Crónica Festival de San Sebastián 2023 (I)

El contenido como constante

Del 22 al 30 de septiembre tuvo lugar la 71 edición del Festival de San Sebastián, un año marcado, y en parte recrudecido por una serie de vicisitudes que han estado presentes a lo largo de los últimos tiempos en el Zinemaldia, esto se manifiesta esencialmente a través de su ambivalente condición de festival de festivales. Ese estado de origen ya casi crónico, que le coloca en la difícil tesitura de estar en la cola de los certámenes de categoría A, en parte aliviada en los últimos tiempos por la vía Toronto, ha hecho que San Sebastián se tenga que buscar la vida a la hora de auxiliar sus sempiternas carencias en la medida de dar un sentido consistente y temático a su Sección Oficial, problema este año patente a través de una cuestionable representación del cine español, apartado que anteriormente en parte acreditaba y justificaba la exigüidad conceptual de esa parcela principal del certamen, siendo nuevamente apartados alternativos como New Directors, Perlas o Zabaltegi-Tabakalera, los espacios que han logrado equilibrar una vez más una programación que en esta edición se ha visto algo supeditada a los abruptos saltos cualitativos existentes en secciones.
Ausencias y presencias que posiblemente vengan motivadas por un rumbo actual cuando menos debatible, especialmente en relación a una encorsetada Sección Oficial que parece estar sometida a una serie de contenidos, cuotas o compromisos que da la sensación de colocarse por encima de lo entendible como puramente cinematográfico, solo así se puede llegar a entender una serie de decisiones de difícil justificación, por ejemplo, una película como El sueño de la sultana en competición, también la comparecencia de dos propuestas argentinas, de temática y desarrollo demasiado similares como resultaron ser La práctica y Puan, o la presencia, algo forzada en lo relativo a la búsqueda de equivalencias, de complejas indagaciones autorales con cintas tipo All Dirt Roads Taste of Salt o MMXX, interesantes trabajos autorales que parecían estar programadas a modo de compensación respecto a propuestas de otra índole en donde prevaleció un tono demasiado condescendiente.
Forzados equilibrios entre secciones en esta 71 edición en la que destacó por encima del resto, por la esforzada y necesaria (hoy más que nunca) labor de seguir al pie del cañón con las retrospectivas clásicas, este año dedicada al cineasta japonés Hiroshi Teshigahara, ciclo acompañado de una interesante publicación. A continuación, y al igual que en pasadas ediciones, pasamos a detallar los títulos presentes en la Sección Oficial, así como el cine español visto en San Sebastián, dejando para un segundo dossier el análisis, igualmente pormenorizado, de todo lo que dio de sí lo visto en secciones paralelas del festival, tales como New Directors, Perlas, Zabaltegi-Tabakalera y retrospectiva.

 

Hayao Miyazaki y el riesgo

En un año plagado de testamentos fílmicos por parte de referentes, The Boy and The Heron, la nueva producción del Studio Ghibli inspirada en una novela de Genzaburo Yoshino, no dejó de ser una inauguración soñada por parte del festival, situada muy por encima en calidad y contenido con respecto a anteriores propuestas presentes en el certamen. Ejercicio derivado de la observación, en donde la expresividad de las imágenes, colindantes con la abstracción, vuelven a inundar de magia un entorno que atiende tanto a lo grandilocuente como a lo minúsculo. Como suele ser habitual en el cine de una figura de la talla de Hayao Miyazaki, la fantasía vuelve a cuestionar condición y realidad, a través de dicho statu quo el maestro, que siempre tendrá algo que decirnos, nos habla sobre el duelo y la tragedia infantil en relación con un compendio, el drama personal, que no deja de ser en sí mismo una celebración, tal vez final, de un imaginario consustancial, aquí provisto de la mejor caligrafía de estilo de su autor. Provenientes de sectores duros, incluso experimentales con referencia a autorías percibidas como arriesgadas, dos propuestas destacaron del resto de películas a competición, por un lado la ópera prima de la realizadora estadounidense Raven Jackson con All Dirt Roads Taste of Salt, exploración lírica compuesta casi en su totalidad por secuencias de transición que parecen girar sobre sí mismas, cine que por momentos puede retrotraernos a Terrence Malick, en lo concerniente a querer trascender en cada secuencia, recurriendo estrictamente al trazo sensorial a la hora de mostrar un retrato vivido, en el más estricto término de la palabra, que recorre décadas y dos generaciones de mujeres que viven a orillas del Mississippi.  Narrativamente cargada de imágenes y sonidos ambientales, la historia, una indagación sobre el discurrir de la vida, no inventa nada nuevo con respecto a un fondo que sin una cierta predisposición puede resultar algo esquemático, en lo formal sin embargo nos encamina a ese tipo de relatos hoy en desuso, aquellos que intentan a través del riesgo componer una gramática solo entendible como propia. Más arriesgado, aún si cabe, resultó ser el último trabajo de Cristi Puiu MMXX, cinta que transita a través del autosabotaje y que posiblemente sea junto a Zeros and Ones de Abel Ferrara el mejor retrato pandémico, dada su complejidad a la hora de diseccionar una sociedad, realizado hasta la fecha. El director de La muerte del señor Lazarescu nos cuenta a través de cuatro historias sinérgicas el devenir de universos cerrados que hablan de su tiempo, en realidad el último y más interesante de todos, no deja de ser una cruel consecuencia de los tres anteriores. De formato infranqueable el conjunto, por lógica, resulta desigual y por momentos complicado de descifrar, pero interesante en referencia con una función metafórica que radiografía una Europa supuestamente próspera en lo moral y material. Curioso y sintomático fue comprobar como las películas de Cristi Puiu y Raven Jackson fueron posiblemente las dos propuestas a competición peor recibidas por parte de la crítica acreditada, ausencia de unos aplausos ya normalizados al término de cada sesión y deserciones masivas en pases de prensa, un preocupante indicativo, tanto del adocenamiento crítico, como de los tiempos líquidos para el cuestionamiento que nos toca vivir en la actualidad.

 

Cine patrio en la estacada

El cine español presente este año en San Sebastián puso de manifiesto la difícil coyuntura existente por la que atraviesa hoy el certamen con relación a una selección de cine patrio cuando menos cuestionable. La sensación de que festivales como Cannes, Berlín o Venecia se llevan la mejor parte del pastel volvió a ser patente, siendo una representación la de este año condicionada por dicho escollo, solo así se entiende que una película de las características de El sueño de la sultana, que hubiera encontrado con suma facilidad acomodo en cualquier otra sección del festival, excepto a competición, película de animación a cargo de la veterana Isabel Herguera que indaga en un relato feminista de Begum Rokeya escrita a principios del siglo XX, loable, aunque limitado esfuerzo artesanal al servicio de un discurso que deviene como simplista y dramáticamente disperso. Con respecto a Un amor, nada como un material literario intuido como complejo a la hora de subrayar alarmantes carencias autorales. Una película que nos dice lo que ya sabíamos del cine de Isabel Coixet, se reconoce al menos su inteligencia, o si se prefiere su oportunismo, al transitar por una serie de temarios en boga dentro de la cinematografía patria, lo rural como nirvana de la clase media alta, moda que ojalá acabe lo antes posible. En parte lo campestre también tiene una presencia destacada en la ganadora de la Concha de Oro como Mejor película, O corno, segunda película de Jaione Camborda tras su estimulante opera prima, Arima, que nos sitúa en un relato íntimo de época, Isla de Arosa a principios de los 70,  y que explora una odisea terrenal y corporal, fisicidad que por momentos puede evocar el cine de Claire Denis, en forma de huida, de una mujer que se ve obligada a abandonar su hogar tras la muerte de una adolescente a la que ha ayudado a abortar. Obra que, al menos, confirma una voz e identidad propia, cuyo poderío visual rehúye del costumbrismo edulcorado, al mismo tiempo que difumina reiteraciones temáticas teniendo la virtud de no caer en alegatos militaristas poco perspicaces, a la hora de abordar retratos genuinamente femeninos. Con diferencia, la mejor película española presente este año en la Sección Oficial.
Dos películas, en apariencia importantes, provenientes de otros festivales que encontraron un acomodo en San Sebastián fueron, por una parte, La sociedad de la nieve, película que recrea la tragedia del accidente aéreo de los Andes de 1972, en donde queda claro que en el cine no existen temas trillados, sí autorías, como la de J.A Bayona y su emotividad llevada a la hipérbole y camuflada, como viene siendo habitual, en su inmaculada ejecución técnica. Puestos a elegir una versión sin violines de la historia, servidor siempre estará muy a favor tanto del Supervivientes de los Andes de René Cardona, como de la efectiva Alive! de Frank Marshall. Por otra parte, la proyección de Cerrar los ojos y el merecido Premio Donostia otorgado a Víctor Erice vino a dignificar, y en parte a justificar, la existencia de cualquier festival de cine que se precie, obra que da por finalizado un círculo y que utiliza el cine, y la pervivencia de la imagen, como fábula nostálgica y herramienta para fijar el tiempo a través de una historia a la que no le sobra ni un solo minuto de metraje. Un autor de una película monumental en la cual nos detendremos de forma más exhaustiva próximamente. Dentro de Galas de RTVE, Chinas de Arantxa Echevarría volvió a ser otro de esos trabajos tan voluntariosos como intrascendentes que indagan en problemáticas sociales de nuestro presente a través de un relato que reflexiona sobre identidad y raíces con relación a una mirada situada a la altura de la infancia, lástima que el resultado final sea esclavo de una serie de clichés raciales y generacionales, que derivan en una cierta irrelevancia. La práctica de Martín Rejtman, una de las dos representaciones argentinas a concurso este año en San Sebastián, transita bajo las coordenadas de una comedia mordaz a través del cordial retrato de la prototípica figura del perdedor, aquí un individuo refugiado en la metafísica vegetariana oriental, doctrina que pregona como supuesta solución para la salud de mente y cuerpo. Relato que intenta beber del cine de Éric Rohmer y que tiene la virtud de poner sobre la palestra algunas de las derivas de la psique que asolan a gran parte de seres humanos de este siglo XXI.

 

Autorías en impasse

Varios fueron los realizadores de una reconocida trayectoria dentro del circuito de festivales que estuvieron presentes este año en competición en el Zinemaldia, autorías que sin embargo mostraron un tono difuso y distante con respecto a anteriores trabajos, Joachim Lafosse parte de una premisa recurrente este año en el certamen, las trágicas consecuencias de la pedofilia en el seno de la institución familiar, ligado a otro tema bastante reiterativo dentro de su filmografía, la descomposición de dicho núcleo, visto por ejemplo en películas como L’économie du couple o la más reciente Les intranquilles , también en Un silence, que parte de un mediático caso real ocurrido en Bélgica, donde una cosa lleva irremediablemente a la otra, haciendo acto de aparición el consiguiente dilema ético, que lo hace de una forma algo confusa, a través de un relato de estructura aleatoria por parte de un Lafosse que pareciera estar más pendiente del juego genérico de la ocultación de datos en la trama, se intenta narrar lo que no aparece en la pantalla, que de la sutileza propia de su cine. Obra algo menor de un realizador interesante que siempre ha sabido manejar con soltura eficaces coordenadas que inciden en retratos psicológicos dirigidos en la mayoría de los casos a disputas de poder internas. De complejas derivas paternofiliales y espirales psicológicas infernales también trata Le successeur del francés Xavier Legrand, relato camuflado a modo de oscuro thriller que nos habla del mal como concepto heredado, en realidad la historia no deja de ser el estado mental del protagonista, una premisa sobre tinieblas familiares que resulta como punto de partida fascinante, el pánico e irracionalidad con relación a sus actos que puede generar una persona ante la elevada probabilidad de heredar toxicidades de su progenitor, no tanto un desarrollo, hay momentos en donde se transita peligrosamente hacia la comedia involuntaria, del que hace uso el responsable de la notable Jusqu’à la garde, otra película algo más afortunada en concepto de la que nos ocupa, que también abordaba la paternidad a modo de un relato de terror.
Por su parte L’île rouge de Robin Campillo, ambientada en el Madagascar de principios de los años 70, se postula, en un principio, mediante un tono evocador bajo los designios de la perspectiva del infante, camuflada por la supuesta cotidianidad de un coming-of-age de tono fabulario y autoficcional, la película es percibida a través de un claro talante político que nos muestra el final del colonialismo a través de un relato vertebrado en dos partes bien diferenciadas, la primera, y más interesante, la referida a los “colonos” y su retirada moral y física, apartado que indaga en corrientes ocultas de una supuesta normalidad que no lo es tanto y que queda expuesta a modo de radiografía de una trastienda familiar, pues  básicamente asistimos al derrumbamiento, a la claudicación alegórica de un mundo adulto, dejando para la parte final la algo más obvia a modo de subrayado narrativo, la histórica y explícita representación de la liberación. Una interesante propuesta, que pasó demasiado desapercibida en el certamen, sobre el discurrir del tiempo y la melancolía de un paraíso que deviene finalmente como falso. Como viene siendo habitual en los últimos años la clausura estuvo representada a través del academismo, y qué mejor para ello que el biopic de un personaje histórico, Dance First retrata las vivencias del Premio Nobel de Literatura Samuel Beckett, relato que se inclina más por los debates emocionales internos del protagonista que por la propia creación artística, elección que no deja de ser consciente de las limitaciones poco gratificantes que suelen albergar el retrato de los intelectuales en el audiovisual moderno. La película acontece como la imposibilidad de intentar capturar elementos subversivos de unas vivencias que podrían reflejar parte de una obra artística. Para una reflexión más profunda, queda discernir el adocenamiento en la trayectoria de su director James Marsh, interesante autor de documentales tan reconocidos como Man on Wire o Proyecto Nimy y responsable de una de las óperas primas más rupturistas en lo formal de los últimos años, Wisconsin Death Trip, película que en espíritu nos sitúa justo en las antípodas de todo lo mostrado en Dance First.

 

Reincidencias y divergencias genéricas

Los dramas ocasionados por las inseguridades sentimentales de la pareja estuvieron presentes en la sección oficial por partida doble, primero con Fingernails del griego Christos Nikou, comedia dramática que orbita a través de la complejidad e incógnita que anida en el sentimiento amoroso, película que tiene el problema de utilizar una distopía como peaje, y mal necesario, a la hora de bucear sobre mecanismos narrativos de supuesta apariencia extraña, aquí un instituto de alta tecnología diseñado para incitar y probar la presencia del amor romántico en parejas cada vez más desesperadas que bien podría formar parte de un episodio de la serie Black Mirror, en relación con un simple McGuffin, que aquí hace honor a su condición sin apenas desarrollo, a priori interesante concepto solo esbozado de forma tímida a través de una mirada crítica sobre la dependencia de la tecnología que nos lleva a dejarnos condicionar dentro de dicha esfera. Otro detector de la deriva del responsable de la más entonada Apples sería un cierto abuso, ya casi sempiterno, en la utilización de música de los 80, a modo de recurso que, ante la imposibilidad de profundizar en sus conceptos, pretende ser empático a toda costa con el espectador. Algo más distendida en lo concerniente a sus formas a la hora de retratar masculinidades heridas causadas por las complicadas relaciones de pareja, resultó Ex-Husbands, segundo largometraje de Noah Pritzker que pretende ser un amable y distendido retrato generacional sobre los desvaríos sentimentales de los miembros masculinos de una familia. Pese a evitar el trazo tópico y facilón de dicha premisa la sensación final es la de estar ante un producto de tono liviano, algo que en parte queda mitigado al comprobar como cuarenta años después del After Hours de Martin Scorsese, Griffin Dunne como concepto y personaje con relación a la indagación sobre cómo asumir la soledad, sigue representando en sí mismo un estado de ánimo.
Como en The Assistant  la realizadora Kitty Green reincide en temarios ya trillados al volver a cuestionar la toxicidad de la mirada masculina utilizando la presencia física de una notable Julia Garner, si en su anterior trabajo el conflicto quedaba situado a un nivel corporativo en The Royal Hotel, esos severos peligros consustanciales encauzados a la feminidad son visualizados a través de un ambiento aún más hostil y físico, como resulta ser la Australia profunda del Outback, escenario intuido como inhóspito, un no lugar que por momentos nos remite al cine de terror y al western,  y que funciona a modo de curiosa variante turbia situada a medio camino de la extraordinaria Wake in Fright de Ted Kotcheff y de Thelma & Louise en clave teen angst. Lástima que Kitty Green no lleve hasta el final este interesante tratado sobre el miedo, en el que dos jóvenes mochileras canadienses se ven obligadas a trabajar en la barra de un pub ubicado en una desértica y remota localidad minera. El enunciado y la escala dramática sobre la feminidad acosada funciona a la perfección, no así una resolución en donde se evidencia su condición de ostensible metáfora simbólica, posiblemente el abrazar coordenadas genéricas, como el exploitation, o incluso el rape-revenge, hubiera dado algo más de sentido a una conclusión que requería algo más de contundencia con respecto a cómo tarde o temprano la violencia, como única vía posible, termina por emerger. Pese a evidentes carencias, The Royal Hotel fue un soplo de aire fresco en una Sección Oficial demasiado enfocada a contenidos sociales. Hablando de incomodidades varias, Isabella Eklöf, al igual que Kitty Green, pero desde una perspectiva bien distinta, también indaga sobre temarios ya intuidos en su corta trayectoria, tanto en Kalak como en su anterior Holiday, sigue a personajes marcados por la violencia, lo hace de forma irregular a través de un retrato plagado de aristas que intenta romper expectativas en base a la sordidez de sus acciones. Aquí, basándose en una novela autobiográfica de alguien que huye de su pasado y que en su huida se pierde. El concepto abrupto y rupturista de la trama parte de un abuso sexual sufrido en el pasado, la víctima, ya en edad adulta, intentará validar el trauma mediante exilio y adicciones varias a través de un relato agrio y poco amable para el espectador; tiene el déficit, sin necesidad de serlo, de ser arbitrario e ilustrativo en exceso, el Abel Ferrara de los 90 hubiera sacado auténtico petróleo de dicho material.
En la representación asiática a competición de este año hubo una cierta sensación de reincidir en conceptos narrativos muy frecuentados durante este Zinemaldia 2023, en las dos películas presentes contemplamos después de una larga ausencia, el regreso de un hijo a la vida de su padre, ya en una condición muy precaria, y cómo bajo estas circunstancias debe ajustar cuentas con él. En la taiwanesa A Journey in Spring, sencilla pieza de estilo y de estructura casi artesanal, las debutantes Peng Tzu-Hui y Ping-Wen Wang nos hablan mediante un tono poético que evita manierismos recurrentes, y a través de elementos mínimos, de cuestiones que se atisban como supuestamente trascendentales, una podría ser la asunción de la muerte y la correspondiente conservación de la memoria a un nivel emocional que ello conlleva, la historia nos cuenta las vivencias de una pareja de ancianos que viven en la periferia urbana de Taipei, tras la repentina muerte de la mujer, el marido la coloca en un viejo congelador intentando de forma infructuosa aferrase a un modo de vida ya materializada como pretérita. La película también profundiza, a través de la indefensión en la que se ve sumido su protagonista, en una suerte de un autoconocimiento paternofilial, y como a causa de un hecho traumático y rupturista, se intenta reparar un mal del pasado. Algo más compleja en fondo y forma resulta Great Absence de Kei Chika-Ura, drama de precisión casi quirúrgica, que viene a ser una nueva observación sobre las difusas brumas que anidan en la figura paterna, y que también comparte más de una semejanza argumental con otra película presente el pasado año en el festival, como fue la también japonesa A Hundred Flowers de Genki Kawamura, ambas cintas comparten un complejo juego narrativo, por momentos críptico, al fragmentar la estructura del relato en un intrincado juego que oscila entre presente y pasado. En esta ocasión, un hijo no tendrá más remedio que adentrarse en el enmarañado laberinto mental, víctima de la demencia en el que se encuentra su padre, un excepcional Tatsuya Fuji. Podríamos decir que el nexo en común de estas películas vendría a ser tanto una nueva visión de viejos conceptos cada vez más extintos de masculinidad por parte del pariente más joven del clan familiar, como un tratado sobre el sufrimiento ocasionado por un severo declive mental. Se agradece que Great Absence no subraye tremendismos propicios a su trama, en cambio adolece de una excesiva duración de más de 150 minutos, un mal ya habitual en el cine contemporáneo, para un relato que posiblemente requería una mayor economía narrativa.