D’A 2020: A White, White Day/ Abou Leila

La galardonada como Mejor Película en esta pasada edición online del D’A 2020 recayó en el segundo trabajo tras las cámaras del realizador de origen islandés Hlynur Pálmason, película en donde al igual que en su anterior Winter Brothers se exploran conceptos varios relacionados con el desamor. A White, White Day, que forma parte de ese tipo de historias simples que se toman su tiempo a la hora de poder desarrollarse pero que conforme avanzan, emparentándose aquí por momento con el thriller, se refuerzan a la hora de hablarnos de fantasmas interiores, los figurados nacidos a través de una duda y como estos a través de sus actos articulados por tal efecto logran crear nuevos entes en relación a aquellas personas que le fueron afines en vida al protagonista, la película nos sitúa en una remota ciudad islandesa, un jefe de policía retirado comienza a sospechar que un hombre tuvo un romance con su esposa, quien recientemente murió en un accidente automovilístico. Poco a poco, su obsesión por descubrir la verdad se acumula e inevitablemente mientras comienza a ponerse en peligro a sí mismo y a sus seres queridos.

A White, White Day empieza con una cita proveniente de un viejo proverbio islandés bastante premonitoria con respecto a lo que el espectador va a ver a continuación que dice “Cuando todo es tan blanco que ya no puedes distinguir entre el cielo y la tierra, la muerte habla con los vivos”, dicha frase parte de lo interpretable como una introspección que deviene como personal en el film y de la que a través de una ambivalencia moral va a ser víctima el personaje principal durante prácticamente todo el relato, dicho balanceo interior no deja de ser un dialogo consigo mismo, nunca hablado pues la película en lo referido a la palabra esta regida principalmente por una estricta ocultación de sentimientos como bien podemos comprobar por ejemplo en las sesiones de terapia a las que acude de mala gana el pétreo protagonista, un sobrio a la vez que imponente Ingvar Sigurdsson, a tal respecto el relato no deja de ser una continua exploración acerca de las luces y las sombras que puede albergar la naturaleza humana en según qué circunstancias, por un lado tenemos la relación del protagonista con su nieta, de alguna manera dicha interactuación entre ambos viene a representar ese vínculo familiar sólido y exento de la corrupción que suele transitar en relación a la complicidad nacida a modo de único bastión afectivo posible de una persona que a raíz de un fortuito descubrimiento se plantea cuestionar la naturaleza de una relación pasada, será a partir de ese momento cuando la duda que en parte le corroe al personaje principal entre en acción en lo que se podría denominar como un duelo interior equidistante, la confrontación de alguna manera consistirá entre la seguridad afectiva de un vínculo especial y un estado emocional más oscuro que cuando más se empeña en transitar a través de trastiendas más dañado sale.

De A White, White Day habría que destacar especialmente como consigue transmitir un estado de ánimo o un estudio del duelo  a través de un artificio escénico que aquí están en plena consonancia mediante los paisajes blanquecinos y gélidos tan característicos nórdicos que dan la sensación de ser un personaje más de una trama urdida por parte de Hlynur Pálmason que queda expuesta a través de un ejercicio de estilo poderoso en lo relativo a sus formas y en donde la empatía queda en un segundo plano a favor de una especie de nihilismo, del personaje y lo que desprende, que da lugar a la observación de pequeños detalles y comportamientos acerca de esos sentimientos ocultos que en ocasiones resultan ser tan punzantes para la psique humana.

En lo referente a las óperas primas presentes este año en el D’A Abou Leila del argelino Amin Sidi-Boumédiène fue indiscutiblemente uno de los trabajos más interesantes de los vistos en esta edición, un relato portentoso en lo visual que parte de la premisa de hasta qué punto puede influenciarnos los estragos de la violencia en nuestra estabilidad emocional a través de una historia expuesta en base a un enfermizo juego de perspectivas y realidades de alguien que deviene como incapaz a la hora de superar dicha disquisición. Abou Leila nos sitúa en la Argelia de 1994, golpeada por los atentados terroristas, dos hombres emprenden un viaje por el desierto en busca del autor de uno de estos ataques. Durante el periplo, no obstante, parece que todo se va volviendo cada vez más extraño, como si la realidad fuera cediendo poco a poco.

En Abou Leila, que forma parte de esa clase de películas que mezclan géneros cinematográficos sin llegar nunca a forzar dicha hibridación, cohabitan un doble juego de espejos que conforme avanza la acción se hace cada vez más palpable, en el encontramos el real y el supuestamente figurado, intentando buscar un ejemplo valido que pueda equiparar dichas confluencias narrativas vamos a poner como referencia el Lost Highway de David Lynch, evidentemente la sofisticación de esta la hace bastante lejana en estilo al trabajo que nos ocupa, sin embargo en ambas películas existe una serie de confluencias cuando menos curiosas dignas de ser mencionadas pues los protagonistas de ambos relatos terminan recurriendo de forma voluntaria o no a una fuga onírica, si en el film protagonizado por Bill Pullman este recurría a una especie de transfiguración psíquica que devenía en física a la hora de evadirse de una realidad que era incapaz de afrontar en Abou Leila su protagonista no deja de ser un trasunto catalizador de una violencia extrema de la que se ve imposibilitado de asumir y aceptar de una forma racional dando lugar a otra violencia ya percibida como desenfocada pero no por ello menos real, será entonces cuando quede a merced de sus mayores temores, a partir de ese momento y en especial en lo referido a su tramo final todo lo que presenciemos quedara situado en una barrera difusa en donde lo onírico y en especial lo psicótico se situara por delante y en parte difuminara lo entendible como realidad en base a un surrealismo existencialista que puede resultar algo complicado para el espectador a la hora de saber qué de lo que vemos llega a ser real y qué no.

Será pues el estrés mental después de un trauma violento que es percibido pero no mostrado hasta el final del relato la principal tesis que aborde Amin Sidi-Boumédiène, un realizador que da la sensación de saber manejar con soltura el lenguaje cinematográfico como bien podemos comprobar en la secuencia inicial del film, su muy potente y estimable opera prima será pues un estudio de un trauma que queda por delante del contexto político social de un conflicto bélico expuesto al inicio del relato a modo de drama realista. Narrada bajo los parámetros de una road movie al uso en donde se utiliza una excusa, o más bien un McGuffin, la búsqueda, a través de un vasto desierto cada vez más abrumador e insondable a medida que la ficción onírica avanza, de un terrorista, se nos ofrece lo que en realidad es un viaje a ninguna parte, o más bien un descenso hacia profundidades mentales que en muchas ocasiones dadas sus derivaciones de realidad y fantasía colinda con el relato de índole fantástico. Este nunca mejor dicho viaje al corazón de las tinieblas en donde también se nos muestra una visión dual de cómo encarar la violencia representa a la perfección ese tipo de cine que parte de la realidad para ir lentamente adentrándose en la irrealidad, aquella que de alguna manera se sirve del reflejo de un demoledor vía crucis que ha de afrontar ese antihéroe protagonista  incapaz de asumir una violencia que sin saberlo forma parte de la su propia naturaleza casi desde su infancia.