Crónica Festival de San Sebastián 2021. Día 7

Universos hostiles y auge y caída del sueño americano

Dentro de la muy potente selección de películas vista este año en la sección New Directors el debut en la dirección de Hong Sung-eun vino a explorar a través de una historia de tono claramente minimalista esa desconexión cada vez más notoria existente entre el individuo y la sociedad con la que supuestamente tiene que interactuar. Aloners nos presenta a Jina, la mejor empleada del centro de atención al cliente de una empresa de tarjetas de crédito. Evita entablar relaciones estrechas y, por eso, elige vivir y trabajar sola. Jina se siente cómoda en su estilo de vida solitario hasta que su irritante vecino, que intentaba acercarse a ella, aparece muerto a los pocos días. A partir de ese momento, muchas personas que había decidido ignorar empiezan a molestarla: su padre, que la acosa por la herencia de su madre; Sujin, un nuevo compañero que es pesado pero simpático, y el despreocupado Seonghun, su nuevo vecino.

Ese fenómeno del aislamiento voluntario tan proclive en escenarios urbanos conocido con el nombre de holojok, acrecentado estos últimos tiempos a causa de la pandemia, nos es presentado en la película a modo de peripecia personal a través de la figura de una joven arisca y algo ensimismada (impecable Gong Seung-yeon), en relación a su anodino día a día Hong Sung-eun traza un sutil retrato sin apenas subrayados que habla básicamente de la desvinculación de alguien hacia el otro, tanto en el ámbito familiar, en referencia a como su único vínculo con su padre consiste en verlo a través de una cámara de seguridad instalada en el salón de su casa, como en el laboral, en donde vemos como la protagonista que trabaja como operadora telefónica de atención al cliente, síntesis perfecta de como una hipercomunicación tecnológica termina derivando a ciertos individuos a un enclaustramiento voluntario, entrará en un conflicto interno con la repentina aparición de una becaria a la que tendrá que instruir, será a partir de esa ruptura narrativa en donde Aloners muestra lo que realmente le interesa, el paulatino derrumbe de una fachada de insensibilidad en referencia a las emociones de una persona que sin saber muy bien el motivo se ha esforzado hasta ese preciso instante en reprimirlas. A tal respecto Hong Sung-eun deja bastante claro que en vez de direccionar el relato a la indagación de la raíz de una problemática social prefiere decantarse por explorar la interioridad de una concreta crisis existencial. Al igual que otra notable cinta coreana que transitaba por sendas narrativas similares, mas enfatizada en lo relativo a la relación sentimental, como era el This Charming Girl de Lee Yoon-ki  Aloners solo se ve algo empañada en lo concerniente a una resolución condescendiente, mal endémico por otra parte en gran parte de la producción coreana reciente, por lo demás Hong Sung-eun acierta en eso a veces tan complicado que es plasmar en una pantalla mediante una aguda observación el estado de animo de toda una generación que no logra encontrar su lugar en la sociedad.

Ese subgénero propio que nos remite al biopic que retrata el nacimiento, auge y caída de alguna celebridad estadounidense tuvo cabida en la sección oficial a concurso del festival con la nueva película de Michael Showalter The Eyes of Tammy Faye, irregular crónica que nos acerca en modo catártico a las contradicciones existentes que pueden haber en relación a atesorar un supuesto valor espiritual y la riqueza material que se puede sacar de ello. La historia nos muestra el ascenso, caída y redención de la telepredicadora evangelista Tammy Faye Bakker. En los años 70 y 80, Tammy Faye y su marido, Jim Bakker, pusieron en pie prácticamente de la nada la red de cadenas religiosas más grande del mundo, así como un parque temático, y gozaron de una inmensa popularidad gracias a sus mensajes de amor, aceptación y prosperidad. Tammy Faye era legendaria por sus pestañas indestructibles, su original forma de cantar y su generosidad a la hora de acoger a personas de todo tipo. Pero no pasó mucho tiempo antes de que las irregularidades financieras, las rivalidades e intrigas y los escándalos derrocaran un imperio construido con gran meticulosidad.

No deja de ser una pena que una película de las características de The Eyes of Tammy Faye en referencia a ser casi un fresco histórico que abarca varias décadas, al igual que otras muchas de su misma condición, sea incapaz de asumir y diseccionar de forma adecuada las muy interesantes problemáticas presentes en una trama que son tratadas de forma simplona y esquemática pues no parece ser una prioridad en lo concerniente a su narrativa el indagar con determinación en por ejemplo los vínculos existentes en las sectas evangelistas con importantes partidos políticos del país, el manejo oculto causante de un determinado triunfo mediático o la hipocresía que rige según que estamentos religiosos por citar solo algunos de los muchos presentes en la trama. En cambio la historia mostrada, plagada de innumerables agujeros sin explorar, parece estar concebida en la medida de humanizar y redimir la reputación de Tammy Faye, en tal sentido la película termina siendo Jessica Chastain en lo relacionado a toda su estructura, algo que aprovecha muy bien la protagonista de Zero Dark Thirty para hacer suyo el relato de principio a fin, incluso la elección de un actor tan limitado como resulta ser Andrew Garfield juega a su favor en lo concerniente a enaltecer una performance que termina siendo tan acaparadora como meritoria. Por lo demás The Eyes of Tammy Faye bajo un tono algo satírico provisto de una estética recargada hacia lo kitsch dada la extravagancia de sus personajes no deja de ser una crónica más del auge y caída en desgracia de un personaje que en el relato nos es mostrado a modo de una muñeca rota que fue hundida curiosamente por una maquinaria mediática que ella mismo se encargó de construir a su alrededor.

Procedente de la sección Un Certain Regard del pasado festival de Cannes el debut en la dirección de la realizadora belga Laura Wandel fue una de las varias películas ubicadas en las secciones paralelas de esta edición, aquí  Zabaltegi – Tabakalera, que si hubiera figurado a competición dada su calidad poca extrañeza habría suscitado entre los presentes, Un monde a través de unos patrones narrativos que derivan al espectador a una total inmersión nos cuenta como Nora, una niña de siete años, y su hermano mayor, Abel, vuelven a la escuela. Cuando Nora presencia cómo otros niños abusan de Abel, se apresura a protegerle avisando a su padre. Pero Abel la obliga a guardar silencio. Atrapada en un conflicto de lealtades, Nora intentará encontrar su lugar, dividido entre el mundo de los niños y el de los adultos.

El imaginario infantil siempre ha sido bastante proclive a transitar en lo concerniente a un tipo de crueldad propiciada desde un propio entorno que de alguna manera está legitimado ante una lógica falta de ética que si se supone inherente en el adulto, en tal sentido Un monde en lo concerniente al carácter inmersivo antes citado nos retratar un particular microcosmos percibido como bastante alejado de la realidad adulta, un tipo de relato provisto de una mirada turbia que nos es narrado a la altura de los ojos de sus protagonistas y ofrecido hacia el espectador en base a la mera observación que otorga tanto la cámara en mano como su desbordante naturalidad, ecuación esta que por momentos nos remiten a los mejores trabajos de los hermanos Dardenne , en tal sentido la película, que prioriza en todo momento el fuera de campo a lo explícito y que en realidad no deja de ser un duro relato iniciático que apenas se detiene en la exploración del sistema educativo, está rodada literalmente desde el punto de vista de los infantes, a través de ellos y en referencia a estar ante una historia en donde lo emocional de sus protagonistas forma la columna vertebral de un relato que parece estar suspendido en el tiempo seremos testigos de cómo la violencia y el bullying que sufren y cometen los protagonistas va arraigado a la aceptación o integración social de unos niños que han sido lanzados de forma repentina a la dolorosa presión de querer ser aceptado por el otro en un mundo que hasta ese momento no habían dominado. A tal respecto el patio de recreo, para algunos niños el momento más disfrutable del día, para otros una auténtica pesadilla, es presentado en la historia a modo casi de un campo de batalla en donde los dos hermanos protagonistas, emocionalmente confundidos de forma constante, tendrán que sobrevivir y hacer frente a los nuevos códigos sociales que rigen este particular microcosmos en el que se ven obligados a subsistir a partir de ahora, todo ello mostrado a través de una inteligencia subjetiva que nos hace plantear al espectador situaciones ciertamente incómodas de responder.

Como viene siendo habitual últimamente François Ozon volvió a su cita anual con San Sebastián presentando Tout s’est bien passé, película en donde el responsable de Dans la maison vuelve a transitar por narrativas en un principio proclives a un cierto academicismo, en el caso que nos ocupa en lo referente al suicidio asistido, teniendo la virtud en base a la honestidad y solvencia del producto de salir bastante airoso en lo concerniente a un temario que suele ser campo abonado a exploraciones expuestas en base a un cuestionable exacerbado desaforo emocional. En Tout s’est bien passé vemos como a sus 85 años, el padre de Emmanuèle es hospitalizado tras un accidente cerebrovascular. Cuando se despierta, debilitado y dependiente, este coleccionista de arte, curioso por naturaleza y amante apasionado de la vida, le pide a su hija que le ayude a morir.

Muy atrás quedaron los tiempos en que François Ozon orbitaba alrededor de esa etiqueta autoral de enfant terrible tan presente en sus inicios en cintas como por ejemplo Sitcom, Les amants criminels o incluso aquella re visitación del imaginario de Fassbinder que era Gouttes d’eau sur pierres brûlantes, en tal sentido la evolución del director francés, dejando de lado aquel entretenido y retorcido ejercicio genérico que era L’amant doublé, se ha ido gestando a medio camino entre el clasicismo y dramas de índole ya no tan manieristas que suelen indagar a través de problemáticas sociales, Tout s’est bien passé, adaptación de la novela homónima de Emmanuèle Bernheim, al igual que Grâce à Dieu pertenece al segundo grupo, aquí en lo relacionado a un temario tan incómodo como puede resultar ser la eutanasia. De alguna manera la película opta de forma afortunada para con el espectador por contar una historia a modo de un melodrama familiar desprovisto de tragedia, en realidad estamos ante un trabajo bastante más modesto en lo referente a lo que es su génesis de lo que puede aparentar en un principio, mas direccionado al lucimiento actoral, ojo a ese resurgimiento de Sophie Marceau, que a una narrativa entendida como compleja, algo que en realidad se convierte en un arma de doble filo pues si por una parte se desprende de un cierto tremendismo vacuo ante la ausencia de un discurso entendido como profundo, aquí diluido en base a un esporádicos toques de comedia, por otra parte la película ante esa falta de tensión termina desprendiendo un tono distante y algo intrascendente, dando la sensación final de estar ante un drama familiar amable y bastante asimilable dado su inequívoco trazo liviano, que no termina hablando tanto de la eutanasia en sí misma como de la reflexión que puede conllevar el asumir y aceptar una muerte que es decidida por alguien cercano a ti.