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Año 1977, Sandra, de 18 años, es actriz en la España de la transición, en un momento en el que ser joven y guapa te relega irremediablemente a hacer cine llamado del destape. Pero Sandra aspira a ser una actriz seria, importante, y sabe que para ello tiene un duro camino por delante. Durante una calurosa tarde de agosto, sola y angustiada por un embarazo no deseado, intenta decidir su futuro, entre improbables planes de viaje y sus aspiraciones a gran actriz.
La representación patria en la sección Noves Visions de la pasada edición del Festival de Sitges vino de la mano de la modesta, pero estimable La última noche de Sandra M. de Borja de la Vega, película que se sumerge sin disimulo en el relato de ficción especulativo sobre las últimas horas de vida de la malograda actriz del destape Sandra Mozarowsky, una notable Claudia Traisac. De un claro talante teatral a nivel escénico y narrativo, y más próximo a un sugerido ejercicio de imaginación objetiva que un biopic entendido como al uso, el film de Borja de la Vega encierra bajo los postulados de crónica negra una sugerente doble lectura a modo de tratado de terror como noción básica de una subsistencia cuestionada, en donde visitas y llamadas amenazantes de origen anónimo actúan como una herramienta simple y efectiva a la hora de mostrar, con un aplicado aplomo dramático, la transición española, o el tardofranquismo como una entidad no material que imposibilita los sueños de la joven protagonista.
La última noche de Sandra M reinterpreta de forma bastante curiosa, y casi a modo de monologo que mezcla fantasía y realidad, conceptos ya vistos con anterioridad en cintas como Ema de Pablo Larraín, Blonde de Andrew Dominik o la más reciente Priscilla de Sofia Coppola, la fama, o la antesala de ella, y una desviada exposición pública, como relato de soledad y miedo, que trasmuta en una obra opresiva y claustrofóbica próxima a una pesadilla que nos traslada a una especie de home invasión anclada en un perpetuo y poco complaciente estado mental.