Del 3 al 13 de octubre tuvo lugar la 57.ª edición del Festival de Sitges, un año marcado por ciertos problemas de infraestructura motivados por la ausencia de una zona clave en espíritu como es el cine Retiro, a causa de una obligada remodelación que se espera que finalice el próximo año, y en parte solventada con la incorporación de un nuevo espacio multiusos como es la nueva sala Escorxador. Sitges 2024 volvió a transitar por unas reconocibles señas de identidad plagadas de una serie de claroscuros, el más evidente: la sensación de que el festival está demasiado preocupado en proclamas de éxito respecto a la afluencia de público, con relación a una justificación ya endémica y percibida como burocrática, algo que no deja de ser contradictorio en lo concerniente a otros ámbitos y apartados de un certamen que, entre otras cosas, propone una generosa selección de títulos de tono ecléctico, adentrándose en el terreno de la arriesgada experimentación, complementando la propuesta con la oportunidad de poder ver clásicos del género en pantalla grande, apartado que en los últimos años ha sido potenciado con un mayor número de títulos. También como función meritoria, señalar su decidida apuesta por seguir ofreciendo publicaciones en papel, este año por partida doble, a través de los ensayos colectivos: La feria de las sombras. Fantasmagorías, fenómenos y circos en el cine de terror y HORROR GIRLS. WomanInFan Europa.
Sitges 2024 intentó navegar a través de nuevos paradigmas evolutivos donde el festival no pudo cuantificar, a modo de termómetro fiable, el estado actual del género, ya que el certamen no goza del beneplácito generalizado a la hora de proyectar un determinado tipo de cine, la ausencia, entre otras, de películas como The Shrouds (David Cronenberg), The Life of Chuck (Mike Flanagan), L’Empire (Bruno Dumont) o Anatema (Jimina Sabadú), pone de manifiesto tal coyuntura, paliada en parte con una vasta producción de cine independiente, o con la presencia de un generoso contenido proveniente de un streaming que aún no ha desembarcado en Europa, por ejemplo, Shudder. Como inabarcable cajón de sastre de géneros que siempre ha sido, Sitges volvió a ofrecer un amplio, aunque incompleto, abanico genérico. A la hora de hacer un balance global de lo ofrecido en esta edición, a nivel de selección, señalar unos viejos déficits intuidos ya casi como endémicos, visibles desde hace décadas, principalmente el referido al difícil equilibrio a la hora de poder cuantificar y cualificar el elevado número de películas presentes en el festival, algo que en realidad no tendría que suponer un problema en sí mismo, en cierta manera no deja de ser una ventaja para el espectador tener la opción de poder elegir qué querer ver, más discutible sería justificar una determinada cifra de películas en relación con una selección percibida como algo mecanizada y poco clarificadora, las secciones, a fin de cuentas, han de servir para guiar al espectador en según qué tipo de contenidos, especialmente con relación a un criterio que da la sensación de estar concebido a la carta, basándose en una cuadratura, intuida como estadística, en la medida de intentar dar un lógico sentido de ubicación y temática a los distintos apartados del festival.
A continuación, el análisis desde la perspectiva generada después de un tiempo para reflexionar sobre todo lo que dio de sí este Sitges 2024 a través de cuatro extensas entregas.
Sección Oficial; Autorías consagradas
Presence
La encargada de inaugurar el certamen fue la ghost story Presence de Steven Soderbergh, realizador cuya trayectoria con el paso de los años ha ido reinventándose mediante nuevas tecnologías, temas y apuestas estructurales poco convencionales, película que prometía una premisa narrada desde la perspectiva de un espectro, a semejanza de propuestas como I Am a Ghost (H.P. Mendoza 2012) o A Ghost Story (David Lowery 2017), mediante un relato expuesto a través de la mirada subjetiva del fantasma, que no deja de ser otra que la del espectador, pues la sensación final es que a Soderbergh le interesa más el artificio creado (una historia de fantasmas donde la visión resulta ser la del director de fotografía) que muestra la deriva social/económica y emocional, con especial hincapié en la depresión de la adolescente, de una familia acomodada estadounidense, que el desarrollo de elementos lindantes a unas determinadas coordenadas genéricas que aquí da la impresión de ser casi una excusa argumental, siendo un producto en el que predomina, por encima de todo, el experimento formal expuesto por el responsable de Traffic y Contagion, posiblemente sus dos mejores trabajos tras las cámaras. Algo que no deja de sorprender viendo que el libreto es obra de David Koepp, autor con un background suficientemente constatado dentro del fantástico, que ya había abordado con anterioridad, a nivel de guion y dirección, notables disquisiciones fantasmagóricas en películas como Stir of Echoes (1999) o la más reciente You Should Have Left (2020).
Tras una extraña ausencia el pasado año con Yannick y Daaaaaalí!, todos sus anteriores trabajos habían estado presentes en el festival, Quentin Dupieux volvía a Sitges con The Second Act, película que reafirma una autoría irreverente e irreductible. Afortunadamente, el reconocimiento de su cine a través de un ámbito cinematográfico más amplio, como la inauguración de la última edición del Festival de Cannes, contando con la presencia de un elenco de intérpretes como Vincent Lindon o Léa Seydoux, no ha rebajado un ápice el tono subversivo característico de Dupieux, aquí mostrado mediante un trabajo donde se satiriza de forma mordaz sobre los egos de algunos de los actores más famosos de Francia, hallando también un espacio para digresiones del presente, como el #metoo o la cultura de la cancelación. Todo expuesto con la ayuda de un ameno juego metafílmico, y lo más importante, conservando esa impronta de transgredir sin intentar aleccionar, utilizando el medio cinematográfico como simple gesto, de forma autorreflexiva, recurriendo a la modificación de unos determinados códigos de ficción, una estructura que nos obsequia con una magnífica, y godardiana escena final, inversa a la primera, que viene a confirmar lo que antes era percibido como un tipo de cine orquestado a modo de divertimento de talante ingenioso y plagado de paradojas absurdas, ha ido evolucionando en estos últimos años hacia algo mucho más reflexivo, aquí materializado en una obra madura sustentada por una milimétrica retórica, que confirma a Dupieux como un autor de incuestionable talento.
The Devil’s Bath
The Devil’s Bath ganadora del Premio a la Mejor Película, traía de regreso a dos sospechosos habituales de Sitges, Severin Fiala y Veronika Franz, autores que, una vez más, regresan con sus torturados universos; en esta ocasión, a través de un relato de época rural documentado con registros históricos donde somos testigos de las dificultades históricas que han tenido las mujeres en determinados ámbitos mediante la deriva mental de una joven campesina recién casada. De caligrafía poco sutil, tanto por medio de oscuros imaginarios infantiles, Goodnight Mommy (2014), como de miméticos y claustrofóbicos relatos de terror, The Lodge (2019), los realizadores austriacos recurren a una constante en su filmografía: la familia como epicentro del mal, aquí mostrada a través de una construcción pervertida de la fe, y cómo esta puede causar un trauma dogmático, expuesto en la película mediante la depresión femenina. The Devil’s Bath, la película más ambiciosa y acertada de sus responsables hasta hoy,abandona, sólo en apariencia, los códigos de género utilizados en anteriores trabajos para adentrarse en un relato crudo de tono premonitorio y fatalista que incide con determinación en la turbia gestación de síntomas distorsionadores. Sobre su intención y posterior resultado, dos de las películas más cuestionables de este Sitges 2024 fueron, por un lado, el nuevo trabajo de Marielle Heller Nightbitch, otra de esas películas cuya supuesta alegoría primaria y subrayada transmuta en panfleto de autoayuda hiperlimitado, en el que la maternidad ha de encontrar un sentido a su tortuosa existencia. El supuesto elemento fantástico, esa evocación de tono weird sobre la transformación animal como metáfora recurrente utilizada dentro del cine de género, en Cat People (1982) o As boas maneiras (2017), por poner dos ejemplos, aquí queda mostrado como burda excusa para un mensaje maniqueo que desdibuja aún más, si cabe, el conjunto. Peor parada resultó 2073 de Asif Kapadia, reconocido director en el ámbito documental con trabajos biográficos sobre iconos de la música y el deporte, Senna (2010), Amy (2015), Diego Maradona (2019) o Federer: Twelve Final Days (2024), su película se adentra en una distopía sociopolítica donde la única, y supuesta ficción, la encontramos en su prólogo y epílogo, en ella somos testigos de la precaria subsistencia postapocalíptica de Samantha Morton, muy similar a la sufrida por Bruce Willis en 12 Monkeys, sin saber cuál fue el “acontecimiento” que condujo a dicha situación, el relato abraza el formato documental para retroceder al pasado, a nuestro presente, a la hora de mostrar cómo fuerzas políticas, tecnológicas y ambientales amenazan al planeta; el problema surge a causa de un tono sermoneador que traiciona conceptos de ciencia ficción y las referencias citadas en su premisa, en especial, la referida a La Jetée de Chris Marker, dándole un aire sórdido y conspirativo, cuando no hay nada intrigante en todo esto: solo hechos económicos y políticos mostrados en cualquier reportaje televisivo del presente. 2073, alejada de un determinado tipo de concepción cinematográfica, de forma irónica e involuntaria, termina simulando los cánones de cualquier documental aleatorio basado en ideologías conspiranoicas difundidas por la extrema derecha, la misma que Asif Kapadia curiosamente pretende denunciar.
De utopías mentales y mitologías patrias
Rich Flu
Respecto a la presencia de cine español en Sitges 2024, prevaleció la tendencia de un nivel exiguo; Rich Flu, primer trabajo en solitario a cargo de Galder Gaztelu-Urrutia tras el díptico El hoyo, nos traslada a otra fábula distópica donde los adinerados sufren un virus mortal. Película, que al igual que la más acertada The Screwfly Solution (Joe Dante 2006), rompe con cualquier tipo de credibilidad interna del relato en lo concerniente a otorgar una lógica científica que actúe a modo de mcguffin, ya que la supuesta agudeza argumental también requiere de algo de verosimilitud, dando la impresión de lo que realmente parece importar a Gaztelu-Urrutia es una impronta expuesta a medio camino entre la sátira y el moralismo social sobre la división de clases que, por momentos, se sitúa demasiado cercana en espíritu a la cuestionable Triangle of Sadness de Ruben Östlund. Peor parada resultó Daniela Forever, nuevo ejemplo en el que un autor como Nacho Vigalondo cuyas ideas y conceptos son bastante interesantes, no termina de plasmar con acierto dicho imaginario, aquí mostrado a modo de tragicomedia romántica que reflexiona en clave low-fi sobre el duelo, el recuerdo fúnebre de la pareja, y la toxicidad masculina que deriva en obsesión, con un resultado irregular con respecto a una narrativa, con claras reminiscencias de Eternal Sunshine of the Spotless Mind de Michel Gondry, que intenta mostrar una geometría onírica distorsionada. Que el metraje se extienda hasta más de dos horas acrecienta la sensación de inconsistencia. Lo mejor vino de la mano de El llanto, película que revisita con determinación una serie de reconocibles conceptos del fantástico contemporáneo, la mayoría derivados del J-Horror, a la hora de mostrar a través de distintos espacios temporales un virus espectral transmitido y heredado que es visualizado a través de lo analógico y lo digital. Algo más discutible resulta su indecisión a la hora de decidirse por lo puramente genérico o lo social, dos vías percibidas de manera equidistante en la película, ya que el relato incide en conceptos costumbristas poco habituales en el género de terror, sobre todo en el tramo final donde se atisba un tímido intento de interpretación con respecto a la violencia machista y sus efectos en el imaginario femenino a través de una dubitativa carga metafórica.
Una Ballena
Por otra parte, Una Ballena de Pablo Hernandonos nos cuenta una historia de supuesto tono críptico, en la que vemos las andanzas de una misteriosa asesina a sueldo en una ciudad portuaria a través de una estilizada historia de pretendida ambivalencia genérica que transita desde un gélido noir a indagaciones en un fantástico de carácter mitológico, e incluso, ciertas derivas hacia el terror cósmico. Es una lástima que el conflicto se genere entre lo sensorial y lo convencional, así como las diversas referencias y alegorías que vemos de forma continuada: el polar francés de Jean-Pierre Melville, con Le Samouraï como abanderado, o el imaginario de Herman Melville en Moby Dick, resultan ser más evidentes de lo pretendido por parte de un autor que da la impresión de intentar alcanzar con esta película un estatus de autor inclasificable, poniendo de manifiesto una vez más, cómo mucho cine español de la actualidad parece empeñado en centrarse en una serie de imágenes que no terminan de dar un sentido coherente, o en el mejor de los casos evocador, en innumerables silencios de pretendida naturaleza simbólica. Luna puso de manifiesto el peligro de exponer en festivales un determinado tipo de películas. De clara vocación intimista y minimalista en su faceta conceptual, la película de Alfonso Cortés-Cavanillas recicla tópico tras tópico un subgénero como es la ciencia ficción espacial de supervivencia; debido a un incidente, un grupo de astronautas tendrá que luchar por sobrevivir en el espacio lunar, temática que antes de Gravity de Alfonso Cuarón ya tuvo infinidad de precedentes en la gran pantalla. El relato, expuesto casi a modo de obra teatral, una suerte de drama de cámara, parece concebido para que un epílogo/ flashback dé sentido a un nivel existencial a todo lo antes expuesto, siendo su principal problema unos diálogos infantilizados que adolecen de un tono sobreexplicativo de difícil justificación, jaleados con sorna por una gran parte de la audiencia de Sitges, público que curiosamente ha mantenido durante estos últimos años, a través de una complicidad muy debatible, una condescendencia intelectual a la hora de aceptar con relativa normalidad, una serie de películas y contenidos bastante más perniciosos que las evidentes imperfecciones ofrecidas en Luna.
El fantástico multicultural
Sanatorium Under The Sign of the Hourglass
Uno de los puntos álgidos del festival vino de la mano de los hermanos Quay y su regreso al cine con la excepcional Sanatorium Under The Sign of the Hourglass, película que, como bien apuntaba el crítico Álvaro Peña, ofrece horizontes al que realmente los busca. Un tipo de autoría que se ha ido cimentando a lo largo del tiempo sobre un estilo cinético único en el mundo de la animación stop-motion, reafirmado y potenciado con un último trabajo inspirado en la novela homónima de Bruno Schulz, donde los ritmos auditivos y visuales son mostrados mediante una abstracción cinematográfica percibida como espectral. Como viene a ser habitual en el imaginario de los Quay, muy próximo al expresionismo alemán y a la psicodelia, la narrativa se convierte en un tremendo flujo de imágenes visuales e impulsos subliminales donde cada textura, movimiento o sonido resulta impregnado de simbolismos, estando los personajes totalmente supeditados a dichos elementos. A través de un posicionamiento irreductible, cuyo principal cometido consiste en convertir inframundos en celuloide situado fuera del tiempo y, por tanto, percibido como rara avis dentro del actual panorama cinematográfico, su naturaleza restringida a una gran audiencia justifica la existencia de los festivales de cine. Otro sospechoso habitual de Sitges como Marco Dutra, ahora sin la compañía de Juliana Rojas, Trabalhar Cansa (2011), As boas maneiras (2017), regresaba al festival con Bury Your Dead, cinta que posa su mirada sobre el concepto premonitorio del apocalipsis, aquí intuido como político, resaltando el estado del fantástico actual y la demagogia de tono social que parecen ser tendencia, por mucho que su desaforada parte final nos retrotraiga a supuestos imaginarios lovecraftianos representados por doquier a causa de unos desmedidos efectos CGI.
A Different Man
En otro orden de cosas, A Different Man de Aaron Schimbergvino a cubrir la cuota y señas de identidad de la productora de moda A24 mediante una interesante propuesta que indaga en miradas alternativas e identidades difusas en lo concerniente al concepto del doppelgänger, a través de un desarrollo que va de la comedia satírica, con un agraciado tono woodyallenesco, al drama incómodo de reflexiones existenciales y metacinematográficas deudoras del cine de Charlie Kaufman, terminando con un tímido acercamiento al género de terror. Una película que pone de manifiesto una moda, con relación a gran parte del cine independiente norteamericano actual, Beau Is Afraid (2023), Dream Scenario (2023), que abraza como algo habitual el concepto weird a modo de motor narrativo a la hora de abordar oscuros traumas y los matices derivados de ello. Menos satisfactoria resultó la ópera prima de la realizadora Isabella Torre Basileia, extensión de su cortometraje Ninfe (2018), compartiendo trama como una suerte de cara b de la reciente La chimera. Un eco-thriller, situado a medio camino entre lo sobrenatural y lo antropológico, con reminiscencias mitológicas, que reafirma la idea de cierto cine italiano que ha tenido en estos últimos años serios problemas a la hora de vagar por un fantástico de tono pretencioso. Aquí, a diferencia del film de Alice Rohrwacher, queda en evidencia como consecuencia de un cuestionable intento por integrar lo puramente genérico con una ambientación realista. Más interesante fue la cinta polaca Night Silence, película que nos muestra la deriva mental, de tono lovecraftiano, de un octogenario que ingresa en una residencia de la tercera edad. Bartosz M. Kowalski, que ya había incidido con anterioridad en el concepto del miedo desde distintas perspectivas, Playground (2016) o El abismo del infierno (2020), se adentra a través de una serie de irrealidades en la sorprendente subjetividad del personaje, que orbita por un inframundo y una percepción, abandono/muerte, ya mostrada en la fundamental Twilight Zone con el episodio Nothing in the Dark de Lamont Johnson, historia que años más tarde reconfiguraría Steven Spielberg con su adaptación cinematográfica Kick the Can. Propuesta inusual, principalmente por su enfoque poco dado a la concesión conceptual de un temario intuido como poco receptivo para el actual fandom del fantástico.
Francia, entre el riesgo conceptual y el contenido autoimpuesto
Else
Pese a diversas vicisitudes de índole coyuntural, en Sitges aún hay espacio para el auténtico descubrimiento de nuevas autorías, como la del realizador francés Thibault Emin, cuya ópera prima Else, el más acertado body horror de este 2024, nos traslada a imaginarios apocalípticos fascinantes. Partiendo del concepto de la ocupación del espacio entre dos personajes, con un punto de inicio deliberadamente kitsch que nos puede conducir a rasgos estilísticos propios de Amélie de Jean-Pierre Jeunet, el relato se centra en la expansión de un nuevo tipo de pandemia en la que vemos a los infectados fundirse con su entorno, a tal respecto hay una secuencia aterradora en la que un grupo de personas intenta rescatar a un hombre que se fusiona con una acera. Un virus que no solo nos aísla de los demás, sino que también recontextualiza la relación entre nosotros y nuestro entorno, con un desarrollo metódico, plagado de referencias asimiladas del cine de Shinya Tsukamoto, David Cronenberg o de Polanski en Le locataire, mostrando el alucinatorio contagio emocional y corporal de una pareja. Como debut y experiencia cinematográfica con escenas tan potentes cargadas de una hipersensibilidad atmosférica poco común, por ejemplo, cuando la pareja protagonista durante la relación sexual se amalgama con organismos en descomposición que orbitan por el apartamento; la ambición de Thibault Emin, autor a seguir con determinación a partir de este momento, resulta realmente admirable. Bastante menos interesantes resultaron las restantes películas francesas presentes en la Sección Oficial, por un lado, Meanwhile on Earth puso de manifiesto que Jérémy Clapin se desenvuelve mejor en el ámbito de la animación, Palmipedarium (2012), J’ai perdu mon corps (2019) que en una imagen real pretendidamente más críptica que aborda una serie de temas mucho más convencionales de lo que pueda aparentar en un primer momento, estos serían la perdida y la necesidad de pasar página, expuestos bajo los designios de un coming of age situado a medio camino entre la ciencia ficción y la psicología, que en su parte final se desvía hacia un nivel más visceral en la descripción del dolor de una joven que intenta superar la pérdida de su hermano mayor, un astronauta que hace años desapareció en el espacio exterior. Perspectiva y posicionamiento que sitúa el relato en el pantanoso terreno del género elevado, aquel en el que los tropos genéricos habituales de la serie B se insertan de forma algo abrupta en historias supuestamente más trascendentales.
De sorprendente podría calificarse la vuelta al terror low cost de David Moreau, realizador adscrito, de forma errónea, a la ola del extremismo francés de principio de la década del 2000 por su ópera prima Ils. Veinte años después regresa al fantástico con MadS, film que recurre a dos conceptos hoy por hoy percibidos como trillados: el subgénero zombie, aquí más cercano a los infectados vistos en Dèmoni (1985) o [REC] (2007) que a los muertos vivientes de la saga de George A Romero, y a un único plano secuencia, recurso cuyo constante movimiento aquí limita de forma evidente la puesta en escena, donde hay momentos en los que la película literalmente se detiene de forma accidental, dado su montaje interno, poniendo de manifiesto que pese al tono lúdico de la propuesta, las formas, en esta ocasión, dictaminan hasta la extenuación como será el contenido. Bastante peor paradas resultaron dos aportaciones en las que el fantástico, como simple escusa metafórica, tira de agenda y contenidos subvencionados, por un lado, Call of Water de la realizadora Élise Otzenberger nos muestra un drama familiar cuya brecha entre lo real y lo mágico se configura por medio de un tono premonitorio de algo sobrenatural que está por llegar; dicha narrativa, mejor expuesta en Take Shelter de Jeff Nichols a través de la conservación de la institución familiar ante la amenaza apocalíptica, aquí queda expuesta a modo de un rutinario alegato sobre los conflictos identitarios de la maternidad, o lo que es peor, por un trasfondo simbólico de apariencia líquida, subrayando la importancia de ser madre por medio de una liviana conexión espiritual con seres venidos de otro mundo. Por su parte, Planet B nos plantea una abrupta historia de activismo y ciencia ficción que nos sitúa en una prisión virtual en la Francia de 2039. A la realizadora Aude Lea Rapin parece importarle más la reflexión sobre una suerte de política distópica a cerca de los peligros del totalitarismo que las referencias y supuestas influencias genéricas, la serie The Prisoner o disfrutables series B como Wedlock (1991) o Fortress (1992), que se atisban en una película de naturaleza opaca, cuya adhesión a una determinada militancia concienciadora la acercan más a un episodio deficitario de Black Mirror, que a un relato de ciencia ficción cuyo propósito y discurso social se intuya convincente.
Hipercodificación del fantástico
Desert Road
Para terminar este primer análisis de todo lo visto en Sitges 2024, cuatro aportaciones procedentes de Estados Unidos en las que una serie de coordenadas genéricas parecieron estar mejor definidas; por una parte, el gratificante debut en la dirección de Shannon Triplett Desert Road, película que comienza a semejanza de uno de esos thrillers de carretera concebidos por Eric Red en los 80, donde vemos a un solitario personaje que se encuentra atrapado en una pesadilla que parece salida de la mente de Richard Matheson; dicho aislamiento es mostrado a través de tomas panorámicas y aéreas que muestran la inmensidad de un desierto vacío como un inhóspito no-lugar, para ir transformándose en un relato fantástico sobre realidades alternativas y paradojas temporales que mira sin disimulos a películas como Retroactive (Louis Morneau 1997) o Triangle (Christopher Smith 2009) donde la protagonista se enfrenta al tiempo de una forma literal y existencial, con la inclusión en su tramo final de un afortunado toque Amblin. Una agradable sorpresa, con relación a su asimilación/actualización de referencias genéricas. Si en 2016 con Outlaws and Angels J.T. Mollner revisitaba coordenadas contiguas al western, en el thriller psicológico con elementos de terror Strange Darling nos propone una doble alteración de determinados convencionalismos, por un lado, desestructurando el orden del relato, y por otro, jugando con el cambio de rol en relación con sus personajes; el objetivo, un poco a la manera de la notable In a Violent Nature (2024), donde Chris Nash le daba la vuelta al concepto del slasher con ayuda de la variación de la subjetividad del espectador, es tratar de descomponer las percepciones mediante una narrativa dislocada plagada de múltiples twists. Como mal menor, dicho posicionamiento no se intuye caprichoso, tampoco su inquietud formal de rodar en 35 milímetros y otorgar al relato distintos contrastes fotográficos, que van del realismo exacerbado del cine de terror de los 70, a una fotografía más contrastada e iluminada deudora del noir. Algo más cuestionable es que J.T. Mollner recurra en el tramo final a una serie de tropos, bastante obvios, de los géneros que anteriormente ha intentado subvertir.
Azrael
Tras su ópera prima Cheap Thrills (2013), E.L. Katz, junto al guionista Simon Barrett, presentaba en Sitges el survival Azrael, propuesta de carácter heterodoxo, que recoge ingredientes de exitosas narrativas postapocalípticas actuales como The Last of Us o la saga A Quiet Place, unido a algún apunte sobre el folk horror y presentando a Samara Weaving como nueva scream queen, que ejemplifica el concepto de relato de terror desprovisto de un significado profundo. Katz hace gala de su talento a la hora de escenificar secuencias de lucha y persecución, que es básicamente todo lo que sucede en Azrael, sin embargo, el entorno del bosque que subraya un sugestivo tono atávico, parece un recurso escénico redundante, al igual que una trama que se autoimpone una serie de restricciones, cero diálogos y una historia casi minimalista, algo que no deja de ser un aliciente y un lastre al mismo tiempo en una película de tono funcional, con serios problemas para ir más allá de su condición de lúdico ejercicio destinado a liberar tensión en el espectador. Como colofón del festival, Alexandre Aja, otro autor cuya trayectoria arranca en el denominado Extremismo Francés con la efectiva Haute tensión (2003), pero que a diferencia de su compatriota David Moreau sí ha tenido un posterior desarrollo totalmente adscrito al género con películas como The Hills Have Eyes (2006), Mirrors (2008) o The 9th Life of Louis Drax (2016), presentó Never Let Go, relato que parte de una premisa interesante, como el Mal, materia prima de casi todo el cine de terror, es inculcado por una madre a sus dos hijos en el seno de una familia que subsiste al margen de una sociedad de la que no tenemos constancia de su existencia. A tal respecto, la historia nos sitúa en un territorio abierto a la interpretación, ¿existe realmente un componente postapocalíptico/ sobrenatural que justifique la supuesta amenaza de un ente maligno, (The Shining Stanley Kubrick 1980), o todo se debe a una deriva mental provocada por el miedo al exterior, Kynódontas (Yorgos Lanthimos 2009), The Village (M. Night Shyamalan 2004)? Por último, lo más interesante de Never Let Go es su incursión en la suposición y el conocimiento, ambos elementos de forma irregular muy presentes en el fantástico actual, tanto en la reciente tendencia de los thrillers de aislamiento en tiempos de pandemia, como en el subgénero de las películas de terror que intentan ser sutilmente alegóricas. Hay muchas ideas en Never Let Go que quedan sin explorar,sin embargo, evitando reinventar nuevas fórmulas, la película se sitúa en un camino plagado de indecisiones, curiosamente acorde con la trayectoria que ha ido siguiendo Alexandre Aja durante los últimos años, un realizador cuya carrera, como aplicado artesano que es, queda en gran parte supeditada al material que le llega.