astrid, esposa de un reputado abogado, lleva 25 años silenciada. El equilibrio de su familia se derrumba de repente cuando sus hijos empiezan a buscar justicia, al hacerse públicos algunos secretos personales que involucran a su marido.
Varios fueron los realizadores de una reconocida trayectoria dentro del circuito de festivales que estuvieron presentes este año en competición en el Zinemaldia, autorías que sin embargo llegaron a mostrar en bastantes ocasiones un tono difuso y distante con respecto a anteriores trabajos. En Un silence, el belga Joachim Lafosse parte de una premisa recurrente este año en el certamen, las trágicas consecuencias de la pedofilia en el seno de la institución familiar, ligado a otro tema bastante reiterativo dentro de la filmografía del responsable de Les chevaliers blancs, como es la descomposición de dicho núcleo, visto por ejemplo en películas como L’économie du couple o la más reciente Les intranquilles. Conceptos presentes también en Un silence, que parte argumentalmente de un mediático caso real ocurrido en Bélgica, donde una cosa lleva irremediablemente a la otra, haciendo acto de aparición el consiguiente dilema ético, que lo hace de una forma algo confusa, a través de un relato de estructura aleatoria por parte de un Lafosse que parece estar más pendiente del juego genérico de la ocultación de datos en la trama, se intenta narrar lo que no aparece en la pantalla, que de la sutileza inherente a su cine.
Obra algo menor, percibida como más obvia y esquemática de lo habitual en su cine, por parte de un realizador interesante, que siempre ha sabido manejar con soltura eficaces coordenadas que inciden en retratos psicológicos dirigidos en la mayoría de los casos a disputas de poder internas dentro de núcleos disfuncionales, aquí focalizados a través una tragedia familiar expuesta mediante silencios, en especial los correspondientes a esa gran actriz que es Emmanuelle Devos.
Miradas limítrofes: New Directors/Zabaltegi-Tabakalera/Horizontes Latinos
Dentro de las secciones periféricas del certamen, y como colofón a las crónicas del festival de San Sebastián 2023, nos detendremos de forma breve en algunas propuestas presentes en dichas parcelas. New Directors volvió a evidenciar una marcada crisis de identidad respecto a pasadas ediciones, a la hora de ofrecer una mirada que parecía estar más centrada en lo concerniente a contenidos y cuotas que en autorías. Solo así se entiende la presencia de una cinta de las características de Last Shadow at First Light, primer largometraje de Nicole Midori Woodford, en donde vemos a una joven que se embarca en un viaje de Singapur a Japón en busca de su madre desaparecida como consecuencia de un tsunami. Supuesto ejercicio de índole fantasmagórica y onírica, que orbita bajo el concepto de la presencia-ausencia y la memoria adyacente a ella; Relato que intenta abarcar un ideario demasiado amplio, materializándose en una especie de esbozo, transitado ya en demasiadas ocasiones, plagado de silencios y contención gestual y que termina siendo voluntarioso en su cometido de indagar a cerca de una idea de connotaciones fantásticas con relación a presencias que mediante la sugestión resultan tangibles, pero insuficiente a la hora de transmitir un suceso rupturista desde un punto de vista emocional, de expresar una idea del trauma que aquí acaba resultando poco original. Más convencional, aún si cabe, se percibe la cinta Mother, Couch!, debut en el largometraje de Niclas Larsson, un film basado en la novela Mama i soffa de Jerker Virdborg, que parte de la premisa de un hecho, en un principio anecdótico: el intento infructuoso de tres hermanos por sacar de un almacén de muebles decrépito a su madre que se niega a salir; el absurdo, lo inverosímil transmuta en lo surreal, con relación a mostrar los vaivenes de una familia fracturada. A partir de dicho planteamiento, Mother, Couch! basa su razón de ser a través de una dialéctica pretendidamente cínica en lo concerniente a una emoción maternofilial intuida tan luminosa como oscura. Sin embargo, sea cual sea el misterio que intenta generar la película, nunca alcanza un punto álgido percibido como satisfactorio, y mucho menos con relación a un desarrollo dramático que posiblemente la historia necesite. A pesar de todo ese subterfugio narrativo y su supuesta complejidad, a propósito de una confusa hibridación genérica de tragedia y comedia colindante al mumblecore, la película termina generando un ruido sordo y anticlimático.
De vínculos paternos también trata la cinta de Kazajstán Bauryna salu, interesante debut de Ahkhat Kuchencherekov que nos muestra el fin de la infancia, el paso a la vida adulta, concepto bastante trillado en determinado cine autoral que aquí utiliza y en parte solventa convencionalismos mediante una narrativa dual del retrato psicológico e intimista de un joven que necesita encontrar sus raíces, y el de una sociedad, en donde según qué tradiciones ancestrales aún siguen estando vigentes, una de ellas es la de los primogénitos que son separados de sus padres para ser entregados a los abuelos. Relato que tiene la virtud de transitar mediante una mirada de tono etnográfico en lo concerniente a la complejidad adyacente a la vida rural, lo hace mediante manierismos formales cercanos al documental en donde somos testigos de un tratado que versa sobre el concepto de la pérdida, y cómo ésta se materializa en una forma de subsistencia. Por su parte, la japonesa Beyond the Fog fija su mirada en la naturaleza y lo pretérito como plenitud ante la indecisión del individuo, también muestra, casi a modo de epifanía, la vida cotidiana en lugares apartados, y cómo estos entran en declive debido a la modernización. Película de claras texturas simbólicas y contemplativas, que requiere de bastante predisposición por parte del espectador si no quiere caer en el estado narcótico de sus personajes. Con todo y eso, un tipo de cine preferible a numerosas zafiedades rurales patrias vistas en esta edición del Zinemaldia.
Presente en la sección Horizontes Latinos, Los colonos, ópera prima del chileno Felipe Gálvez, es percibida como una película que se desenvuelve bastante mejor en relación con su estética, a través de ella se desarrollan conceptos genéricos que nos derivan a los cánones del western, incluso al terror, que como relato de denuncia antiimperialista que supuestamente cuestiona la identidad de un país que se construyó sobre el sangriento genocidio de la población indígena. Relato que dialoga con el espectador en su tramo final, en donde se agradece que la mayor parte de su metraje anteponga la exploración, o incluso lo antropológico, a lo meramente propagandístico, con relación a su mirada ideológica sobre el pasado. Por su parte, la cinta brasileña Pedágio de Carolina Markowicz indaga en facetas más mundanas de nuestro presente mediante una atractiva mezcla de realismo y sátira. Cercana a la comedia de tono lúdico, la película explora la relación de una madre soltera con su hijo adolescente, y cómo ésta, de forma infructuosa, intenta reconducirle hacia la heterosexualidad. A través de dicho planteamiento expone un sutil retrato de la actual sociedad brasileña conservadora, en especial del sinsentido que anida en los pensamientos más retrógrados, también en una supuesta superioridad moral como antesala del recelo en un Brasil dividido por una serie de prejuicios que parecen estar profundamente arraigados en el subconsciente colectivo de gran parte de su población. Presente dentro de la sección Zabaltegi-Tabakalera, bastante más interesante y sólida resultó La Palisiada del realizador ucraniano Philip Sotnychenko, thriller policial ucraniano provisto de un humor de tono oscuro que explora eficazmente la difícil crónica postsoviética de un territorio, a través de la historia de dos viejos amigos, un detective de policía y un psiquiatra forense que investigan el asesinato de un compañero. Relato que también funciona a modo de obra política, donde se muestra la imposibilidad de seguir los dictados morales de distintas épocas mediante las imágenes que nos han legado sus formatos de grabación a través de ellos, y de unas abruptas elipsis, también seremos testigos de un análisis sobre el propio medio cinematográfico. Un cine tan fascinante como irritante, dada su severidad formal y que tiene la virtud de reflexionar y exponer una de las críticas más mordaces realizadas sobre la mentalidad policial en Europa del Este.
De genios pretéritos y presentes: Hiroshi Teshigahara/David Fincher
Veinte títulos, entre largometrajes, mediometrajes y cortometrajes, integraron la retrospectiva clásica dedicada al cineasta vanguardista japonés Hiroshi Teshigahara, autor fundamental dentro del cine japonés de los años 60 y 70, gracias a una serie de trabajos que transitan a través de una poética experimental que también resulta clave por su prolífica colaboración con el escritor Kobo Abe. El ciclo estuvo acompañado por la publicación del libro de Inuhiko Yomota Crónicas de vanguardia. Conversaciones con Hiroshi Teshigahara. A tal respecto, un breve inciso en dos revisiones presentes en la retrospectiva: por un lado, The Trap, que parte de la premisa del misterio ocasionado por una serie de inexplicables asesinatos en una abandonada comunidad minera, es percibida como uno de los mejores debuts en la dirección de la historia del cine, un fascinante relato de pliegues documentales y tono fantástico, gracias a un sentido del tiempo oblicuo que nos habla sobre la naturaleza del ser humano. Su inquietante narrativa nos muestra una fantasmagoría expuesta en torno al concepto del doppelgänger, con evidentes referencias al neorrealismo, hace que su discurso visual siga resultando hoy en día deslumbrante. La también fantástica The Man Without a Map viene a ser un perfecto ejemplo de la manera en la que ciertos autores como Hiroshi Teshigahara usaron en su día coordenadas genéricas, aquí sustraídas de las intrigas criminales a la hora de crear films subversivos y muy personales. Película en donde se cambia el blanco y negro por el color y la pantalla panorámica, que nos muestra una transferencia de personalidades, la deconstrucción de una identidad que nace a través de un proceso de investigación que termina desembocando en un descenso al caos y la locura. Si en la extraordinaria The Man Without a Map el actor Shintaro Katsu de alguna manera se volatiliza, en los dos episodios de la saga Zatoichi dirigidos por Hiroshi Teshigahara, Shin Zato-Ichi. Niji no tabi y Zato-Ichi New Series. Wander of the Rainbow, su figura está muy presente. Oportunidad única para poder disfrutar en pantalla grande de dos relatos de un personaje tan complejo como popular dentro del imaginario nipón. De pasado incierto, sus aventuras delatan un presente constantemente amenazado por un exacerbado reflejo que lo ha llevado a matar inocentes, existencia también condicionada por la incapacidad de reprimir la violencia de su espada ante los estallidos de injusticia a los que se ve abocado.
Como broche a esta última crónica de lo visto en San Sebastián 2023, la sesión sorpresa de este año vino de la mano del estadounidense David Fincher y la estupenda The Killer, relato con evidentes ecos bressonianos y del thriller de los 70, sobre un asesino a sueldo adscrito a un método, y cómo éste se ve abruptamente alterado. Película que convierte en narrador al prototípico antihéroe melvilliano a través de una caligrafía audiovisual perfectamente coreografiada, con relación a actualizar coordenadas genéricas del thriller mediante formas destiladas, siendo al mismo tiempo válido en su cometido de reflexionar sobre nuestro presente como relato de su tiempo, que indaga sobre la identidad y las reglas contiguas a un manual de supervivencia utilizado en una jungla plagada de falsas pistas e individuos que deciden el destino de otros a través del corporativismo. Admirable en referencia a su sentido del ritmo y del montaje, sorprende que muchos, a tenor de su supuesta austeridad argumental, consideren The Killer como uno de los trabajos más simples por parte del responsable de Seven, cuando en realidad termina siendo uno de los más complejos y fascinantes de su autor.
Palmarés
Concha de Oro a Mejor Película: ‘O Corno’, de Jaione Camborda
Concha de Plata a la Mejor Dirección:Tzu-Hui Peng y Ping-Wen Wang por ‘Chun Xing/ Un viaje en primavera’
Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal: Tatsuya Fuji por ‘Great Absence’ y Marcelo Subiotto por ‘Puan’
Concha de Plata a Mejor Interpretación de Reparto: Hovik Keuchkerian por ‘Amor’
Premio Especial del Jurado: ‘Kalak’, de Isabella Eklöf
Premio del Jurado a Mejor Guion:María Alché y Benjamín Naishtat por ‘Puan’
Premio del Jurado a Mejor Fotografía: Nadim Carlsen por ‘Kalak’
Premio Nuev@s Director@s: ‘Bahadur the brave’, de Diwa Shah
Premio Horizontes: ‘El castillo’, de Martín Benchimol
Premio Zabaltegi: ‘El auge del humano 3′, de Eduardo Williams
Premio Zabaltegi Mención especial:‘El juicio’, de Ulises de la Orden
Premio del público: ‘La sociedad de la nieve’, de Juan Antonio Bayona
Premio del público a la mejor película europea: ‘Io Capitano’, de Matteo Garrone
Premio Irizar al cine vasco:‘El sueño de la sultana’, de Isabel Herguera
Premio Euskolabel:‘Latxa’, de Mikel Urretabizkai
Premio Otra Mirada:‘The Royal Hotel’, de Kitty Green
Premio de la Cooperación Española AECID:‘La estrella azul’, de Javier Macipe
Premio Mejor Película Culinary Zinema: ‘La passion de Dodin Bouffant’, de Tran Anh Hung
Premio Feroz Zinemaldia: ‘Un amor’, de Isabel Coixet
Película que nos descubre el disparatado caso real de gente corriente que consiguió jugársela a Wall Street y se hizo rica convirtiendo GameStop (una popular tienda de videojuegos y electrónica) en la empresa más candente del mundo. En medio de todo este embrollo se encuentra Keith Gill (Paul Dano), un tipo cualquiera que invirtió los ahorros de su vida en acciones y empezó a publicar sobre ello en redes sociales. Gracias a sus consejos bursátiles, su popularidad estalló, al igual que lo hizo su vida y la de todos sus seguidores, que empezaron a enriquecerse de la noche a la mañana. No obstante, los multimillonarios no tardaron en contratacar, desencadenando una de las batallas financieras más feroces vividas en Wall Street.
Desenfadada y acertada en propósitos, Dumb Money, viene a ser la revisión cinematográfica del famoso caso GameStop, en donde el realizador Craig Gillespie, que vuelve a inspirarse en un caso real, articula todo el relato a través de las formas y las apariencias, éstas como viene siendo habitual en su cine, I, Tonya (2017) como gran paradigma de dichos postulados, nos termina planteando bastantes más interrogantes que respuestas, aquí con respecto al abstracto flujo del capital y el complejo sistema financiero estadounidense.
Comedia ágil, de tono supuestamente idealista, por momentos satírica en su función de ejercicio de docuficción, que adolece de una cierta falta de consistencia a la hora de trascender a modo de relato de denuncia, en donde se segmenta el presente a través de una interesante radiografía que hace de la exacerbación de lo virtual en los humildes que levantan las armas, sobre el concepto de la maltrecha fantasía del sueño americano, ya expuesta desde otros parámetros en películas recientes como The Wolf of Wall Street de Martin Scorsese o The Big Short de Adam McKay. Tesis que nos deriva a la consabida narrativa de David contra Goliat, ésa que nos dice, sin que sirva de precedente, que la banca no siempre gana. Posiblemente la propuesta más lúdica y disfrutable, en este sentido los acordes musicales de Seven Nation Army ayudan bastante, de la sección Perlas en la última edición del Festival de San Sebastián.
Comienzos años 70. El pequeño Thomas vive bajo el colonialismo francés en Madagascar en una de las bases aéreas del ejército francés, donde las familias de los militares viven los últimos coletazos del colonialismo. Es un niño de 10 años que está muy influenciado por la lectura de los relatos de la intrépida heroína “Fantomette”, y observa con fascinación todo cuanto le rodea mientras el mundo se abre gradualmente a otra realidad.
L’île rouge del francés Robin Campillo, ambientada en el Madagascar de principios de los años 70, se postula, en un principio, mediante un tono alusivo bajo los designios de la perspectiva del infante, camuflada por la supuesta cotidianidad de un coming-of-age de tono fabulario y autoficcional. Película que es percibida a través de un claro talante político que nos muestra el final del colonialismo a través de un relato vertebrado en dos partes bien diferenciadas, la primera, y a la postre más interesante, la referida a los “colonos” y su retirada moral y física, apartado que indaga en corrientes ocultas de una supuesta normalidad que no lo es tanto y que queda expuesta a modo de radiografía de una trastienda familiar, pues básicamente asistimos al derrumbamiento, a la claudicación alegórica de un mundo adulto, dejando para la parte final la algo más obvia a modo de subrayado narrativo, la de los autóctonos, a través de la histórica y explícita representación de la liberación.
Relato que rebusca en vivencias propias, aderezado con recreaciones ficticias en imágenes animadas sobre las andanzas de Fantônette, una heroína literaria que sirve de refugio mental al joven protagonista, algo descompensado en lo concerniente a unas narrativas que son intuidas como demasiado equidistantes entre sí, bastante más afortunada en relación a su función de historia de tono evocador, aquella en la que se intenta indagar sobre el discurrir del tiempo y la melancolía de un paraíso que deviene como falso. Una interesante propuesta por parte del responsable de 120 battements par minute, que pasó demasiado desapercibida, tanto en la última edición del Festival de San Sebastián, como en su fantasmal estreno comercial en nuestro país.
Veinte años después de que el mediático romance entre Gracie Atherton-Yu y su joven marido Joe escandalizara al país, con sus hijos a punto de graduarse en el instituto, se va a rodar una película sobre su historia. La actriz Elizabeth Berry pasará un tiempo con la familia para intentar entender mejor a Gracie, a la que va a interpretar, provocando que la dinámica familiar se deshaga bajo la presión de la mirada exterior.
May December parte del propósito de transita por conceptos y narrativas ambiguos, la virtud de dicho cometido es que lo hace a través de un material intuido como convencional que extrapola conceptos, en esta ocasión los referidos a los modismos adyacentes al biopic, al arquetipo del ama de casa estadounidense, o incluso de un noir de telenovela, todo ello derivado de un caso real mediático que sirve como gancho argumental a la propuesta, la relación entre Gracie Atherton-Yu y su joven marido Joe, profesora y alumno, de 13 años de edad, que escandalizó a todo un país. May December se desarrolla pues mediante su condición de ejercicio metafílmico a modo de rompecabezas identitario que parece pervertir el Persona de Ingmar Bergman, Todd Haynes ofrece una mirada oscura e hilarante de un American way of life disfuncional, la trama transcurre en la localidad Savannah, escenario ideal para plasmar dicho concepto remitiéndonos al gótico americano.
Cine construido a partir de la superposición de capas, a través de ellas, con cierta sátira inundando el contenido con relación a la utilización de una música ampulosa y unos exagerados zooms, se puede percibir un imaginario turbio, alejado del ejercicio de estilo habitual en los últimos trabajos de Todd Haynes, que posiblemente nos devuelve a la mejor etapa de su autor, aquella que al igual que en películas como Poison o Safe, se hablaba de ambigüedades morales, de identidades ocultas necesitadas de inventarse una personalidad propia y pública para poder sobrevivir. May December termina por abrazar su condición de entrecomillado estudio, expuesto a modo de inmersión, sobre los conflictos de dos mujeres con pretendida voluntad de hacerse valer por sí mismas pese a las adversidades que les rodean, a través de dicho concepto se intenta sugerir entre ambos retratos una disolución, y el correspondiente desdoblamiento, de las identidades, algo que evidentemente deriva en una especie de caos, a la hora de reflejarse respectivamente en la máscara del otro, especialmente con relación a la capacidad, y cualidad innata humana, para el auto engaño.
La sección Perlas volvió a ser ese reducto equidistante destinado en su gran mayoría a autorías consagradas que, de alguna manera, han marcado el baremo fijado desde una primera línea de flotación, en relación con la calidad cinematográfica de este 2023 en una edición algo más liberada respecto a anteriores años en lo concerniente a compromisos, en apariencia ineludibles, con ciertas distribuidoras patrias. El balance final puede considerarse como positivo en un año marcado por testamentos fílmicos de grandes referentes y consagraciones por parte de una serie de autores destinados, en un principio, a formar parte de un consecuente relevo generacional.
El veterano Wim Wenders, después de una última etapa bastante difusa, presentó en Perlas su mejor film en años, Perfect Days, un afortunado regreso a la ficción a través de una película que de alguna manera progresa respecto a trabajos anteriores de su autor de complicada justificación; Palermo Shooting (2008) o Inmersión (2017) serían dos buenos ejemplos de ello. Mediante un tipo de cine, en apariencia voluntariamente menor, fundamentado desde un minimalismo que nos muestra una narrativa entendida como poética, nos muestra el retrato íntimo de un limpiador de lavabos públicos, un héroe cotidiano bajo los rasgos de un superlativo Koji Yakusho, en el Tokio del presente. Perfect Days puede ser entendida a modo de tratado y estudio de un determinado estado de ánimo, situado en la historia a medio camino entre la felicidad y la melancolía, que conduce al protagonista al disfrute de los placeres de la vida a través del simple detalle. Relato que conversa con la soledad de manera sutil con relación a su adscripción a lo filosófico, de perspectiva sosegada y deudor del cine de Yasujiro Ozu, tiene la gran virtud de reconciliarnos con cierta austeridad de cinematografías pretéritas.
Otro referente del cine autoral europeo contemporáneo como es Aki Kaurismäki presentó Fallen Leaves, película que goza del beneplácito de apartarse de imposiciones supuestamente trascendentales, y también de representar en apenas ochenta minutos lo más esencial de una obra, aquí de una condición percibida como plenamente autorreferencial. Lo hace mediante una historia de una solidez formal apabullante, en donde cada toma tiene un sentido específico. Ambientada en nuestros tiempos, aunque como todos los trabajos del responsable de La chica de la fábrica de cerillas, tiene una puesta en escena inusualmente retro, evidente incluso en el mínimo detalle de diseño, Fallen Leaves, como fábula obrera que es, apela a la dignidad del proletariado, a través del acercamiento emocional de dos parias que viven en los márgenes, cuyo amago de romance termina siendo un paradigma sobre cómo reconducir el fatalismo melodramático a ese concepto de supuesto amor verdadero que suele emerger de las acciones y gestos más simples. Otra película fascinante, aunque bastante más inquietante, es The Zone of Interest, adaptación de la novela homónima del británico Martin Amis, que revisita de forma perturbadora el Holocausto a través de un fuera de campo visual y sonoro que nos conduce a cierta metodología geométrica colindante a imaginarios formales propios de Stanley Kubrick, en donde rituales y cotidianidad muestran el mal escondido bajo una alfombra, y cómo éste puede florecer desde la eventualidad más banal hacia un descenso al abismo, y a la pérdida de perspectiva moral que se deriva de ello. Acercamiento original en forma de tesis que funciona como tal, convirtiéndose en una obra adulta y atrevida, al situarse de forma inteligente en las antípodas de la emotividad de Schindler’s List, o del virtuosismo explícito de Son of Saul, a través de un enfoque de tono casi antropológico. Un auténtico drama que Jonathan Glazer, director de indiscutible talento, se prodigue tan poco y en periodos tan largos de tiempo.
Un sospechoso habitual de San Sebastián y la sección Perlas es el japonés Hirokazu Koreeda, su último trabajo tras las cámaras, Monster, es una reiteración constante en su obra como son las familias desestructuradas y el imaginario infantil ubicado en dinámicas sociales poco placenteras. Al igual que en Rashomon, el responsable de Air Doll recurre a una narrativa fragmentada mediante la cual veremos un mismo hecho a través de distintas personas y puntos de vista, del observador y su subjetividad. Al igual que la reivindicable Radio Flyer de Richard Donner, sustituyendo la opresión familiar por el bullying escolar, Monster, que parte de la emoción de poder escuchar la última banda sonora compuesta por Ryūichi Sakamoto, indaga en el maltrato al menor y lo hace examinando la realidad desde los matices y las supuestas contradicciones preguntando al espectador: ¿Quiénes son realmente los monstruos? Cuestión que posiblemente termine desvelándose a través de unas imágenes ausentes al inicio y que luego se materializan de forma dolorosa, yendo más allá del concepto de fábula amable y solución fácil muy presente en las últimas películas de Koreeda.
Otra figura recurrente en Perlas suele ser la presencia de la última ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes. Después de unos años con películas bastante cuestionables, Anatomie d’une chute de Justine Triet vino a ser una galardonada de cierto consenso. Al igual que Les Chambres Rouges de Pascal Plante, aunque desde un planteamiento distinto, estamos ante una cinta que reformula el concepto del relato de juicios, aquí no se busca la verdad de un hecho luctuoso, de una muerte, ¿suicidio o un asesinato?, más bien se reflexiona, pues no hay una resolución entendida como tal, desde postulados bergmanianos, sobre la compleja anatomía de una pareja, en donde lo que se judicializa realmente son sus vidas privadas. Tiene la virtud de saber transitar por esquemas dramáticos que fluctúan sobre el ideario de la dualidad, a través de una delgada línea que separa lo real de lo ficticio. Estos temas, como la mirada del otro en calidad de ente que influye en nuestra cotidianidad, por ejemplo, se examinan y entrelazan en una película rica en matices, cuya principal virtud posiblemente sea la de hacer de algo supuestamente obvio una disquisición sutil. Por su parte la notable May December también transita por conceptos y narrativas ambiguos, en esta ocasión los adyacentes al biopic, al arquetipo del ama de casa estadounidense, o incluso de un noir de telenovela, todo ello derivado de un caso real mediático, la relación entre Gracie Atherton-Yu y su joven marido Joe, profesora y alumno, que escandalizó a todo un país. Ejercicio metafílmico a modo de rompecabezas identitario que parece pervertir el Persona de Ingmar Bergman, Todd Haynes ofrece una mirada oscura e hilarante de un American way of life disfuncional, la trama transcurre en la localidad Savannah, escenario ideal para plasmar dicho concepto y que nos remite al gótico americano. Cine construido a partir de la superposición de capas, a través de ellas se puede percibir un imaginario turbio, alejado del ejercicio de estilo habitual en los últimos trabajos de Haynes, que nos devuelve a la mejor etapa de su autor, aquella que al igual que en Poison o Safe, habla de ambigüedades morales, de identidades ocultas, que terminan por reflejarse en la máscara del otro.
En Io Capitano Matteo Garrone abandona imaginarios fantásticos habituales en su trayectoria, como The Tale of Tales (2015) o Pinocho (2019), fábulas oscuras marcadas por un fuerte estilo visual con un toque neogótico, para posicionarse casi en la antítesis de dichos postulados, a la hora de contarnos una historia de realismo descarnado, sobre el largo y difícil viaje migratorio de dos adolescentes senegaleses que sueñan con llegar a Europa. Poniendo el foco en el sentimiento de comunidad que existe entre los inmigrantes y el horror de la realidad de la inmigración, la película aborda un temario que en muchas ocasiones suele derivar en un tipo de cine convencional como es el relato de una madurez forzada, y la correspondiente pérdida de inocencia que se deriva de ello. Encuentra su validez en un tramo final que retoma una vez más el concepto de cuento de hadas tan característico en su autor, a través de la historia de un príncipe africano, huérfano de padre, que se encuentra y supera una serie de pruebas en su camino hacia la autorrealización. Bastante más decepcionante resulto la epopeya histórica Bastarden, película que nos sitúa en el año 1755, mediante las peripecias de un empobrecido y retirado capitán del ejército, bajo los rasgos del mediático Mads Mikkelsen, que se dispone a conquistar los duros e inhóspitos páramos daneses con un objetivo aparentemente imposible, crear una colonia en nombre del rey. El film del danés Nikolaj Arcel, que regresa a su país después de su monótona adaptación de The Dark Tower, parte de unos postulados ciertamente interesantes, casi a modo de un western como estado mental, al exponer un enfrentamiento que surge de lo anecdótico, y que se trasforma paulatinamente en algo con connotaciones atávicas, con relación a oscuros conflictos sociales y de raza que acechan la psique humana. Síntesis que nos puede recordar en un principio al The Duellists de Ridley Scott, pero que en Bastarden queda supeditado a su ineludible condición de blockbuster de época, de relato ampuloso, en ocasiones desmedido en contenidos que apenas desarrolla, construido sobre la reiteración de binarios conceptos morales, termina siendo tan eficaz como producción expansiva de altos vuelos, pero demasiado terrenal con relación a una naturaleza fílmica intuida como poco sutil.
Más desenfadada y acertada en propósitos es Dumb Money, revisión del famoso caso GameStop, en donde el realizador Craig Gillespie, que vuelve a inspirarse en un caso real, articula todo el relato a través de las formas y las apariencias, éstas como viene siendo habitual en su cine, I, Tonya (2017) como gran paradigma de ello, nos termina planteando bastantes más interrogantes que respuestas, aquí con respecto al abstracto flujo del capital y el sistema financiero. Comedia ágil, y supuestamente idealista, por momentos satírica en su función de ejercicio de docuficción, que adolece de una cierta falta de consistencia a la hora de trascender a modo de relato de denuncia, en donde se segmenta el presente a través de una interesante radiografía que hace de la exacerbación de lo virtual en los humildes que levantan las armas, sobre la maltrecha fantasía del sueño americano, ya expuesta desde otros parámetros en películas recientes como The Wolf of Wall Street de Martin Scorsese o The Big Short de Adam McKay. Tesis que nos deriva a la consabida narrativa de David contra Goliat, ésa que nos dice, sin que sirva de precedente, que la banca no siempre gana. Posiblemente la propuesta más lúdica y disfrutable, en este sentido los acordes musicales de Seven Nation Army ayudan bastante, de esta edición de la sección Perlas.
Por su parte el mexicano Michel Franco, al igual que en su anterior Sundown (2021), vuelve en Memory a indagar sobre vínculos emocionales con fecha de caducidad. En ambas películas se intenta desvirtuar ese concepto clásico del boy meets girl; en Memory lo hace a través de una historia en donde dos maltrechos personajes solo pueden huir de sus infiernos particulares mediante una unión sexual y afectiva que parece transgredir a los que les rodean. Michel Franco nunca ha sido un realizador proclive a la complacencia, a poner las cosas fáciles al espectador, ni en sus dramas psicológicos más íntimos como Chronic, ni en proyectos de una mayor envergadura como New Order, su descripción de la sociedad mexicana moderna en modo apocalíptico. Memory, que recupera la austeridad tonal los primeros trabajos de su autor, tampoco llega a ser un trabajo de connotaciones benévolas, aunque sea un melodrama que dé la sensación de haber sido visto anteriormente, tiene la virtud de evitar la obviedad a través de una historia en donde todo parece girar mediante la redención, por medio de ella, asistimos a la reinvención de unos personajes, supeditados a una oscuridad del pasado que ha dejado huella en sus psiques, y como éstas, terminan siendo proyectadas a un presente condicionado de forma inevitable. El japonés Ryusuke Hamaguchi, autor en boga dentro de la actual cinefilia, presentó Evil Does Not Exist, película aparentemente distanciada del relato introspectivo del individuo presente en La ruleta de la fortuna o Drive My Car, a la hora de abordar una temática de un tono más global, representado en la historia a modo de fábula ecológica sobre la resistencia de una comunidad rural frente a la gentrificación a la que parece verse abocada. Hamaguchi, que vuelve a hacer gala de una noción única del tiempo cinematográfico, del silencio que subyace tras cada línea de dialogo, no se muestra sin embargo tan acertado respecto a anteriores trabajos, en lo relativo a la condición de relato extraño que maneja, por momentos indescifrable, también con relación a transiciones argumentales poco dadas a un seguimiento dócil. Por suerte no estamos ante una película de Ken Loach, en donde el drama social-realista o el derribo capitalista suelen ser las prioridades básicas de la agenda, Evil Does Not Exist expande expectativas, al menos lo intenta, aunque de forma algo difusa, hay continuos cambios de punto de vista, pasando de lo poético a una tentativa de thriller y viceversa, al final el tratado parece claro, las contradicciones existentes entre tradición y progreso, el trayecto que nos dirige a dicha conclusión, incapaz de anticipar qué rumbo tomar durante su desarrollo, no lo es tanto.
Tras el buen recibimiento cosechado por su anterior y notable Undine, Christian Petzold, autor que parece anclado en un perpetuo estado de gracia, presentó otra historia cuya mutación narrativa no se percibe sin embargo tan arbitraria como en la última película de Ryusuke Hamaguchi. Afire, posiblemente el film más accesible de la filmografía del responsable de Phoenix, parte de situaciones y personajes aparentemente banales, casi a modo de una comedia de enredos veraniegos, en donde vemos la reunión de cuatro jóvenes en una casa junto al mar Báltico, uno de ellos un escritor que se encuentra en un importante bloqueo creativo, para terminar desembocando en un trasfondo provisto de varias capas y lecturas. Estos lugares comunes, cotidianos, que de alguna manera son manipulados, la comparación con el cine de Eric Rohmer se antoja como inevitable, terminan derivando en representaciones humanas ciertamente complejas, una de ellas podría ser el retrato del escritor que termina dependiendo más de las experiencias vividas que de su talento, también complejo en relación con su condición de historia de tono metalingüístico, esa amenaza de incendio representado como ente que expande la adversidad y el temor, a la hora de impedir la evolución artística y personal del personaje principal. Bastante menos acertado resultó el nuevo trabajo tras las cámaras del realizador francés Ladj Ly Bâtiment 5, intento de secuela espiritual de su anterior y más entonada Les Misérables, a través de una historia, en donde la policía ya no es el centro de la acción, que vuelve a fijar su mirada en los desfavorecidos ubicados en la periferia de una gran ciudad, a modo de relato, próximo con la militancia, que pretende ser heredero del cine social y callejero del cine francés. Película que se sitúa a medio camino entre la resistencia y la denuncia sobre falsas equivalencias, Bâtiment 5, adolece del gran déficit de confundir la palabrería con la circunspección, también se percibe como insuficiente en su intento de complicar personajes y tramas que tienen bastantes menos matices de los que da a entender en un principio. Carencias que dan la sensación de querer ser paliadas mediante una grandilocuencia hollywoodiense de tono visual, con un abuso excesivo y ridículo de drones aéreos en una película equivocada, tanto en su intento de querer invocar un espíritu social incendiario, como en su función de pretender ser un alegato contra un prejuicio sistémico.
Hanna y Liv son dos amigas que viajan como mochileras por Australia. Tras quedarse sin dinero, Liv, buscando vivir una aventura, convence a Hanna de aceptar un trabajo temporal tras la barra de un pub llamado The Royal Hotel, en una remota localidad minera del Outback. El dueño del bar, Billy, y un grupo de lugareños les ofrecen una desenfrenada introducción a la cultura del alcohol en Australia, pero pronto Hanna y Liv se ven atrapadas en una inquietante situación que rápidamente escapa a su control.
Como en The Assistant la realizadora Kitty Green en su nuevo trabajo tras las cámaras reincide en temarios ya transitados en su filmografía, al volver a cuestionar la toxicidad de la mirada masculina, utilizando la presencia física de una notable Julia Garner. Si en su anterior trabajo el conflicto quedaba situado a un nivel corporativo en The Royal Hotel, esos severos peligros consustanciales encauzados a la feminidad son visualizados a través de un ambiento aún más hostil y físico, como resulta ser la Australia profunda del Outback, escenario intuido como inhóspito, un no lugar que por momentos dada su naturaleza nos remite al cine de terror y al western, y que funciona a modo de curiosa variante turbia situada a medio camino de la extraordinaria Wake in Fright de Ted Kotcheff y el Thelma & Louise de Ridley Scott en clave teen angst.
Lástima que Kitty Green, eficaz a la hora de crear ambientes sofocantes, no lleve hasta el final este interesante tratado sobre el miedo, en el que dos jóvenes mochileras canadienses se ven obligadas a trabajar en la barra de un pub ubicado en una desértica localidad minera. El enunciado y la escala dramática sobre la feminidad acosada funciona a la perfección durante gran parte del metraje, no así una resolución en donde se evidencia su condición de ostensible metáfora simbólica, posiblemente el abrazar sin temor coordenadas genéricas, como el exploitation, o incluso el rape-revenge, hubiera dado algo más de sentido a una conclusión que requería algo más de contundencia, con respecto a cómo tarde o temprano la violencia, como única vía posible de solución, termina por emerger en situaciones adyacentes a un microcosmos masculino violento. Pese a estas evidentes carencias, The Royal Hotel fue un soplo de aire fresco en una Sección Oficial a concurso, que este año dio la impresión de estar demasiado enfocada a contenidos sociales.
Para finalizar el repaso de este Sitges 2023, un recorrido parcial por tres secciones periféricas muy alejadas del evento entendido como tal, que de alguna manera le da un fundado sentido a la existencia y a la labor de un certamen cinematográfico: Sitges Documenta, a través de un cometido casi pedagógico con el cinéfilo, Seven Chances, sección que con el paso de los años ha ido encaminada hacia un tipo de cine menos autoral y más genérico, en referencia a una vertiente más fantástica, que en la mayoría de las ocasiones aprovecha la remasterización, o los Director’s Cuts de títulos algo olvidados hoy en día, que a través de dichas reediciones gozan de una segunda vida, y Sitges Clàssics, parcela más global que sustituye el concepto entendido anteriormente como retrospectiva, y que resulta fundamental en su función de revisitar un tipo de cine pretérito, que este año de forma satisfactoria, se ha visto reforzado con la proyección de un mayor número de películas con respecto a ediciones pasadas.
Sitges Documenta
En el apartado de documentales que transitaron al margen de las coordenadas del estudio cinematográfico, destacaron Kim’s Video de David Redmon y Ashley Sabin, historia que nos sitúa justo después del cierre del legendario videoclub neoyorquino en 2008, a través de un trabajo que afortunadamente evita la enésima revisión nostálgica del fin de una era de consumo mediante un estimulante, y por momentos divertido, ejercicio de periodismo gonzo derivado del estilo de Michael Moore, con cierta apariencia de thriller y que aborda múltiples géneros y estilos. Con ciertas similitudes a otro trabajo de no ficción como Atari: Game Over (2014) con relación a la búsqueda de quimeras de la cultura popular, Kim’s Video parte de la premisa de seguir la pista a una colección de 55.000 películas propiedad de dicho videoclub, que una década después de su cierre parece estar desaparecida. Los responsables del documental, en el papel de investigadores, se trasladaron a Salemi, un pequeño pueblo de Sicilia, escenario alejado de cualquier tipo de canon cinematográfico, que adquirió dicha colección con oscuros fines burocráticos; documental cuyo complejo subtexto, la obsesión cinematográfica o el ambiguo juego entre imaginación y realidad, logra adecuarse de forma satisfactoria a una trama de indudable tono empático para fanáticos del cine. Menos compleja con relación a estructuras narrativas resultó Satan Wants You de los directores Steve J. Adams y Sean Horlor, un documental que explora el fenómeno conocido como “Satanic Panic”, surgido a principio de la década de los 80, cuyo principal origen se focaliza en la publicación del libro Michelle Remembers, obra del psiquiatra canadiense Larry Pazder y su paciente Michelle Smith, en donde se relata cómo esta última fue entregada siendo niña a una secta satánica que le infligió todo tipo de vejaciones y abusos. Lástima que una premisa tan interesante, que parte de la idea de explorar las raíces de una era de sugestión, locura y paranoia en Estados Unidos, no estudie de forma integral dicho movimiento, quedándose en una suerte de documento de investigación de índole testimonial con abundante material de archivo centrado en la ambigua relación de dos personajes como principal motor argumental a la hora de desmontar un asunto que aporta muy pocas novedades para quienes ya conozcan el caso. Como mal menor, hay una interesante y soterrada contextualización con la actualidad, a través de curiosos paralelismos entre la histeria religiosa de los años 80 y las teorías de conspiración imperantes en políticas del presente.
Centrándose en el análisis de autorías y géneros cinematográficos, dos propuestas indagaron de diferente forma en el cine de terror italiano, por una parte, Dream Time de Claudio Lattanzi pone el foco en los últimos estertores de dicho género, situándonos en la década de los 80 y 90, planteando interrogantes del porqué de semejante involución hasta su práctica desaparición. Partiendo del estudio y gestación de dos películas como piezas angulares de su postrero éxito en taquilla, Dèmoni (1985) y Dellamorte Dellamore (1994), el documental divaga en exceso, sin apenas rumbo fijo, en relación con un anecdotario, vivencia y relaciones de tono nostálgico por parte de una serie de testimonios que no profundiza en la supuesta tesis que intenta abarcar. Para más inri, la narrativa, conducida por Davide Pulici, fundador de la revista especializada Nocturno, nos muestra momentos que rozan peligrosamente el ridículo, al intentar guionizar de forma surrealista algunos encuentros con los entrevistados. Un documental que posiblemente, dada su difusa estructura y olvidadiza memoria, elude películas y autores esenciales de la época como, por ejemplo, Pupi Avati, hubiera encontrado un mejor acomodo en esa segunda línea de flotación de trabajos de no ficción, que es la sección Brigadoon.
Como bien indica su título, Dario Argento Panico repasa obra y vida del responsable de Suspiria, del hombre y su método, a través de su propio testimonio sumado a intervenciones de autores influidos por su obra, como Guillermo del Toro, Gaspar Noé o Nicolas Winding Refn entre otros, y colaboradores cercanos a su trayectoria, como Vittorio Cecchi Gori, Lamberto Bava o Michele Soavi. Simone Scafidi, que había abordado con algo más de fortuna el estudio de otro tótem del fantástico italiano en la estimulante Fulci for Fake (2019) dirige su mirada hacia el cénit de la producción creativa de Argento, ubicada en los años 70 y 80, dando la impresión de poner el piloto automático, a la hora de recorrer unas narrativas preestablecidas dentro del formato documental, de decantarse más por la consabida veneración difundida por terceros, que por un análisis que sea percibido como profundo, que indague tanto en unas dinámicas familiares intuidas como complejas como en un legado cinematográfico que deviene como capital dentro de la historia del género fantástico. Un sospechoso habitual en Sitges del documental es Yves Montmayeur, al igual que otro pope contemporáneo de la no ficción que examina cinematografías y autorías como es Alexandre O. Philippe, ya que prácticamente todos sus trabajos han estado presentes en el festival, desde las interesantes The 1000 Eyes of Dr Maddin (2015) o Mad in Belgium (2022), hasta piezas bastante más residuales y anecdóticas como Dragon Girls!, Les amazones pop asiatiques(2015) o Citizen Kitano (2020). Kaidan. Strange Stories of Japanese Ghosts parte de un estudio que fija su mirada en Japón como uno de los territorios del mundo con más tradición en leyendas mitológicas protagonizadas por dioses y demonios en un país rico y propenso a los cuentos de fantasmas. Un contenido realmente ambicioso, y poco menos que inabarcable en la hora y media que dura un documental, que recorre los cimientos del género de fantasmas en la cultura japonesa, desde el folclore autóctono, teatro kabuki, cine mudo, los años 60 y 70 con películas fundamentales como Tôkaidô Yotsuya kaidan (Nobuo Nakagawa), Kwaidan (Kobayashi Masaki), Onibaba (Shindo Kaneto), hasta las ramificaciones adyacentes al J-Horror. Tiene la virtud de ser consciente de la imposibilidad de ser considerada como una enciclopedia, de ser exhaustiva sobre un temario al que no le habría venido mal aplicar una cierta linealidad en su discurso, puesto que enlaza artistas de performance, historiadores y cineastas, sin un aparente orden en una parcela cultural, la idiosincrasia del pueblo japonés, ciertamente fascinante.
Seven Chances
Dentro de Seven Chances nos detendremos en cuatro propuestas presentes en la sección, por un lado, en The McPherson Tapes, asistimos a la grabación casera de una celebración familiar, donde el padre documenta el evento con su nueva cámara VHS, sin saber que está a punto de capturar el primer contacto humano con vida alienígena. Material en bruto con nuevo transfer del posterior remake Alien Abduction: Incident in Lake County a cargo del mismo responsable, Dean Alioto, que viene a ser una curiosidad fílmica destinada para coleccionistas del fantástico, y que en su día fue considerada como punta de lanza del subgénero del found footage o metraje encontrado, nueve años después de Cannibal Holocaust, y diez antes de The Blair Witch Project, auténticos referentes de dicho formato. Más allá del nulo valor cinematográfico que atesora, tiene la particularidad de deambular por conceptos que pueden ser entendidos como pioneros en el tiempo de su gestación, grabación en vídeo y en una aparente única toma, y en especial por fomentar casi desde la clandestinidad, en una era pre internet, una especie de leyenda urbana sobre su supuesta veracidad. Por su parte O-Bi, O-Ba: The End of Civilization de Piotr Szulkin, nos muestra cómo tras una guerra nuclear, ochocientas personas se refugian en un búnker subterráneo, ante la imposibilidad de sobrevivir en un exterior convertido en un gran glaciar incompatible con la vida humana, esperando la llegada de un arca que los lleve a un lugar seguro y habitable. Proyección que sirvió de oportunidad para poder ver a quienes aún conserven esa virtud de índole casi personal, cada vez más extinta, de acudir a festivales de cine con el propósito de descubrir un tipo de cine poco difundido, una de las mejores películas realizadas sobre mundos distópicos y post-apocalípticos. Metafórica y absurda, esta obra maestra de la ciencia ficción y del fantástico onírico de la Europa del Este, supone la tercera parte de una tetralogía dirigida por Piotr Szulkin, que transita por Apocalipsis futuristas y deprimentes, formada por Golem (1980), The War of the World: Next Century (1981) y la posterior Ga-ga: Glory to the Heroes (1986). O-Bi, O-Ba: The End of Civilization expande dicho temario hacia conceptos tales como la religiosidad, el Arca de Noé omnipresente en la trama, la sátira política y social, en forma de alegoría de una demolición existencial a través de la agonía de un orden establecido, por entonces cercano en paralelismos al fin del comunismo en Polonia y la URSS. También importante por su condición de producto que asimila referencias estéticas, con relación a la utilización de neones azules y violetas en la fotografía de Witold Sobocinski, que nos retrotrae a imaginarios adyacentes a pilares de la ciencia ficción cinematográfica como Stalker o Blade Runner. Del mismo modo, interesante en lo concerniente a su función de expandir conceptos, esa noción de la inoperancia de la burocracia como movimiento absurdo de un sinsentido que veríamos en Brazil de Terry Gilliam, o ese final, en donde presenciamos cómo la pesadilla claustrofóbica estalla en caos, conclusión digna de la también fundamental Day of the Dead de George A. Romero, ambas películas curiosamente realizadas el mismo año que O-Bi, O-Ba: The End of Civilization.
Otra oportunidad, intuida por un servidor como impagable, de poder ver en pantalla grande un material fílmico que nos viene a decir que no todo el cine se encuentra en plataformas, ni está al alcance de nuestra mano, fue la proyección de La Venere d’Ille, film rodado en 16 mm para televisión como uno de los episodios de la serie I giochi del diavolo, que supone el último trabajo como director de Mario Bava, aquí en codirección junto a su hijo Lamberto y con Daria Nicolodi, mujer de Dario Argento, como protagonista principal. Relato situado a principios del siglo XIX que adapta una novela de Prosper Merimeée, en donde se indaga en ese gótico tan característico que explora la dualidad maldita, el fatalismo inescrutable, a través de un trabajo comedido, ya no solo ocasionado por la precariedad del marco televisivo, que curiosamente aquí le permite a Bava rodar un film a su gusto, sino por conservar unos rasgos de creatividad personal basada en una fuerza estilística, de índole más pictórico que cinematográfico, alejado de la estridencia vista en sus últimos trabajos, Lisa e il diavolo (1973), Cani arrabbiati (1974) o Shock (1977). Película que permite retrotraernos a los mejores trabajos del maestro italiano, especialmente visible en la parte final, donde la visión subjetiva de esa estatua que cobra vida, está fundamentada principalmente mediante la creación de una atmósfera, de una iluminación tenebrista en donde todo parece estar calculado, con relación a un tipo de cine que sugiere o indica más que muestra, puro cine fantástico… De un tono más lúdico que reivindicativo, fue la presencia en la sección de Los leprosos y el sexo, de ese referente en el cine de género mexicano que es René Cardona. Incursión del personaje de El Santo en el western, en una película, que como suele ser habitual en estas narrativas de tono pulp, son poco dadas a las sutilezas y el refinamiento y que en realidad es un remontaje en 4K con insertos sexploitation de Santo contra los jinetes del terror (1970). Curiosamente más sobria de lo que puedan dar a entender en un principio sus postulados, de hecho, lo más estridente y anti climático de la película termina siendo esos aparatosos añadidos de escenas sexuales, podría pasar como un western al uso si no fuera por esos manierismos en las tomas de acción, propios de la lucha libre. Tiene la particularidad de articular en el relato tropos del cine de terror, al presentar a los leprosos casi a modo de una legión de muertos vivientes, muy a semejanza del estupendo inicio de otro western, colindante desde otra vertiente a lo Weird, como es Manos torpes de Rafael Romero Marchent.
Sitges Clàssics
Aprovechando la sinergia creada por la retrospectiva Ciudad Pánico, sobre la urbe como catalizador del terror y su reciente remasterización en 4k, se pudo ver dentro del apartado Sitges Clàssics, la genial y fascinantemente excéntrica, God Told Me To. Un híbrido de géneros casi imposible, en donde podemos ver al Mal encarnado en un extraterrestre mesiánico hermafrodita bajo los rasgos del icónico Richard Lynch, que nos muestra cómo a Larry Cohen le salía bien y de fábrica este tipo de películas hace cincuenta años. God Told Me To explora terrenos ignotos, siendo al mismo tiempo un perfecto ejemplo de lo entendible como cine de guerrilla, de aprovechar de forma clandestina el rodaje en exteriores; la estupenda escena del desfile del Día de San Patricio en Nueva York es un inmejorable ejemplo de ello, a través de un estilo pseudodocumental, cámara en mano, edición brusca y actuaciones naturalistas que buscan el impacto en el espectador. Relato que parte de claras coordenadas próximas al thriller policíaco, que abraza sin complejos un fantástico que flirtea con el terror en su tramo final, ofreciendo una perversa lectura por parte del responsable de It’s Alive, del fundamentalismo cristiano. Se anticipa a algunos conceptos vistos con posterioridad en la fundamental Cure de Kiyoshi Kurosawa. Tras estar presente el pasado año con la revisión de Gandahar, les années lumière, René Laloux volvió a tener acomodo en Sitges con la extraordinaria Les Maîtres du temps, adaptación de una novela de Stefan Wul, que ejemplifica de forma modélica cómo gran parte del mejor cine de animación de los 70 y 80 vino de la mano de una unión creativa poco dada a los límites, contundente en su intento de realizar un cine a contracorriente, a través de una perspectiva filosófica y experimental, muy alejada del paroxismo del estilo hollywoodiense. Un cine europeo que llegó a ser concebido casi a modo de cooperativismo, al aglutinar una serie de autores y corrientes diversas, Jean Giraud, Jean-Patrick Manchette o Roland Topor entre otros muchos, provenientes en su mayoría de la mítica revista Métal Hurlant. Les Maîtres du temps, de narrativa casi episódica, ofrece un arte conceptual que muta en un fantástico simbólico y libre de ataduras, en relación con historias que por aquel entonces ambicionaban crear tendencia dentro del ámbito de la animación. La proyección, y la oportunidad que se le otorga al espectador de poder descubrir la obra de René Laloux, justifica por sí sola la existencia de cualquier evento cinematográfico que se precie de su condición.
Como sesión especial dentro de la sección New Visions se pudo ver Le Mépris de Jean-Luc Godard, una de las reflexiones elegíacas sobre el fin del amor más bellas que haya dado la historia del cine. Aprovechando una reciente restauración que coincide con su sexagésimo aniversario, y bajo el inolvidable adagio de Georges Delerue, Le Mépris constituye en sí mismo, como bien menciona André Bazin en la cita que abre el film, el tratado definitivo sobre cómo el cine sustituye nuestra mirada por un mundo, supuestamente acorde a nuestros deseos. Película inabarcable, también entendible como homenaje crepuscular al cine, sublimado por su autor a la hora de trascender como el relato de un dolor privado. Entre sus innumerables virtudes, imposible de analizarlas con algo de rigor en escasas líneas, destacar la apropiación que hace de la metáfora del desprecio, concepto aquí llevado más allá del desamor o incluso del odio, a modo de reinterpretación del mito de Odiseo, en donde en un mundo de apariencias solo queda el vacío y el olvido, como mucho la melancolía como epifanía de un fracaso sentimental. Como colofón a la crónica de este Sitges 2023, nos detendremos en una recuperación bastante significativa que tuvo lugar en el pase nocturno en el Auditorio el primer día del festival, a un servidor la película le estuvo rondando por la cabeza durante todo el certamen, nos referimos a Caligula – The Ultimate Cut (4K) de Tinto Brass, posiblemente la película, por diferentes motivos, más importante presente en esta edición, cuya proyección no tuvo una recepción acorde a su relevancia, por parte de un público, perteneciente a esa característica burbuja Sitges, que en su gran mayoría parece estar más pendiente de la novedad insustancial del presente que en la indagación de un material pretérito, cuyo visionado en la película que nos ocupa, ya merece la pena solo por disfrutar de su barroca escenografía faraónica. Reconstrucción completa del film a partir del material original, con imágenes inéditas y un montaje lo más encaminado posible a la idea primigenia del guion de Gore Vidal, que deviene como la sexplotation Deluxe definitiva, tanto por su discurso político-sexual, como por su salvaje tratado sobre la locura y el poder, a través de una celebración pagana que aúna a la perfección conceptos tales como lo arty y lo trash. Obra en donde confluyen imaginarios propios de Fellini, Pasolini o Jodorowsky, cuya desmesura nos muestra un tratado, a modo de pesadilla, sobre la demencia del tirano. Lo más significativo de la película termina siendo su condición de cine representativo de una época concreta, percibida en el presente como irrepetible y libre, cuya concepción y posterior exposición, sería inimaginable hoy en día.
Palmarés
Sección Oficial Fantàstic Competición
Premio al Mejor Largometraje – ‘Cuando acecha la maldad’
Premio Especial del Jurado (ex-aequo) – ‘Stopmotion’ (por su exploración creativa del lado oscuro de la creatividad) y ‘Vermin: La plaga’ (por por ser una película de monstruos poderosa y política) Premio a la mejor Dirección – Baloji por ‘Omen’
Premio a la mejor Interpretación Femenina – Kate Lyn Sheil por ‘The Seeding’
Mención especial Interpretación Femenina – Zafreen Zairizal por ‘Tiger Stripes’
Premio al mejor Interpretación Masculina – Karim Leklou por ‘Vincent debe morir’
Premio al Mejor Guion – Colin y Cameron Cairnes por ‘Late Night with the Devil’ Premio a la Mejor Fotografía – Martin Roux por ‘La morsure’
Premio a la Mejor Música – Markus Binder por ‘Club Zero’
Premio a los Mejores VFX – Frédéric Lainé, Jean-Christophe Spadaccini, Pascal Molina, Cyrille Bonjean-Jean, Bruno Sommier y Jean-Louis Autret por ‘El reino animal’
Mención especial 2 – ‘Riddle of Fire’ (porque hizo muy feliz al jurado) Mención especial 3 –’Moscas’ (por su bonita visión del lado feo de Buenos Aires)
Premios de público
Gran Premio del Público a la mejor película de la SOFC – ‘Robot Dreams’
Premio del Público Panorama Fantàstic – ‘El exorcismo de Eastfield’
Premio del Público Focus Asia – ‘Fuerza bruta: sin salida’
Premio del Público Midnight X-treme – ‘Os reviento’
Noves Visions
Mejor Largometraje Noves Visions – ‘Moon Garden’ Mención especial 1 – ‘Humanist Vampire Seeks Consenting Suicidal Person’
Mención especial 2 – ‘Halfway Home’
Mención especial 3 – ‘Mimì – Prince of Darkness’
Mejor Dirección Noves Visions – David Kapac y Andrija Mardesic por ‘The Uncle’ Mejor Cortometraje Noves Visions Petit Format – ‘The Old Young Crow’
Anima’t
Mejor Largometraje Anima’t – ‘Tony, Shelly y la linterna mágica’ Mejor Cortometraje Anima’t – ‘Ghost of the Dark Path’
Blood Window / Órbita
Mejor Película Blood Window – ‘Cuando acecha la maldad’ Mejor Película Órbita – ‘The Last Stop in Yuma County’
Méliès
Méliès de Oro a la Mejor Película – ‘LOLA’ Méliès de Oro al Mejor Cortometraje – ‘Gnomes’ Méliès d’Argent a la Mejor Película – ‘La morsure’
Méliès d’Argent al Mejor Cortometraje – ‘Cultes’
Brigadoon
Premio Brigadoon Paul Naschy al Mejor Cortometraje – ‘Ellos
Crítica
Premio de la Crítica José Luis Guarner al Mejor Largometraje SOFC – ‘La teoría universal’
Premio Citizen Kane al Director Revelación – Stéphan Castang por ‘Vincent debe morir’
Premio al Mejor Cortometraje SOFC – ‘I’m Not a Robot’
CARNET JOVE
Mejor Película Sección Oficial Fantástico a Competición – ‘La morsure’ Mejor Película Sitges Documenta – ‘Kim’s Video’
SGAE Nova Autoría
Mejor Dirección – Mikel Garrido (ESCAC) por ‘Tenemos patria’
Mejor Guion – Karen Joaquín (ECIB) por ‘O que me parta un rayo’ Mejor Música Original – Márcio Echevarria (IDEM Barcelona) por ‘The Sun Thief’
Noves Visions, sección ya con veinte años de existencia, volvió a ser un año más ese agradecido reducto temático destinado a cinematografías y autorías distantes de convencionalismos, algo que en la mayoría de los casos se materializa en un apartado con cierta autonomía con relación a articular según qué tipo de coordenadas apartadas en un principio de lo preestablecido. Estamos pues ante una serie de películas en donde el concepto genérico tiende a esparcirse hacia parcelas supuestamente colindantes al fantástico, abriendo nuevas vías discursivas que devienen tan infinitas como complejas, especialmente en lo concerniente a las relecturas conceptuales que nos llegan a ofrecer.
De cinematografías poco proclives al fantástico, como la chipriota, pudo verse la estimulante Embryo Larva Butterfly de Kyros Papavassiliou, relato utópico de narrativa fragmentada que indaga en lo relativo a existencias no lineales, a través de una historia que gira en torno a la paradoja temporal. Al igual que la comedia fantástica referencial Groundhog Day de Harold Ramis, pero pasado por el filtro argumental del Kramer vs. Kramer de Robert Benton, la temporalidad arbitraria no deja de ser una excusa en donde los protagonistas deben descifrar el momento exacto de su vida: pasado, presente y futuro en el que se despiertan cada día. Lo realmente importante vendrá dado por las complicaciones que se derivan de ello, aquí centradas en un drama sobre problemas y decisiones adyacentes a la pareja, premisa sobre anomalías que recuerda en algo a los primeros trabajos de Yorgos Lanthimos, especialmente con relación a una puesta en escena aséptica y minimalista que hace que estemos ante una gélida historia de amor, aquí encaminada hacia un tono filosófico que explora conceptos supuestamente trascendentales como la mortalidad y la existencia. Como buen relato de características weird, su tratado sobre lo insólito hubiera requerido algo más transgresor. Por su parte, el sangriento cuento de hadas In My Mother’s Skin de Kenneth Dagatan, se adentra en texturas cercanas a la tradición regional mediante un relato colindante a un folk horror, que evoca oscuras fabulas de la infancia situadas a medio camino entre la pesadilla de los cuentos y la alegoría histórica. También interesante por su adscripción al gótico familiar, la acción se sitúa en una finca rural de Filipinas durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, poco antes de la derrota de las fuerzas de ocupación japonesas, ese subtexto sobre el fascismo, adherido al imaginario fantástico de seres mitológicos, nos deriva inevitablemente al El laberinto del fauno de Guillermo del Toro o a una suerte de analogía oriental del concepto de Hansel y Gretel, con relación a una película que tiene la virtud de no perder nunca de vista el contexto en el que se inscribe. Otro relato sugerente, aunque algo menos afortunado, vendría a ser Moon Garden. Con la excusa argumental de ver a una niña de cinco años en coma a causa de un accidente, y partiendo de ese postulado universal que es Alice in Wonderland respecto a imaginarios escapistas de infantes, el film de Ryan Stevens Harris articula una variante de referentes visuales que van desde el Labyrinth de Jim Henson, MirrorMask de Dave McKean, Silent Hill, Alice de Švankmajer o Mad God, del homenajeado en el festival este año Phil Tippett, entre otros. Es una lástima vertebrar la historia a través de dos conceptos: fantasía y realidad, demasiado equidistantes, ocasionando un cuestionable desequilibrio de narrativas, si el primero funciona en lo concerniente a su condición de stopmotion pesadillesca expuesta a modo de versión Steampunk de la magnífica Paperhouse de Bernard Rose, el segundo apartado naufraga casi por completo con relación a una mal disimulada redundancia que transita lo real.
La representación patria en la sección de este año vino de la mano de la modesta, pero estimable La última noche de Sandra M. de Borja de la Vega, película que se sumerge en el relato de ficción especulativo sobre las últimas horas de vida de la malograda actriz del destape Sandra Mozarowsky. De un talante teatral a nivel escénico, y más próximo a un ejercicio de imaginación objetiva que un biopic al uso, el film encierra bajo los postulados de crónica negra una sugerente doble lectura a modo de tratado de terror como noción básica, en donde visitas y llamadas amenazantes de origen anónimo actúan como una herramienta simple y efectiva a la hora de mostrar la transición española, o el tardofranquismo como una entidad no material que imposibilita los sueños de la joven protagonista. Reinterpreta de forma curiosa conceptos ya vistos en Blonde de Andrew Dominik, funcionando relativamente bien, como obra opresiva y claustrofóbica próxima a una pesadilla que nos traslada a una especie de home invasión anclada en un perpetuo y poco complaciente estado mental. Por relatos femeninos fragmentados también discurrieron dos propuestas lastradas por modismos del presente como fueron Humanist Vampire Seeking Consenting Suicidal Person y My Animal, ambas películas lo hicieron a través de unas coordenadas genéricas bastante predecibles. La ópera prima de Ariane Louis-Seize recurre al relato vampírico desde una vertiente moderna que recoge lo peor de subvertir dicha mitología a un cine independiente contiguo a la comedia adolescente de tono naif. Dilema existencial sobre inadaptados, la incomprendida vampira y el suicida, más cercano a la intrascendencia de productos tan en boga hoy en día como A Girl Walks Home Alone at Night o What We Do in the Shadows, ambas del 2014, que a la transgresión inherente en dicho subgénero visto en películas como The Velvet Vampire (1971), Martin (1977), Nadja y The Addiction (1995), por citar solo cuatro ejemplos que nos venían a decir que desmitificar leyenda y realidad era un signo de valentía y originalidad, postulado situado en las antípodas de un producto tan complaciente y, por momentos cursi, como es Humanist Vampire Seeking Consenting Suicidal Person. Algo menos irritante pero igual de fallida resultó My Animal, otro debut en el largometraje por parte de la realizadora Jacqueline Castel, sobre gente marginada adherida al relato fantástico, en esta ocasión amparándose en el concepto de la licantropía, como eje narrativo por donde circula la alegoría del despertar sexual adolescente. Articulaciones narrativas que representan un subgénero en sí mismo, al vincular el consabido coming of age made in Sundance a una historia de trasformación animal, aquí consagrada a la manida historia sobre jóvenes con problemas de adicción, o con inclinaciones LGBTQ+ que se ven obligados a quedar al margen de una sociedad que no comprende sus necesidades o deseos, el elemento fantástico hará acto de presencia a modo de catarsis, en un relato carente de cualquier tipo de ambigüedad, algo que la sitúa a años luz, con respecto a su complejidad, de la mejor película de hombres lobo centrada en mujeres, Ginger Snaps (2000), cinta curiosamente también filmada en Canadá.
El western, o algunos de sus conceptos contiguos, tuvo una doble presencia en Noves Visions, por un lado The Last Ashes vino a confirmar una preocupante tendencia en un género hoy entendido como residual, el film de Loïc Tanson, un neo wéstern vinculado al folk que nos sitúa en el Luxemburgo de 1854 al igual que Brimstone (2016), también presente en el certamen hace unos años, utiliza unas coordenadas genéricas preestablecidas a la hora de orbitar por una serie de demandas actuales que intentan indagar en relación con la yuxtaposición de tramas de índole feminista víctimas de un patriarcado representado en la historia como atroz. Más próxima a un relato colindante al militarismo que a lo entendible como Weird, lógica definición que hibrida dos géneros en un principio tan antagónicos como el western y el fantástico, la película se desarrolla a modo de un convencional rape & revenge, que termina siendo bastante más complaciente de lo que pretender dar a entender en principio. Más lógica, dado su riesgo conceptual, fue la presencia en la sección de Where the Devil Roams, un American Gothic de claras resonancias performativas, a cargo de la familia Adams, la madre Toby Poser, el padre John Adams y las hijas Zelda y Lulu, involucrados en diferentes parcelas de la producción. Relato tan vanguardista como autoral, que hace uso de una fantasmagoría casi artesanal salpicada de barro, con relación a una historia narrada a modo de road movie que nos muestra la travesía sangrienta de una familia de artistas ambulantes por los Estados Unidos en plena época de la Depresión. Cambiando continuamente de texturas en blanco y negro a tonalidades descoloridas y subexpuestas, Where the Devil Roams atesora la virtud de darle un sentido al término cine independiente, y lo hace en lo concerniente a la aproximación que hace de lo temático desde el ángulo estrictamente más estético. Por su parte la estimable The Vourdalak de Adrien Beau, como hizo en su día Mario Bava en la estupenda I tre volti della paura, adapta el clásico cuento de Alekséi Tolstoi con el encanto que puede proporcionar la posibilidad de ver en una pantalla de cine una pieza de naturaleza casi arqueológica que se desarrolla en lo relativo a audaces formas escénicas, la mayoría de ellas derivadas de una teatralidad, en donde los actores se expresan más a través de los cuerpos que de las palabras. Película extravagante, en el buen sentido de la palabra, con cierto aroma a experimento de texturas retro que enlaza con ese terror gótico clásico del Este europeo de los años 60, en donde solía imperar una fuerte noción de la artesanía entendida como arte escénico. Con un sentido incuestionable de la honestidad, Adrien Beau se muestra hábil en lo relativo al ensamblaje de ciertos códigos del género de terror autoral, aquí desarrollados a través de una oscura sinergia que conecta la institución familiar con el vampirismo.
Al igual que la estupenda y algo más sofisticada Zora de Dalibor Matanic, presente en el festival en 2021, la también croata The Uncle de David Kapac y Andrija Mardesic (Premio a la Mejor Dirección) vino a ser una de las grandes películas metafóricas vistas este año en Sitges, especialmente en su exposición de una forzada disfuncionalidad familiar dentro de un contexto histórico, que conecta tanto con Croacia, como con Serbia y el posterior descontrol de la extinta Yugoslavia. Bajo la apariencia de un oscuro thriller con toques de un humor asfixiante, que mira sin disimulo a imaginarios que parecen surgidos de la mente de unos primerizos Michael Haneke, en especial su Funny Games, o Ulrich Seidl, el relato, que juega en todo momento al desconcierto y la incomodidad, nos muestra una celebración familiar navideña situada en la Yugoslavia de los años 80, en la que el tío llega desde Alemania, premisa que resulta ser cualquier otra cosa de lo que en un principio da a entender. El mérito de la propuesta vendrá dado por su función alegórica en diversos frentes que terminan por entrelazarse, especialmente el relacionado con una serie de dinámicas familiares origen de la autodestrucción, también en mostrar la Navidad como concepto subliminal que ataca nuestro subconsciente. Menos justificación en la sección tuvo Pandemonium, cinta del artista multidisciplinar francés conocido con el seudónimo de Quarxx. Presente hace unas ediciones con la interesante Tous les Dieux du ciel (2018), Pandemonium nace de la unión de tres cortos del autor, que pretende a través de curiosas referencias pictóricas tener una conexión argumental sobre el tránsito y origen de almas condenadas al infierno. Tomando en consideración la estructura episódica insertada en el largometraje que siempre ha sido irregular dada su propia naturaleza, el film de Quarxx lo es doblemente. La unión de sus segmentos, en términos de agrupación temática resulta muy cuestionable, en especial en lo concerniente a tonos y narrativas que terminan siendo demasiado equidistantes entre sí; uno de los episodios podría pasar perfectamente como anuncio concienciador contra el bullying, mientras que el otro, el más afortunado, parece surgido de estéticas propias de imaginarios cercanos a Clive Barker. Obra fallida que solo despierta cierta curiosidad en relación con su vocación de experimento. Puestos a buscar semejanzas, queda muy alejada en conceptos y resultados de las películas de antología de la Amicus, relatos que venían a explicar prácticamente lo mismo desde una perspectiva más simple y efectiva. El cierre de la sección vino de la mano de Kim Jee-woon con Cobweb; el autor, viejo conocido del festival y responsable de obras referenciales del cine coreano moderno como A Tale of Two Sisters (2003) o I Saw The Devil (2010), cuya presencia en Noves Visions fue percibida como algo controvertida, tanto en relación a su dudosa adscripción al fantástico, como por ser la obra supuestamente subversiva que algunos han querido ver en ella a modo de ejercicio de fabulación metafílmica, contada a través de una trama situada en los años 70, en donde se muestra a un director de cine obsesionado con volver a rodar el final de su película recién terminada. En realidad Cobweb, producto cercano a ser una metafarsa de condición supuestamente terapéutica, con relación a la creación cinematográfica, no deja de ser la deriva de un autor que ha intentado volver de forma infructuosa a unos parámetros de comedia algo más sofisticados con respecto a los que debutó, The Quiet Family (1998) o The Foul King (2000), para terminar ofreciendo un ejercicio poco convincente y de excesiva autocomplacencia que dejará a la mayoría de espectadores preguntándose sobre el significado real de lo que trata de contar.
Sobre autorías en mayor o menor medida consagradas dentro del circuito de festivales, se pudo ver el nuevo trabajo de la austriaca Jessica Hausner, realizadora que regresaba a Sitges 19 años después de estar presente con la sugerente Hotel y ya con la etiqueta de ser una presencia habitual en los festivales de clase A, al haber abrazado proyectos de una proyección internacional de mayor envergadura, como en su anterior film Little Joe o Club Zero, película en donde se atisban constantes ya presentes en el ideario fílmico de la autora, a través del análisis, desde una perspectiva que linda con la sátira de los dogmas y los supuestos males adyacentes al Occidente contemporáneo. En Club Zero, Hausner vuelve a recurrir a una suerte de distopía acerca de nuevas religiones de nutrición saludable a modo de neurosis colectiva en donde se forman a autómatas anoréxicos. Lástima de un frío y aséptico dispositivo formal que dada su obviedad, en contraposición con lo encriptado de gran parte de su obra, diluye casi por completo la paradoja o denuncia, aquí podría ser tanto la técnica del mindfulness, como el dejar de comer a modo de posicionamiento anticapitalista expuesto desde el propio capitalismo, tesis que pretende ser divertida; Lourdes (2009) funcionaba muy bien en dicho aspecto, en relación con una historia que, sin embargo no dejaba de dar vueltas sobre sí misma, reiterando conceptos supuestamente cínicos e irónicos de la mano de una realizadora cuyo nivel de inteligencia crítica aquí bordea de forma algo peligrosa el subrayado. Por otra parte resulta curioso, cuando menos, que un director como Takeshi Kitano, Shinya Tsukamoto también entraría en la ecuación, ya no cotice, ni falta que le hace, en el ecosistema de festivales de cine. La esplendida Kubi, inspirada en los hechos reales conocidos como el incidente Honnō-ji ocurrido en 1582, es bastante más que la ostentación de un delirio consensuado o una deconstrucción del chambara que muchos han querido ver en ella desde su première mundial en el pasado festival de Cannes. Como lo fue en su día Zatoichi, Kubi es una película deliberadamente incomprensible, aquí aún más desaforada y liberada del temor a la muerte, o sea, es para bien puro ‘Beat’ Takeshi. Hablando de cotizaciones, esta vez al alza en según qué círculos, la de Yorgos Lanthimos parece estar en plena ebullición, Poor Things, después de triunfar en Venecia fue uno de los platos fuertes de este Sitges 2023, una relectura del mito de Frankenstein en clave de fábula liberadora sobre una mujer que conforme evoluciona, anhela dicha condición y status. En realidad, estamos ante una película que pretendiendo ser poco ortodoxa acaba siéndolo, como resultado de una liviandad y obviedad inhabitual en el cine de su autor, aquí enmascarada por un agradable visionado, su estructura visual nos remite a imaginarios propios de Terry Gilliam o unos primerizos Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro. Adaptando la novela de Alasdair Gray, estamos ante un relato de subjetividad femenina que puede funcionar como comedia gótica retro futurista, en donde el sexo se convierte en una herramienta de poder, pero no funciona tan bien a la hora de requerir una trasgresión formal, aquí el humor ya no nace de la incomodidad, algo que era una seña de identidad del autor, tanto en sus inicios, Canino o Alps, como en trabajos de una proyección ya más amplia, Langosta o The Killing of a Sacred Deer. Puestos a ser algo maliciosos, ante un film en donde se percibe una voluntad política cuestionable, podríamos estar ante una suerte de reverso conceptual de Barbie de Greta Gerwig.
En un año plagado de testamentos fílmicos por parte de referentes, The Boy and The Heron, la nueva producción del Studio Ghibli inspirada en una novela de Genzaburo Yoshino, se vislumbra como un ejercicio derivado de la observación, donde la expresividad de las imágenes limita con la abstracción que vuelve a imbuir de magia un entorno que abarca tanto lo grandilocuente como lo minúsculo. Como suele ser habitual en una figura de la importancia de Hayao Miyazaki, la fantasía vuelve a cuestionar condición y realidad, a través de dicho statu quo el maestro, que siempre tendrá algo que decirnos, nos habla sobre el duelo y la tragedia infantil en relación con el drama personal, aunque no deja de ser en sí mismo una celebración ¿final? de un imaginario consustancial, aquí provisto de la mejor caligrafía del estilo de su autor. Con respecto a otros festivales, Sitges cuida con cierto esmero su selección de película de clausura, por consiguiente, Dream Scenario de Kristoffer Borgli fue una digna elección, estimulante película que sortea con bastante austeridad cuestionables antecedentes como Ari Aster, A 24, a la hora de exponer el concepto de la pesadilla del individuo gris como un mal social, y como todo ello puede llegar a ser interpretado a modo de simulacro de un mundo supuestamente feliz. Relato que brilla con relación a temarios que invitan a la reflexión, que cuestiona cierta masculinidad al mismo tiempo que rescata la acidez inherente en la comedia existencial vista, por ejemplo, en la anterior Sick of Myself, aquí también con relación a una voraz crítica hacia lo efímero o la cultura de la cancelación, funcionando por momentos mejor como película de terror que como supuesta comedia negra. Además, constatar después de mucho tiempo que Nicolas Cage, traspasando su condición de subgénero propio, sigue siendo un gran actor.
Sección Panorama: El fantástico como constante
La sección Panorama continúa siendo ese agradecido reducto dedicado a una serie de películas cuya adscripción al género no admite dudas; evidentemente dicha sección deriva en un conglomerado donde impera por encima de todo, más como virtud que como deficiencia, la serie B. A tal respecto, Suitable Flesh viene a ser un disfrutable intento de resucitar la Empire y a Stuart Gordon a través de aquellas placenteras e imposibles adaptaciones de relatos de H.P. Lovecraft como Re-Animator, From Beyond o Castle Freak. Propósito concentrado en la presencia de Barbara Crampton y el guionista Dennis Paoli. Se agradece que no se detenga únicamente en la nostalgia retro, dando la sensación de ser más un loable esfuerzo que una simple condescendencia genérica. Por su parte la ópera prima de Anna Zlokovic Apéndice, es otra película de género consciente de sí misma, de una condición, que en esta ocasión indaga en temáticas algo más actuales, y lo hace a través de coordenadas como body horror, el concepto Body Snatchers o la referencia al Basket Case de Frank Henenlotter. A medio camino entre el ingenio y la distensión genérica, se permite el lujo de ser una pervertida metáfora, sin ínfulas ni militarismos, sobre ansiedades e inseguridades varias adyacentes al imaginario femenino.
El mexicano Jorge Michel Grau ya había dado buena cuenta en Somos lo que hay de la disfuncionalidad familiar ubicada en escenarios precarios; en Rabia, secuela espiritual de su anterior drama caníbal, vuelve a fijar una narrativa en una periférica urbe mexicana, aquí casi apocalíptica, también en núcleos familiares desestructurados, pero lo hace bajo conceptos algo más clásicos como la licantropía. Partiendo siempre de la metáfora y las segundas lecturas, la película reinterpreta a través de conceptos fantásticos nuestra realidad, lástima de una narrativa percibida como abrupta en lo concerniente a intentar hibridar drama y fantasía, la furia o pulsión derivada de esta última, noción característica adyacente al imaginario de la licantropía, que quedaba mejor expuesta en otra película latinoamericana, As boas maneiras de Marco Dutra y Juliana Rojas, con relación a relatos que inquieren en la observación social ensamblada a elementos fantásticos. Por su parte Hideo Nakata volvía a Sitges 24 años después de presentar en 1999 las dos primeras entregas de The Ring. En la disfrutable, y por momentos delirante, The Forbidden Play, se intuyen algunos indicios de vida en el J-horror, algo muy de agradecer después de décadas de absentismo, tanto por parte del subgénero como del propio autor. Dentro del tono liviano por el que transita la película, que intenta evitar lugares comunes, funciona relativamente bien a modo collage en donde se integra, un terror deudor del ideario de Pet Sematary, comedia y melodrama. A tal respecto, estamos ante un film que convendría contextualizar de forma adecuada, especialmente si nos fijamos en comparación, no a unos inicios ya referenciales, y sí a una última etapa por parte del responsable de la extraordinaria Dark Water de un claro talante alimenticio.
Cine patrio: Referentes consolidados
Fue bastante congruente que la inauguración de este Sitges 2023 recayera en un producto tan convincente como Hermana muerte de Paco Plaza, película que constituye el mejor, y más austero trabajo del realizador español que mejor ha sabido indagar a través de coordenadas genéricas en iconografías contiguas a la historia socio-cultural de nuestro país, un autor, cuya madurez en el manejo de códigos narrativos del horror, le permite tener una fe ciega en sus imágenes, Hermana muerte es una buena muestra de ello. Relato de tono tenebroso expuesto a plena luz del día, que transcurre en el año 1949 en un convento de monjas, que tiene el doble mérito de confirmar una autoría que le hace solventar y trascender en varios apartados por los que transita, primero como producto Netflix, y segundo como obra independiente del referente, a modo de precuela que es de Verónica, en realidad más deudora de ¿Quién puede matar a un niño? respecto a recrear ambientes siniestros en escenarios luminosos, también cuenta con el beneplácito de salir airoso de una temática tan explotada en la actualidad como es el terror religioso. Solvente en lo formal, atesora un espléndido clímax que la sitúa entre lo mejor del fantástico español de los últimos años. Por su parte, La sociedad de la nieve, película que recrea la tragedia del accidente aéreo de los Andes de 1972, deja claro que en el cine no existen temas trillados, sí autorías, como la de J.A Bayona y su emotividad llevada a la hipérbole, camuflada como viene siendo habitual por una inmaculada ejecución técnica. Puestos a elegir una versión sin violines de la historia, un servidor siempre estará a favor, tanto del Supervivientes de los Andes de René Cardona, como de la efectiva Alive! de Frank Marshall.
Uno de los platos fuertes dentro de la animación visto este año en Sitges fue el nuevo trabajo de Pablo Berger Robot Dreams, película que recurre al uso de ese tipo de relatos, aquí sin diálogos, situado a medio camino entre imaginarios infantiles y adultos, que nos habla sobre la complejidad que anida en la amistad, a través de una historia que expone la emotividad desde el punto de vista de la contención, amparándose en esencia en el poder de la mirada y la música. A tal respecto, no sorprende que un cineasta de las características de Berger no se conforme con transitar por trazados y formatos convencionalistas, en realidad una actitud consecuente al optar por experimentar con otras formas posibles de la imagen, ya lo hizo con Blancanieves, plasmada en coordenadas del cine mudo. En Robot Dreams, a través del icónico paisaje urbano del Manhattan de los años 80, y ayudado por una limitada expresividad, se maximiza la fuerza emocional de cada simple gesto de sus protagonistas, aquí volvemos a las referencias del cine mudo, en esta ocasión el cómico. El resultado final, o el trayecto que nos lleva a dicho punto no importa tanto como las cuestiones y posteriores reflexiones que esta interesante película nos llega a plantear. Otra película patria importante este año en el festival fue La espera, tercera película de F. Javier Gutiérrez en donde recurre, al igual que en su opera prima 3 días, a un escenario árido y solitario que nos sitúa en la Andalucía de los 70 a la hora de abordar un thriller rural patrio de época con alma de western, que abraza la locura y pulsión de la España profunda, y que transmuta en su parte final, desde el conocimiento de coordenadas genéricas por parte del responsable de Rings, en un disfrutable Folk Horror clásico de manual. Tan sólida en la utilización de su despliegue atmosférico, como algo predecible con relación a su viraje narrativo, se agradece, sin embargo, su determinación a la hora de no ser esclava de contenidos desmarcados del género. Como colofón a esta segunda crónica del festival nos detenemos brevemente en la fallida La ermita de Carlota Pereda, producto que no deja de ser una lógica consecuencia de querer elevar por encima de sus posibilidades líquidas autorías intuidas aún como embrionarias. Película de una resolución narrativa alarmante, que recuerda en parte a ese cine español fantástico enquistado en la indeterminación genérica de finales de los 90, y que se explica a la perfección revisando su anterior film, Cerdita. Mucha curiosidad por parte de un servidor por ver cómo el buenismo y el nepotismo instalado en la industria y crítica patria logra mantener el hype creado.
Del 5 al 15 de octubre, con unas temperaturas más propias de la temporada estival, tuvo lugar la 56 edición del Festival de Sitges, un año marcado por una definitiva vuelta a la normalidad, después de unas últimas ediciones que se vieron afectadas en diferentes parcelas, principalmente como consecuencia de las restricciones provocadas por la pandemia y todo lo relacionado con ello. Sitges 2023 volvió a transitar por unas reconocibles señas de identidad plagadas de claroscuros, especialmente con referencia a su labor como certamen de un indudable talante popular, en ocasiones excesivamente encaminado al evento, que por momentos dio la sensación de estar demasiado preocupado en proclamas de éxito respecto a la afluencia de público, con relación a una justificación percibida como burocrática, algo que no deja de ser contradictorio en lo concerniente a otros ámbitos y apartados de un festival que, entre otras cosas, propone una generosa selección de títulos de tono heterodoxo, dirigidos al riesgo y la experimentación, también con referencia a ofrecer la oportunidad de poder visionar clásicos del género en pantalla grande, apartado este año potenciado con un mayor número de títulos. También como función meritoria, señalar su decidida apuesta por seguir ofreciendo publicaciones en papel, este año por partida doble, a través de los ensayos colectivos: Ciudad Pánico. Morfologías urbanas del horror y Mistress of Fan. Monstruos, criaturas y pesadillas engendrados por ellas.
Como inabarcable cajón de sastre genérico que siempre ha sido, Sitges volvió a ofrecer diversas actividades paralelas a un público que regresó de forma generosa a las cuatro salas habilitadas para la ocasión, más una quinta improvisada a última hora por problemas de infraestructura para la sección Brigadoon. A la hora de hacer un balance general de lo que fue este Sitges 2023, a nivel de selección, señalar el regreso de unos viejos déficits intuidos ya casi como endémicos, visibles desde hace varios años, principalmente el referido al difícil equilibrio a la hora de poder cuantificar y cualificar el elevado número de películas en el festival, algo que en realidad no tendría que suponer un problema en sí mismo, en cierta manera no deja de ser una ventaja para el espectador tener la opción de poder elegir qué querer ver, más discutible puede resultar que ello ocasione la renuncia a poder acceder a determinados títulos, o algo más importante, prescindir de unos casi inexistentes Q&A o justificar una determinada cifra de películas en relación con una selección percibida como algo mecanizada y poco clarificadora, especialmente con relación a un criterio que da la sensación de estar concebido a la carta, con base en una cuadratura, intuida como meramente estadística, en la medida de darles un lógico sentido de ubicación y temática en las distintas secciones del festival.
A continuación, y cambiando el modelo de crónica de antiguas ediciones publicadas en el portal, el análisis y la perspectiva generada desde el tiempo y la reflexión de todo lo que dio de sí este Sitges 2023, a través de cuatro extensas entregas.
Sección oficial: El fantástico discordante
Asentamientos y nuevas vías
Lo más interesante visto en este Sitges 2023 vino de la mano de esporádicas reformulaciones y un cierto resurgimiento de cinematografías en estado embrionario desde hace tiempo, así la ganadora a la Mejor Película, la argentina Cuando acecha la maldad, fue una de las pocas cintas presentes este año en el certamen que intentó indagar en el terror sin ningún tipo de ambivalencias disuasorias. Demian Rugna, que tan buenas sensaciones nos había dejado en su reivindicable Aterrados, nos muestra a través de unas coordenadas genéricas reconocibles como es el cine de posesiones demoníacas, un tratado sobre el mal expuesto, casi en tiempo real, a modo de una infección de alcance colectivo que hace estragos en un asfixiante y hostil escenario rural, espacio donde cohabitan masculinidades violentas y mitologías populares. Cine que recuerda, dada su ausencia de concesiones, a aquella corriente de extremismo francés surgido a principios del 2000 que no denotaba inconsistencias en su planteamiento. Al igual que aquellas, Cuando acecha la maldad intenta sin temor ir más lejos en su condición de violento y caótico relato de terror. Otra película que se ampara en el exceso, en el buen sentido de la palabra, y con el principal referente de la estupenda Ghostwatch, fue la australiana Late Night with the Devil, historia que sustituye el terror en tiempo real por una suerte de found footage de tono vintage que nos traslada a los años 70. No tan original como se ha comentado, la película carece de cierta credibilidad y realismo con relación a la utilización de sus dispositivos formales, sin embargo tiene la virtud de evitar subrayados narrativos proclives a dicho formato, desplegando una ingeniosa mirada sobre la fascinación y credulidad de América por lo oculto y las consecuencias que acarrea el anhelo de éxito bajo cualquier tipo de circunstancias. Situada a medio camino entre Network y Rosemary’s Baby, y pervirtiendo el concepto del reality show, el film de Cameron Cairnes y Colin Cairnes, que cuenta con un extraordinario David Dastmalchian, por fin en un papel principal, atesora uno de los clímax mejor llevados en relación con su puesta en escena del reciente cine de terror. Por su parte The Theory of Everything del alemán Timm Kröger vino a ser una peculiar celebración de los clásicos y sus referencias. Ciencia-ficción europea de aplicado tono vintage que tiene la virtud de no desentonar a la hora de hibridar conceptos en un principio antagónicos, tales como integrar el multiverso y las paradojas espacio-temporales en coordenadas de cierto cine negro Hollywoodiense de los años 60, también en películas más recientes como, por ejemplo, Europa de Lars von Trier, en relación con una estética de fantasía en blanco y negro, que utiliza imágenes monocromáticas de alto contraste, ubicado en el contexto de la posguerra. Un sugerente pulp cuántico que sin embargo da la sensación de ser más efectista que convincente, impoluto en lo concerniente a su condición de ejercicio de estilo referencial, no tanto con relación al desarrollo de una deriva narrativa, críptica en el mal sentido del término, causada por la desmesura de sus intenciones.
Dentro de la compleja labor de poder llegar a discernir alguna nueva corriente dentro del fantástico actual hay dos apuntes a destacar, primero, el asentamiento de un determinado cine francés que abordaremos más adelante, y segundo, un tímido resurgimiento del terror asiático, subgénero en estado aletargado desde hace muchos años, a tal respecto la ópera prima de Yûta Shimotsu Best Wishes to All parte de uno de los conceptos argumentales más originales vistos este año en Sitges, al generar una serie de imágenes y situaciones insólitas, lindando con el terror, que hacen que la historia vaya en todo momento por delante del espectador, y no al revés. A medio camino entre lo extraño del cine de Kiyoshi Kurosawa y un trazo bizarro digno de un Hitoshi Matsumoto o Junji Ito, Best Wishes to All cuestiona la estabilidad familiar y el sacrificio generacional que conduce a una supuesta armonía social. Su condición de rara avis, como relato alegórico que se sustenta en lo inaudito, no indica que estemos ante una película que abra nuevas vías dentro del ahora extinto J-Horror, posiblemente sí sea reconocida como vía alternativa del resurgimiento de ciertas autorías asiáticas periféricas, que intentan indagar desde la introspección en ese otro cine fantástico. Otra cinematografía aletargada en los últimos años es la del terror proveniente de Corea, género que supuso a principios del 2000 un auténtico boom a un nivel industrial, más que autoral. En Sleep, al igual que Best Wishes to All, no se establece una clara adscripción al género de terror, la etiqueta de película de misterio sobre ansiedades varias de la vida en pareja que ocasionalmente mira sin disimulo a la comedia, sería algo más preciso. La ópera prima del guionista y director Jason Yu, al igual que The Machinist de Brad Anderson, o Come True de Anthony Scott Burns, entre otras, parte de una premisa interesante, como es el conflicto originado por desórdenes del sueño, en este caso el referido al sonambulismo, y cómo a través de él, nuestros peores miedos pueden cobrar vida mediante la ambigua paranoia que los protagonistas sufren por dicha anomalía. Película que, conforme avanza muta hacia coordenadas más genéricas y predecibles, como el cine de posesiones y escenarios encantados, algo que irremediablemente hace que esa tensión inicial quede bifurcada, y en parte diluida, en otros apartados intuidos como más artificiales, con todo, un debut prometedor.
Como colofón a este primer apartado, dos propuestas destacaron por encima del resto de películas presentes en la Sección Oficial a concurso en este Sitges 2023, por una parte, la cinta canadiense Les chambres rouges, film que pervierte conceptos tales como el drama judicial, las serial killer groupies y las derivaciones del true crime, mediante la fascinante disección de un personaje sumido en la obsesión. Al igual que en Kissed (1996) o Dans ma peau (2002) en Les chambres rouges asistimos al desarrollo de una oscura patología, con relación a una historia que tiene la gran virtud de estar continuamente incumpliendo las expectativas del espectador, narrativas en donde sus protagonistas descubren que hay lugares que una vez que los visitas, es muy difícil volver. La película de Pascal Plante termina siendo un fascinante thriller autoral que cobra vigencia en unos tiempos marcados por el voyerismo morboso y el capitalismo de vigilancia. Relato que comienza con una disección del tropo del asesino en serie, evolucionando hacia un psicodrama centrado en dos mujeres que orbitan en una historia que canaliza hábilmente la esencia del horror social anexo a internet y el concepto de la perversidad de la imagen, funciona también como estudio sobre la preocupación enfermiza de la sociedad por el mal. Desafiante también podría considerarse la trayectoria de Bertrand Mandico, Conann viene a ser una inclasificable reinterpretación del personaje de Robert E. Howard a modo de demencial parábola Faustiana de tono glam. El responsable de la también fascinante After Blue, como cineasta experimental que es, sigue a lo suyo, ofreciéndonos siempre algo divertido mediante las subversiones de género, la sensación intencionadamente barroca de su estética, y el sentido de la inmersión en un espectáculo visual que no excluye al espectador con predisposición a su cine. Inalterable a la hora de deformar personajes y narrativa contiguos a la cultura pop y el exceso mediante la ostentación de su puesta en escena, el cine de Bertrand Mandico deviene como una autoría sofisticada, y hoy por hoy inimitable, que aúna lo indefinido y lo kitsch, su visionado en bruto justifica el cine como experiencia única.
Reformulaciones y el nuevo cine fantástico social francés
Como últimamente viene siendo habitual, varias fueron las propuestas vistas en este Sitges 2023 que intentaron reconfigurar patrones genéricos que han tenido una presencia destacada en el fantástico pretérito y contemporáneo, nos detendremos en dos películas que discurren por ese ideario de una forma cuestionable. Riddle of Fire, del debutante Weston Razooli, pretende recuperar conceptos de la aventura infantil como perpetuo happy place. En el film vemos como tres niños que intentan descifrar el control parental de su videoconsola tendrán que dar con la receta de la tarta de arándanos perfecta para el cumpleaños de su madre convaleciente, y así, a modo de premio, poder acceder al juego. Riddle of Fire recurre en todo momento a una narrativa adyacente y deudora de la cultura popular, la trama apela al lenguaje del videojuego, también a una suerte de fábula infantilizada de tono medieval, el problema surge al comprobar como aquí la mirada, de un claro tono hipster, intenta situarse por encima de la complacencia que pretende mostrar, intentar presumir de rodar en 16mm, o acabar el relato bajo los acordes musicales del Cannibal Holocaust de Riz Ortolani a modo de guasa, no significa forzosamente ser el más listo de la clase, mucho menos estar a la altura de los clásicos cinematográficos en los que se sustenta. Más deficitaria, aún si cabe, resulta There’s Something in the Barn, película que atesorar una crisis de identidad galopante en sus obviedades genéricas, poniendo de manifiesto que no es una idea acertada que cinematografías nórdicas indaguen en conceptos consustanciales del fantástico occidental, como ya se pudo comprobar en Rare Exports: A Christmas Tale de Jalmari Helander. Aquí la principal referencia sería la comedia de terror navideña en la que se sustentaba el Gremlins de Joe Dante, aunque en realidad el film de Magnus Martens, pese a recurrir a una cierta tradición local, orbita en todo momento alrededor del tópico que busca por encima de todo la condescendencia del fan, sin saber muy bien adecuar a qué tipo de audiencia se dirige, pues resulta algo violenta para un público infantil y excesivamente naif para un espectador pretendidamente adulto.
De fallidas reformulaciones también anda sobrada la ópera prima del francés Romain de Saint-Blanquat, La Morsure, película que pretende deambular a través del concepto de lo impredecible e inconcreto, lo hace a modo de artefacto de consonancias arty que también intenta alardear de referencias genéricas. Posee cierto aroma de Giallo, aunque citar como principal antecedente el cine vampírico de Jean Rollin le hace un flaco favor, al quedar todo en un propósito de fantasmagoría que circunvala conceptos dramáticos, como el coming of age, el angst juvenil y la correspondiente pulsión sexual, de forma tan abstracta, que el simbolismo que pretende exponer de forma sutil, termina revelándose a modo de simple cliché. Algo más entonada con respecto a propósitos y narrativa resulta la cinta pakistaní In Flames, película que curiosamente hace un recorrido inverso al film de Romain de Saint-Blanquat. Al igual que hacía Ali Abassi en Holy Spider a través de la óptica de la crónica negra, aquí todo se inicia con una problemática social, será conforme avance la trama, cuando irá haciendo acto de presencia el subjetivo elemento fantástico. La ópera prima de Zarrar Kahn nos cuenta una historia de opresión que aborda el género como mecanismo de denuncia, en ella vemos la precaria existencia de una madre y una hija tras la muerte del patriarca de la familia, un nuevo status de indefensión social ocasionará un trauma intergeneracional cuyo origen es percibido como patriarcal. El escenario, una sociedad machista, será el terreno abonado para una aparición fantasmal intuida en el relato como dual, imaginaria y terrenal, la primera no desentona en el conjunto, seguramente por la ausencia de subrayados a modo de espectral recordatorio de cómo los hombres pueden conservar el control en las psiques femeninas, incluso después de haber fallecido. Posiblemente la corriente más contrastada dentro del fantástico actual sea ese cine proveniente de Francia abonado a la distopía que inserta sin pudor realismo y alegoría al relato de género, Acide, al igual que el anterior trabajo de Just Philippot, la estimulante La nuée, indaga con determinación en el tono trágico del apocalipsis medioambiental, un ecoterror aquí ocasionado por una lluvia ácida que causa devastación y pánico por donde pasa. Bastante más convencional que su ópera prima, aquí lo social y familiar dan la impresión de estar orquestados como mera excusa. Como mal menor, dejando de lado su cuidada producción, los mejores momentos de la cinta los podemos encontrar a través de cierto talante deudor, a modo de survivor catastrofista, que nos conduce, salvando distancia y condición, al War of the Worlds de Steven Spielberg.
Hubo más cine francés que profundizó en ese fantástico que parece estar sumido en el drama, Le règne animal de Thomas Cailley, también recrea un escenario distópico, aquí mediante su condición de fábula animalista que toma iconografías y tropos derivados de, por ejemplo, La Isla del Doctor Moreau, los X-Men o de ciertas texturas colindantes al body horror. En esta ocasión, la fantasía deviene más luminosa que apocalíptica, a través de una historia en donde contemplamos una alteración genética con relación a mutaciones que transforman de forma aleatoria a humanos en animales, y los prejuicios que de todo ello se deriva. De ritmo errático, su enunciado propone una oda a la amistad y el proceso de aceptación de una metamorfosis a través de una relación paternofilial, la idea resulta original, no tanto el desarrollo, y se agradece al menos la ausencia de vulgares moralejas en el manejo de la parábola. Otra cinta que modula géneros respecto al apocalipsis y la condición humana es Vincent doit mourir, el film de Stéphan Castang parte de una interesante premisa: sin explicación alguna, un hombre empieza a ser atacado con claras intenciones homicidas por parte de personas corrientes, concepto que nos retrotrae a un imaginario que parece surgido de la mente de Richard Matheson, en relación a su minimalismo y a la imposibilidad del individuo corriente de asumir con lógica un hecho fantástico e irracional, de tratar de comprender algo incomprensible que trastoca por completo, su hasta ese momento gris existencia. Historia de enorme complejidad, que empieza casi como una sátira social sobre el mundo laboral, coquetea más tarde con el slapstick y acaba en relato de índole paranoide, algo lastrada por una parte final en donde el cataclismo pasa a ser global, dejando en un segundo plano esa interesante exploración que aborda la ruptura de una cohesión social, cuya única solución posible previa al colapso, pasa por redimir la confianza hacia el otro. Por otra parte, sorprende que un producto tan encaminado a la serie B como es Vermin, película de monstruos de bajo presupuesto, no escape a esa tendencia comentada en estas líneas sobre cómo gran parte del fantástico francés actual mira a problemáticas sociales. De epiléptica dirección, la película de Sébastien Vanicek transcurre, al igual que La tour de Guillaume Nicloux, en un bloque marginal de la periferia de una gran ciudad, desarrollando su historia a cerca de la indecisión, en lo concerniente a elegir entre una narrativa desenfadada de supervivencia o un registro más realista que aborda la alegoría social. Lo mejor del film de Sébastien Vanicek termina siendo la añoranza que desprende hacia películas que sí tenían claros concepto e idearios y que transitaban por la temática de las arañas letales; Kingdom of the Spiders o Aracnofobia serían dos buenos ejemplos de ello.
Del 22 al 30 de septiembre tuvo lugar la 71 edición del Festival de San Sebastián, un año marcado, y en parte recrudecido por una serie de vicisitudes que han estado presentes a lo largo de los últimos tiempos en el Zinemaldia, esto se manifiesta esencialmente a través de su ambivalente condición de festival de festivales. Ese estado de origen ya casi crónico, que le coloca en la difícil tesitura de estar en la cola de los certámenes de categoría A, en parte aliviada en los últimos tiempos por la vía Toronto, ha hecho que San Sebastián se tenga que buscar la vida a la hora de auxiliar sus sempiternas carencias en la medida de dar un sentido consistente y temático a su Sección Oficial, problema este año patente a través de una cuestionable representación del cine español, apartado que anteriormente en parte acreditaba y justificaba la exigüidad conceptual de esa parcela principal del certamen, siendo nuevamente apartados alternativos como New Directors, Perlas o Zabaltegi-Tabakalera, los espacios que han logrado equilibrar una vez más una programación que en esta edición se ha visto algo supeditada a los abruptos saltos cualitativos existentes en secciones.
Ausencias y presencias que posiblemente vengan motivadas por un rumbo actual cuando menos debatible, especialmente en relación a una encorsetada Sección Oficial que parece estar sometida a una serie de contenidos, cuotas o compromisos que da la sensación de colocarse por encima de lo entendible como puramente cinematográfico, solo así se puede llegar a entender una serie de decisiones de difícil justificación, por ejemplo, una película como El sueño de la sultana en competición, también la comparecencia de dos propuestas argentinas, de temática y desarrollo demasiado similares como resultaron ser La práctica y Puan, o la presencia, algo forzada en lo relativo a la búsqueda de equivalencias, de complejas indagaciones autorales con cintas tipo All Dirt Roads Taste of Salt o MMXX, interesantes trabajos autorales que parecían estar programadas a modo de compensación respecto a propuestas de otra índole en donde prevaleció un tono demasiado condescendiente.
Forzados equilibrios entre secciones en esta 71 edición en la que destacó por encima del resto, por la esforzada y necesaria (hoy más que nunca) labor de seguir al pie del cañón con las retrospectivas clásicas, este año dedicada al cineasta japonés Hiroshi Teshigahara, ciclo acompañado de una interesante publicación. A continuación, y al igual que en pasadas ediciones, pasamos a detallar los títulos presentes en la Sección Oficial, así como el cine español visto en San Sebastián, dejando para un segundo dossier el análisis, igualmente pormenorizado, de todo lo que dio de sí lo visto en secciones paralelas del festival, tales como New Directors, Perlas, Zabaltegi-Tabakalera y retrospectiva.
Hayao Miyazaki y el riesgo
En un año plagado de testamentos fílmicos por parte de referentes, The Boy and The Heron, la nueva producción del Studio Ghibli inspirada en una novela de Genzaburo Yoshino, no dejó de ser una inauguración soñada por parte del festival, situada muy por encima en calidad y contenido con respecto a anteriores propuestas presentes en el certamen. Ejercicio derivado de la observación, en donde la expresividad de las imágenes, colindantes con la abstracción, vuelven a inundar de magia un entorno que atiende tanto a lo grandilocuente como a lo minúsculo. Como suele ser habitual en el cine de una figura de la talla de Hayao Miyazaki, la fantasía vuelve a cuestionar condición y realidad, a través de dicho statu quo el maestro, que siempre tendrá algo que decirnos, nos habla sobre el duelo y la tragedia infantil en relación con un compendio, el drama personal, que no deja de ser en sí mismo una celebración, tal vez final, de un imaginario consustancial, aquí provisto de la mejor caligrafía de estilo de su autor. Provenientes de sectores duros, incluso experimentales con referencia a autorías percibidas como arriesgadas, dos propuestas destacaron del resto de películas a competición, por un lado la ópera prima de la realizadora estadounidense Raven Jackson con All Dirt Roads Taste of Salt, exploración lírica compuesta casi en su totalidad por secuencias de transición que parecen girar sobre sí mismas, cine que por momentos puede retrotraernos a Terrence Malick, en lo concerniente a querer trascender en cada secuencia, recurriendo estrictamente al trazo sensorial a la hora de mostrar un retrato vivido, en el más estricto término de la palabra, que recorre décadas y dos generaciones de mujeres que viven a orillas del Mississippi. Narrativamente cargada de imágenes y sonidos ambientales, la historia, una indagación sobre el discurrir de la vida, no inventa nada nuevo con respecto a un fondo que sin una cierta predisposición puede resultar algo esquemático, en lo formal sin embargo nos encamina a ese tipo de relatos hoy en desuso, aquellos que intentan a través del riesgo componer una gramática solo entendible como propia. Más arriesgado, aún si cabe, resultó ser el último trabajo de Cristi Puiu MMXX, cinta que transita a través del autosabotaje y que posiblemente sea junto a Zeros and Ones de Abel Ferrara el mejor retrato pandémico, dada su complejidad a la hora de diseccionar una sociedad, realizado hasta la fecha. El director de La muerte del señor Lazarescu nos cuenta a través de cuatro historias sinérgicas el devenir de universos cerrados que hablan de su tiempo, en realidad el último y más interesante de todos, no deja de ser una cruel consecuencia de los tres anteriores. De formato infranqueable el conjunto, por lógica, resulta desigual y por momentos complicado de descifrar, pero interesante en referencia con una función metafórica que radiografía una Europa supuestamente próspera en lo moral y material. Curioso y sintomático fue comprobar como las películas de Cristi Puiu y Raven Jackson fueron posiblemente las dos propuestas a competición peor recibidas por parte de la crítica acreditada, ausencia de unos aplausos ya normalizados al término de cada sesión y deserciones masivas en pases de prensa, un preocupante indicativo, tanto del adocenamiento crítico, como de los tiempos líquidos para el cuestionamiento que nos toca vivir en la actualidad.
Cine patrio en la estacada
El cine español presente este año en San Sebastián puso de manifiesto la difícil coyuntura existente por la que atraviesa hoy el certamen con relación a una selección de cine patrio cuando menos cuestionable. La sensación de que festivales como Cannes, Berlín o Venecia se llevan la mejor parte del pastel volvió a ser patente, siendo una representación la de este año condicionada por dicho escollo, solo así se entiende que una película de las características de El sueño de la sultana, que hubiera encontrado con suma facilidad acomodo en cualquier otra sección del festival, excepto a competición, película de animación a cargo de la veterana Isabel Herguera que indaga en un relato feminista de Begum Rokeya escrita a principios del siglo XX, loable, aunque limitado esfuerzo artesanal al servicio de un discurso que deviene como simplista y dramáticamente disperso. Con respecto a Un amor, nada como un material literario intuido como complejo a la hora de subrayar alarmantes carencias autorales. Una película que nos dice lo que ya sabíamos del cine de Isabel Coixet, se reconoce al menos su inteligencia, o si se prefiere su oportunismo, al transitar por una serie de temarios en boga dentro de la cinematografía patria, lo rural como nirvana de la clase media alta, moda que ojalá acabe lo antes posible. En parte lo campestre también tiene una presencia destacada en la ganadora de la Concha de Oro como Mejor película, O corno, segunda película de Jaione Camborda tras su estimulante opera prima, Arima, que nos sitúa en un relato íntimo de época, Isla de Arosa a principios de los 70, y que explora una odisea terrenal y corporal, fisicidad que por momentos puede evocar el cine de Claire Denis, en forma de huida, de una mujer que se ve obligada a abandonar su hogar tras la muerte de una adolescente a la que ha ayudado a abortar. Obra que, al menos, confirma una voz e identidad propia, cuyo poderío visual rehúye del costumbrismo edulcorado, al mismo tiempo que difumina reiteraciones temáticas teniendo la virtud de no caer en alegatos militaristas poco perspicaces, a la hora de abordar retratos genuinamente femeninos. Con diferencia, la mejor película española presente este año en la Sección Oficial.
Dos películas, en apariencia importantes, provenientes de otros festivales que encontraron un acomodo en San Sebastián fueron, por una parte, La sociedad de la nieve, película que recrea la tragedia del accidente aéreo de los Andes de 1972, en donde queda claro que en el cine no existen temas trillados, sí autorías, como la de J.A Bayona y su emotividad llevada a la hipérbole y camuflada, como viene siendo habitual, en su inmaculada ejecución técnica. Puestos a elegir una versión sin violines de la historia, servidor siempre estará muy a favor tanto del Supervivientes de los Andes de René Cardona, como de la efectiva Alive! de Frank Marshall. Por otra parte, la proyección de Cerrar los ojos y el merecido Premio Donostia otorgado a Víctor Erice vino a dignificar, y en parte a justificar, la existencia de cualquier festival de cine que se precie, obra que da por finalizado un círculo y que utiliza el cine, y la pervivencia de la imagen, como fábula nostálgica y herramienta para fijar el tiempo a través de una historia a la que no le sobra ni un solo minuto de metraje. Un autor de una película monumental en la cual nos detendremos de forma más exhaustiva próximamente. Dentro de Galas de RTVE, Chinas de Arantxa Echevarría volvió a ser otro de esos trabajos tan voluntariosos como intrascendentes que indagan en problemáticas sociales de nuestro presente a través de un relato que reflexiona sobre identidad y raíces con relación a una mirada situada a la altura de la infancia, lástima que el resultado final sea esclavo de una serie de clichés raciales y generacionales, que derivan en una cierta irrelevancia. La práctica de Martín Rejtman, una de las dos representaciones argentinas a concurso este año en San Sebastián, transita bajo las coordenadas de una comedia mordaz a través del cordial retrato de la prototípica figura del perdedor, aquí un individuo refugiado en la metafísica vegetariana oriental, doctrina que pregona como supuesta solución para la salud de mente y cuerpo. Relato que intenta beber del cine de Éric Rohmer y que tiene la virtud de poner sobre la palestra algunas de las derivas de la psique que asolan a gran parte de seres humanos de este siglo XXI.
Autorías en impasse
Varios fueron los realizadores de una reconocida trayectoria dentro del circuito de festivales que estuvieron presentes este año en competición en el Zinemaldia, autorías que sin embargo mostraron un tono difuso y distante con respecto a anteriores trabajos, Joachim Lafosse parte de una premisa recurrente este año en el certamen, las trágicas consecuencias de la pedofilia en el seno de la institución familiar, ligado a otro tema bastante reiterativo dentro de su filmografía, la descomposición de dicho núcleo, visto por ejemplo en películas como L’économie du couple o la más reciente Les intranquilles , también en Un silence, que parte de un mediático caso real ocurrido en Bélgica, donde una cosa lleva irremediablemente a la otra, haciendo acto de aparición el consiguiente dilema ético, que lo hace de una forma algo confusa, a través de un relato de estructura aleatoria por parte de un Lafosse que pareciera estar más pendiente del juego genérico de la ocultación de datos en la trama, se intenta narrar lo que no aparece en la pantalla, que de la sutileza propia de su cine. Obra algo menor de un realizador interesante que siempre ha sabido manejar con soltura eficaces coordenadas que inciden en retratos psicológicos dirigidos en la mayoría de los casos a disputas de poder internas. De complejas derivas paternofiliales y espirales psicológicas infernales también trata Le successeur del francés Xavier Legrand, relato camuflado a modo de oscuro thriller que nos habla del mal como concepto heredado, en realidad la historia no deja de ser el estado mental del protagonista, una premisa sobre tinieblas familiares que resulta como punto de partida fascinante, el pánico e irracionalidad con relación a sus actos que puede generar una persona ante la elevada probabilidad de heredar toxicidades de su progenitor, no tanto un desarrollo, hay momentos en donde se transita peligrosamente hacia la comedia involuntaria, del que hace uso el responsable de la notable Jusqu’à la garde, otra película algo más afortunada en concepto de la que nos ocupa, que también abordaba la paternidad a modo de un relato de terror.
Por su parte L’île rouge de Robin Campillo, ambientada en el Madagascar de principios de los años 70, se postula, en un principio, mediante un tono evocador bajo los designios de la perspectiva del infante, camuflada por la supuesta cotidianidad de un coming-of-age de tono fabulario y autoficcional, la película es percibida a través de un claro talante político que nos muestra el final del colonialismo a través de un relato vertebrado en dos partes bien diferenciadas, la primera, y más interesante, la referida a los “colonos” y su retirada moral y física, apartado que indaga en corrientes ocultas de una supuesta normalidad que no lo es tanto y que queda expuesta a modo de radiografía de una trastienda familiar, pues básicamente asistimos al derrumbamiento, a la claudicación alegórica de un mundo adulto, dejando para la parte final la algo más obvia a modo de subrayado narrativo, la histórica y explícita representación de la liberación. Una interesante propuesta, que pasó demasiado desapercibida en el certamen, sobre el discurrir del tiempo y la melancolía de un paraíso que deviene finalmente como falso. Como viene siendo habitual en los últimos años la clausura estuvo representada a través del academismo, y qué mejor para ello que el biopic de un personaje histórico, Dance First retrata las vivencias del Premio Nobel de Literatura Samuel Beckett, relato que se inclina más por los debates emocionales internos del protagonista que por la propia creación artística, elección que no deja de ser consciente de las limitaciones poco gratificantes que suelen albergar el retrato de los intelectuales en el audiovisual moderno. La película acontece como la imposibilidad de intentar capturar elementos subversivos de unas vivencias que podrían reflejar parte de una obra artística. Para una reflexión más profunda, queda discernir el adocenamiento en la trayectoria de su director James Marsh, interesante autor de documentales tan reconocidos como Man on Wire o Proyecto Nimy y responsable de una de las óperas primas más rupturistas en lo formal de los últimos años, Wisconsin Death Trip, película que en espíritu nos sitúa justo en las antípodas de todo lo mostrado en Dance First.
Reincidencias y divergencias genéricas
Los dramas ocasionados por las inseguridades sentimentales de la pareja estuvieron presentes en la sección oficial por partida doble, primero con Fingernails del griego Christos Nikou, comedia dramática que orbita a través de la complejidad e incógnita que anida en el sentimiento amoroso, película que tiene el problema de utilizar una distopía como peaje, y mal necesario, a la hora de bucear sobre mecanismos narrativos de supuesta apariencia extraña, aquí un instituto de alta tecnología diseñado para incitar y probar la presencia del amor romántico en parejas cada vez más desesperadas que bien podría formar parte de un episodio de la serie Black Mirror, en relación con un simple McGuffin, que aquí hace honor a su condición sin apenas desarrollo, a priori interesante concepto solo esbozado de forma tímida a través de una mirada crítica sobre la dependencia de la tecnología que nos lleva a dejarnos condicionar dentro de dicha esfera. Otro detector de la deriva del responsable de la más entonada Apples sería un cierto abuso, ya casi sempiterno, en la utilización de música de los 80, a modo de recurso que, ante la imposibilidad de profundizar en sus conceptos, pretende ser empático a toda costa con el espectador. Algo más distendida en lo concerniente a sus formas a la hora de retratar masculinidades heridas causadas por las complicadas relaciones de pareja, resultó Ex-Husbands, segundo largometraje de Noah Pritzker que pretende ser un amable y distendido retrato generacional sobre los desvaríos sentimentales de los miembros masculinos de una familia. Pese a evitar el trazo tópico y facilón de dicha premisa la sensación final es la de estar ante un producto de tono liviano, algo que en parte queda mitigado al comprobar como cuarenta años después del After Hours de Martin Scorsese, Griffin Dunne como concepto y personaje con relación a la indagación sobre cómo asumir la soledad, sigue representando en sí mismo un estado de ánimo.
Como en The Assistant la realizadora Kitty Green reincide en temarios ya trillados al volver a cuestionar la toxicidad de la mirada masculina utilizando la presencia física de una notable Julia Garner, si en su anterior trabajo el conflicto quedaba situado a un nivel corporativo en The Royal Hotel, esos severos peligros consustanciales encauzados a la feminidad son visualizados a través de un ambiento aún más hostil y físico, como resulta ser la Australia profunda del Outback, escenario intuido como inhóspito, un no lugar que por momentos nos remite al cine de terror y al western, y que funciona a modo de curiosa variante turbia situada a medio camino de la extraordinaria Wake in Fright de Ted Kotcheff y de Thelma & Louise en clave teen angst. Lástima que Kitty Green no lleve hasta el final este interesante tratado sobre el miedo, en el que dos jóvenes mochileras canadienses se ven obligadas a trabajar en la barra de un pub ubicado en una desértica y remota localidad minera. El enunciado y la escala dramática sobre la feminidad acosada funciona a la perfección, no así una resolución en donde se evidencia su condición de ostensible metáfora simbólica, posiblemente el abrazar coordenadas genéricas, como el exploitation, o incluso el rape-revenge, hubiera dado algo más de sentido a una conclusión que requería algo más de contundencia con respecto a cómo tarde o temprano la violencia, como única vía posible, termina por emerger. Pese a evidentes carencias, The Royal Hotel fue un soplo de aire fresco en una Sección Oficial demasiado enfocada a contenidos sociales. Hablando de incomodidades varias, Isabella Eklöf, al igual que Kitty Green, pero desde una perspectiva bien distinta, también indaga sobre temarios ya intuidos en su corta trayectoria, tanto en Kalak como en su anterior Holiday, sigue a personajes marcados por la violencia, lo hace de forma irregular a través de un retrato plagado de aristas que intenta romper expectativas en base a la sordidez de sus acciones. Aquí, basándose en una novela autobiográfica de alguien que huye de su pasado y que en su huida se pierde. El concepto abrupto y rupturista de la trama parte de un abuso sexual sufrido en el pasado, la víctima, ya en edad adulta, intentará validar el trauma mediante exilio y adicciones varias a través de un relato agrio y poco amable para el espectador; tiene el déficit, sin necesidad de serlo, de ser arbitrario e ilustrativo en exceso, el Abel Ferrara de los 90 hubiera sacado auténtico petróleo de dicho material.
En la representación asiática a competición de este año hubo una cierta sensación de reincidir en conceptos narrativos muy frecuentados durante este Zinemaldia 2023, en las dos películas presentes contemplamos después de una larga ausencia, el regreso de un hijo a la vida de su padre, ya en una condición muy precaria, y cómo bajo estas circunstancias debe ajustar cuentas con él. En la taiwanesa A Journey in Spring, sencilla pieza de estilo y de estructura casi artesanal, las debutantes Peng Tzu-Hui y Ping-Wen Wang nos hablan mediante un tono poético que evita manierismos recurrentes, y a través de elementos mínimos, de cuestiones que se atisban como supuestamente trascendentales, una podría ser la asunción de la muerte y la correspondiente conservación de la memoria a un nivel emocional que ello conlleva, la historia nos cuenta las vivencias de una pareja de ancianos que viven en la periferia urbana de Taipei, tras la repentina muerte de la mujer, el marido la coloca en un viejo congelador intentando de forma infructuosa aferrase a un modo de vida ya materializada como pretérita. La película también profundiza, a través de la indefensión en la que se ve sumido su protagonista, en una suerte de un autoconocimiento paternofilial, y como a causa de un hecho traumático y rupturista, se intenta reparar un mal del pasado. Algo más compleja en fondo y forma resulta Great Absence de Kei Chika-Ura, drama de precisión casi quirúrgica, que viene a ser una nueva observación sobre las difusas brumas que anidan en la figura paterna, y que también comparte más de una semejanza argumental con otra película presente el pasado año en el festival, como fue la también japonesa A Hundred Flowers de Genki Kawamura, ambas cintas comparten un complejo juego narrativo, por momentos críptico, al fragmentar la estructura del relato en un intrincado juego que oscila entre presente y pasado. En esta ocasión, un hijo no tendrá más remedio que adentrarse en el enmarañado laberinto mental, víctima de la demencia en el que se encuentra su padre, un excepcional Tatsuya Fuji. Podríamos decir que el nexo en común de estas películas vendría a ser tanto una nueva visión de viejos conceptos cada vez más extintos de masculinidad por parte del pariente más joven del clan familiar, como un tratado sobre el sufrimiento ocasionado por un severo declive mental. Se agradece que Great Absence no subraye tremendismos propicios a su trama, en cambio adolece de una excesiva duración de más de 150 minutos, un mal ya habitual en el cine contemporáneo, para un relato que posiblemente requería una mayor economía narrativa.
Cuando su hermana Zara sufre un ataque de nervios, la introvertida Eva se ve obligada a aceptar el trabajo de Zara como artista de Foley. Se esfuerza por crear sonidos para un comercial con un caballo, y luego una cola de caballo comienza a crecer fuera de su cuerpo. Con el poder de su cola, atrae a un botánico a una aventura a través de un juego de sumisión.
Una sección completamente abierta a diversos formatos y temáticas suele correr el peligro de convertirse en una especie de cajón de sastre, si no se sabe adecuar con cierto rigor lo que es su selección, a tal respecto, tanto Zabaltegi-Tabakalera en San Sebastián, como Noves Vision en Sitges, en estos últimos años se han convertido en un apartado tan interesante con relación a las propuestas exhibidas, como algo errática, a la hora de ofrecer una cierta tendencia a estandarizar propuestas y autorías en relación a la presencia de según qué tipo de concesiones poco dadas al riesgo o a la experimentación. Por fortuna, en Piaffe, ópera prima de la realizadora alemana Ann Orense, al menos se puede atisbar una cierta valentía y arrojo en lo concerniente a su condición de artificio fílmico, expuesto a través de tonos eróticos y sensoriales que cuestionan conceptos sobre la naturaleza de la sexualidad, a pesar de un osado planteamiento inicial, la película sin embargo termina siendo bastante más simple de lo que pueda aparentar en un principio.
Piaffe gira, y parte del concepto, en torno a la sempiterna búsqueda de una identidad que finalmente consigue materializarse, lo hace muy a la manera del Dogs Don’t Wear Pants de J-P Valkeapäa, gracias tanto a su condición de tragicomedia hilarante, por momento provocativa aunque expuesta de forma lúdica, como por su indagación sobre el fetichismo y el sometimiento derivado de todo ello, aquí semejante a la relación existente entre un jinete y un caballo; el problema viene dado por cómo dichos artilugios, de claras y muy evidentes concomitancias “arty”, dinamitan por completo el concepto de una narrativa entendible como sólida, un posicionamiento que aquí termina siendo esclavo de ser hilarante, aunque de forma involuntaria, quedando como punto a destacar una intencionalidad diseccionada hacia el detalle, que aborda cuestiones sobre como transitar en relación a nuevas sexualidades, que lamentablemente se vislumbra como algo descompensada, especialmente en referencia a unos giros argumentales que terminan siendo indefinidos.
La película de Victor Fleming de 1939 ‘The Wizard of Oz’ es una de las obsesiones más persistentes de David Lynch. Este nuevo documental se adentra en este tema para explorar esta corriente Technicolor en la obra de Lynch.
Al igual que Yves Montmayeur, otro de esos autores que suelen tener una presencia fija en festivales como Sitges es Alexandre O. Philippe, no en vano sus siete anteriores documentales estuvieron presentes en el certamen. Realizador fiel al formato que ha ido evolucionando conforme ha ido avanzando su trayectoria, su último trabajo, Lynch/Oz, al igual que sus anteriores, y posiblemente más notables trabajos, 78/52 (2017) y The Taking (2021) queda supeditada casi por completo a la validez de terceros, de unos interlocutores que analizan y diseccionan una materia o aspecto y su correspondiente mitificación. De la escena de la ducha de Psicosis, o las representaciones culturales próximas a Monument Valley, pasamos a las confluencias, pulsiones, o multiplicidad de miradas, entre dos fascinantes mundos, ámbitos percibidos como inabarcables, que han hecho soñar durante décadas al espectador, The Wizard of Oz de Victor Fleming y el imaginario del creador de Blue Velvet.
Lynch/Oz según se mire puede llegar a ser interpretada a modo de relato dual, el visual, frenético y solvente collage de imágenes y escenas a cargo de Alexandre O. Philippe, y el analítico, en donde el responsable de Leap of Faith: William Friedkin on The Exorcist cede terreno a varios mediadores, a través de un análisis expuesto en forma de compilación de ensayos fílmicos en donde la crítica Amy Nicholson y los cineastas John Waters, David Lowery, Justin Benson & Aaron Moorhead, Karyn Kusama y Rodney Ascher exploran de forma episódica, casi a modo de coordinada tesis universitaria, una conexión que resulta tan evidente como fascinante en relación a según qué aspectos.
De forma casi inevitable se producen irregularidades según la supuesta valía de la tesis ofrecida por parte del interlocutor, también esporádicas reiteraciones y sobre explicaciones en determinados apartados, aunque posiblemente el principal lastre del documental pueda llegar a ser percibido por parte del espectador en relación a unas formas didácticas, y que de manera más acertada o menos, palidecen ante una serie de imágenes totémicas que dejan en evidencia cualquier tipo de definición sobre ellas. Con todo, y con permiso de Orchestrator of Storms: The Fantastique World of Jean Rollin de Dima Ballin y Kat Ellinger, Lynch/Oz, dada su loable labor de estudio metacinematográfico, seguramente fue el documental más interesante visto en el pasado Sitges 2022.
Miyamatsu, que trabaja como operario en un teleférico, es también extra de cine. A través de sus diversos personajes ha estado viviendo la vida de un extraño, interpretando solo ese papel. Finalmente, se encuentra cara a cara con su propia vida, aquella que había perdido.
Dirigida a tres bandas por Masahiko Sato, Yutaro Seki y Kentaro Hirase, e interpretada por Teruyuki Kagawa, uno de los rostros más perturbadores que ha dado el cine nipón en estos últimos años, coyuntura del cual Kiyoshi Kurosawa ha sabido sacar un generoso provecho en algunas de sus películas, Tokyo Sonata (2008) o Creepy (2016), la japonesa Miyamatsu to Yamashita, Roleless en su título internacional, fue otra de las estimulantes sorpresas vistas el pasado año de la sección New Directors del Festival San Sebastián, cinta que nos plantea una serie de interesantes reflexiones con relación al significado y el sentido de la naturaleza fílmica. Película ovni de tono pausado e inteligente en lo concerniente a su utilización de una elipsis, que coloca al espectador en un continuo desconcierto a la hora de discernir qué es realidad y qué es ficción.
La historia de Miyamatsu to Yamashita nos presenta a un hombre de apariencia gris, que trabaja como extra en todas las películas en las que puede, y que está empeñado en morir de forma sistemática en esa simulación no real, evidentemente detrás de todo ello anida un trauma sobre la no identidad en relación a un relato en donde se atisban fragmentos de lo que fue una vida pretérita, aquí visualizados en forma de papeles vacíos que pueden representar el no querer asumir un pasado, muy a semejanza del protagonista de Memento de Christopher Nolan, aunque algo más cercana, por mucho que el tono difiera por completo, a esa fuga disociativa que padece el protagonista principal del Lost Highway de David Lynch, todo ello gira en torno a cómo el concepto de la identidad ligada a la memoria no pre-existe en un principio al sujeto, no es algo entendió como científico y sí como existencial, especialmente a la hora de elegir entre muchas opciones la de querer no recordar.
Cuando los londinenses Maya y Jamie, una pareja que espera a su primer hijo, heredan una casa en la Irlanda rural, aprovechan la oportunidad para escapar del ajetreo y los peligros de la gran ciudad. Sin embargo, al instalarse en su nuevo hogar les advierten de una presencia maligna que convive desde hace generaciones en el bosque. Al contratar una empresa familiar de reformas para hacer algunas reparaciones, las cosas se tuercen hasta el punto en que Maya deberá arriesgar su propia vida para proteger a su familia.
Siguiendo con un cine poco dado a drásticas repercusiones visto en la pasada edición del Festival de Sitges, la comedia fantástica Unwelcome viene a ser un anómalo, por momentos indigesto, según predisposición del fan, pastiche genérico en donde se intenta, sin ser exactamente un revival, situar al aficionado en una época distinta a la actual. Durante su intervención en el pase de la sala Tramuntana el realizador Jon Wright, (Grabbers 2012), se congratulaba de la total libertad creativa de la que dispuso a la hora de concebir la película, a tal respecto no le faltaba razón, pues si de algo puede presumir una cinta de las características de Unwelcome es de autodeterminación la hora de hibridar referencias, al estar orquestada a modo de un delirante índice de subgéneros, empezando por ser una violenta home invasión urbana, que conforme avanza la trama se transforma en un thriller rural con ciertas reminiscencias al Straw Dogs de Peckinpah y derivativos, al folk horror y cuento de miedo irlandés para terminar siendo una suerte de monster movie, que parece homenajear, o parodiar, tanto al Ghoulies de Luca Bercovici como el Leprechaun de Mark Jones.
La reflexión que podría plantearse a posteriori es si un producto tan caótico y deficitario como resulta ser Unwelcome puede funcionar hoy en día, relativamente bien, dentro de un ecosistema como el de Sitges, posiblemente todo ello sea debido a una adscripción que transita a través de una carta blanca, que como antaño, utiliza el fantástico a modo de banco de pruebas para el todo vale, por muy poco coherente que este sea, a la hora de negarse a definir un tono. A tal respecto, poco importa que estemos ante el supuesto escaneo de una autenticidad pretérita, de igual manera es irrelevante que su visionado fuera del hábitat de Sitges pueda convertirse en una auténtica pesadilla. Por fortuna, aún es aceptado dentro de un determinado entorno festivalero que en ocasiones, aunque de forma cada vez más puntual, sigue anteponiendo la gamberrada a ciertas trascendencias impostadas que transitan a través del fantástico actual.
Manuel tiene que mudarse a la casa de su hijo Mario (y la familia de éste después de que un terrible suceso acabe con la vida de su anciana mujer. Poco a poco, la realidad se impone: algo incomprensible ocurre con Manuel. Las voces que dice escuchar, las presencias con las que dice hablar. Lena, la mujer de Mario, quiere echarle de la casa: está segura de que algo espantoso puede ocurrir. Solo Naia, la hija adolescente, está de su parte, pero incluso ella empieza a dudar a medida que los fenómenos extraños se suceden en torno a su abuelo, cada vez más perturbado. Es el verano más caluroso de la historia, ha empezado una cuenta atrás y ya es demasiado tarde para pararla.
Convertido en estos últimos años casi en un subgénero en sí mismo con películas como Relic (Natalie Erika James 2020), La abuela (Paco Plaza 2021) o incluso ese slasher camuflado que es X (Ti West 2022), aunque años antes ya hubo incursiones algo más derivativas como la interesante The Skeleton Key (Iain Softley 2005) o el cortometraje del propio Plaza Abuelitos (1999), la vejez y la decrepitud derivada de ella como estigma social se ha convertido últimamente en un recurso narrativo bastante recurrente a la hora de articular historias que orbitan a través del terror. Viejos, el segundo trabajo tras las cámaras del dúo formado por Raúl Cerezo y Fernando González Gómez, tras su desprejuiciada La pasajera (2021), se adentra en dicha temática, partiendo de postulados casi universales con relación a mostrar un oscuro orden social, ubicado dentro de un entorno familiar que es percibido como campo de batalla, a través de un relato que es lo suficientemente inteligente como para intuir sus propias carencias a la hora de delimitar según que barreras adyacentes al fantástico.
A tal respecto, la discursiva social queda afortunadamente en un solo enunciado que da paso a un entretenimiento de género que se dirige hacia una narrativa que va in crescendo, en algunos momentos canalizado en un calculado, y poco favorecedor, histrionismo, en otros, con ideas y conceptos sugerentes, como por ejemplo la magnífica escena que da inicio a la película. Todo ello refrendado con una revelación final, que podría beber perfectamente de la idea argumental vista en Village of the Damned, llevado al terreno de la senectud, concepto genérico que pese a ser manido, no deja de ser consecuente, especialmente en su función de mostrar una alegoría, los ancianos rebelándose, gracias al elemento fantástico, contra una sociedad que los denigra, en lo concerniente a un clímax que abraza sin complejos retazos propios del relato pulp.
En la antigua Edad de Piedra, un grupo dispar de humanos primitivos se une en busca de una nueva tierra. Pero cuando sospechan que un ser malévolo y místico los está persiguiendo, el clan se ve obligado a enfrentar un peligro que nunca imaginaron.
Aunque desde ópticas distintas, The Origin, al igual que muchas de las cintas presentes en la pasada edición del Festival de Sitges, parte y se fundamenta a través de una aniquilación sistemática, lo hace en referencia a una premisa que nos muestra a un grupo de personas asediadas y eliminadas por parte de un enemigo intuido como invisible. La particularidad del film de Andrew Cumming viene dada por personajes y escenario, al estar ubicada en el 45.000 a. C. y está concebida como una suerte de survival prehistórico de narrativa minimalista, ésa que supuestamente intenta aprovechar un máximo rédito posible de un concepto narrativo y escénico en apariencia mínimo, posicionamiento loable que sin embargo, carece del algo tan básico como es el rigor, a tal respecto alejada de una cinta coetánea, como, por ejemplo, La Guerre du feu del francés Jean-Jacques Annaud.
De alguna manera esa carencia de verosimilitud, en especial según que dialécticas y comportamiento poco creíbles para la Edad de Piedra, no es el principal problema que atesora The Origin, principalmente lo es con relación a su no adscripción, o dubitación, a la hora de abrazar sin ningún tipo de reservas el relato de género, en este caso el de terror, corriente del que da la sensación de estar fundamentado. De este modo, al igual que muchas películas que hibridan géneros sin mucha convicción, sin ir más lejos los también en un principio antagónicos, bélico que muta en fantástico, visto en películas como por ejemplo The Bunker (2001) o Deathwatch (2002), el film de Andrew Cumming se queda genéricamente en tierra de nadie, especialmente a la hora de querer trascender en una revelación final, que nos muestra una visión muy oscura de la naturaleza humana, y que en parte viene a ser un preludio de las divisiones, miedo al diferente, que están por aparecer en futuras sociedades. Tesis que pone de manifiesto cómo gran parte del fantástico actual termina siendo bastante deudor de una serie de tendencias percibidas como líquidas, déficit cada vez más endémico del cual no se atisba solución, y del que no parecen librarse ni los relatos provenientes de lo supuestamente ancestral.
Durante los últimos y desesperados días de la Segunda Guerra Mundial, un solitario buscador de oro (Jorma Tommila) se cruza con los nazis en una retirada al norte de Finlandia. Cuando los nazis le roban el oro, descubren rápidamente que no se han metido con un minero cualquiera. Aunque no existe una traducción directa de la palabra finlandesa «sisu», este legendario ex-comando encarnará lo que significa sisu: una forma de coraje y determinación inimaginables frente a probabilidades abrumadoras. Y no importa lo que los nazis le echen encima, el escuadrón de la muerte de un solo hombre hará todo lo posible por recuperar su oro, aunque eso signifique matar a todos los nazis que se crucen en su camino.
Dentro del ecosistema de festivales suele ser bastante habitual el sacralizar a una serie de realizadores que han estado muy presentes, en la plasmación de trayectorias paralelas, tanto por parte del certamen, como por la del propio realizador. En esa especie de caminos equidistantes entre autor y evento, el finlandés Jalmari Helande se le podría otorgar perfectamente la etiqueta de sospechoso habitual de Sitges, no en vano, dentro de su aún exigua carrera, solo tres trabajos en su haber, dos de sus largometrajes se han alzado con el Premio a la Mejor Película. Sisu, ganadora de Sitges 2022, nos relata de forma minimalista, casi a semejanza de uno de esos texto de Richard Matheson que parten de lo anecdótico o cotidiano, el fatídico encuentro entre un buscador de oro, que deviene en el característico héroe arquetípico, y un grupo de nazis en la Finlandia de 1944, a partir de ese momento se desatará una brutal cacería por parte del primero hacia los segundos.
Si en anteriores trabajos de Jalmari Helande, como Rare Exports: A Christmas Tale (2010) o Big Game (2014), se percibían unas enormes deficiencias en el manejo de según qué conceptos genéricos, destinados en su gran mayoría a un tipo de cine de gran consumo, en Sisu, dicha problemática queda parcialmente subsanada por su condición de entretenimiento irresistible, pues en cierta manera no existe una narrativa entendida como tal, lo más importante es ni falta que hace, tampoco ningún atisbo a la hora de buscar capas de lectura en una historia que prescinde de ellas en su totalidad, en realidad todo el relato se estructura a través de una serie de set pieces bien ejecutadas. A tal respecto estamos ante una película que aboga claramente por una serie de iconografías genéricas, de clara tendencia evasiva, que tiene la virtud, pese a lo desmedido que resulta como ejercicio de acción ultraviolenta, de ser concisa y rigurosa, también derivativa tanto del cine exploitation de los años 70 como de conceptos tales como el Weird Western, el slapstick, viendo la película nos puede venir a la mente imaginarios propios de Chuck Jones y Tex Avery, o el relato bélico pulp. Para más inri, su enervado lenguaje, de naturaleza estrictamente visual, que recurre sin disimulo a la hipérbole, deja en un segundo plano la propia intrascendencia de la propuesta.