Crónica Festival de San Sebastián 2019. Día 1

Asentamiento coyuntural

Del 20 al 28 de septiembre tuvo lugar la 67 edición del Festival de San Sebastián, una nueva edición del veterano certamen donostiarra que puso de manifiesto una consolidación del modelo liderado en estos últimos años por el equipo capitaneado por José Luis Rebordinos. A la hora de hacer un balance general de esta pasada edición esta pasa en parte por admitir un mal endémico de difícil solución que viene arrastrando el certamen durante bastante tiempo, el estar en la cola en referencia a su catalogación de festival de clase A con respecto a sus semejantes, dicha coyuntura ha propiciado que San Sebastián siempre haya adolecido de una estabilidad a la hora de programar una sección oficial a concurso demasiada supeditada a encontrar limitados resquicios en la medida de contraprogramar con ciertas garantías a otros certámenes, por fortuna el Zinemaldia parece haber encontrado en estos últimos años una vía algo alternativa a la hora de tener cierta legitimidad en encontrar contenidos interesantes provenientes del Festival de Toronto, posiblemente no es la más perfecta solución pero si la única posible ha día de hoy y seguramente en el futuro.

Como certamen de claro índole popular San Sebastián pasa por la aceptación de esta coyuntura que deviene casi como ineludible, llegados a este punto el muy evidente salto cualitativo existente entre la sección oficial y las secciones paralelas se percibe como muy notorio en referencia a su calidad, dicho de otro modo el mejor cine y en parte el más coherente provine de apartados tan bien estructurados como Horizontes Latinos, Zabaltegi, New Directors y evidentemente Perlas, secciones asentadas y bien direccionadas a la hora de guiar a público y prensa sobre qué tipo de cine va a visionar. Mención aparte y ciertamente digno de elogio es la labor del festival en referencia a las retrospectivas y sus respectivas publicaciones, la de este año dedicada al realizador mexicano Roberto Gavaldón cumplió con creces esa labor hoy casi extinta y tan pedagógica que han de asumir casi por obligatoriedad los certámenes cinematográficos en la medida de direccionar una mirada a cinematografías ya pretéritas.

A continuación y como viene siendo habitual en estos ultimo años dentro del portal iremos desgranando a modo de crónica diaria todo lo más importante visto en esta 67 edición del Festival de San Sebastián.

 

Día 1, de memorias histórico social y purgatorios estilísticos

Blackbird remake de la cinta danesa Stille hjerte fue la encargada de dar el pistoletazo de salida a esta nueva edición del Zinemaldia en lo referente a la sección oficial a concurso, en el nuevo film de un autor tan todoterreno como es Roger Michell vemos como una mujer bajo los rasgos interpretativos de Susan Sarandon sufre esclerosis lateral amiotrófica en fase terminal decide voluntariamente acabar con su sufrimiento por medio de la eutanasia con la ayuda y aprobación de su marido. Sin embargo tal decisión traerá una serie de conflictos familiares pasados que parecían estar enterrados. Blackbird en base a un espacio escénico que parece remitirnos al teatro clásico podría catalogarse como una especie de continuación familiar y algo más dramatizada de aquel Peter’s Friends de Kenneth Branagh estructurado a modo de relato coral ubicado en las consabidas comidas familiares, campo abonado este a discusiones grupales que fuerzan mediante un trazo muy poco sutil un lucimiento actoral que termina deviniendo como previsible pues a fin de cuentas en Blackbird pese a su indudable corrección todo parece estar impregnado en base a una manipulación emotiva direccionada al espectador poco prevenido en estas líderes, algo que termina anulando cualquier tipo de inquietud autoral por parte del responsable de Notting Hill, en su lugar asistimos a una representación algo manida sobre la eutanasia dentro del seno de una familia acomodada de clase media en donde predomina por encima de cualquier otro activo el lucimiento actoral orquestado para la ocasión en base a figuras que devienen como estereotípicas, lástima que un tema tan delicado y complejo de cierta sensación de transitar en lo concerniente a la no originalidad a través de carriles narrativos muy preestablecidos, como consuelo nos queda que al menos Roger Michell tiene el detalle de no caer ni en la militancia ni en el tremendismo dramático alternado con una ligera lucidez momentos de reflexión emocional con otros en donde un humor algo desinhibido liberan un trazo que en gran parte del metraje se vislumbra como excesivamente calculado.

La segunda película a competición de esta primera jornada del Zinemaldia fue la esperada cinta española Mientras dure la guerra, trabajo en donde el hoy algo denostado Alejandro Amenábar vuelve después de varios años a rodar en territorio patrio, lo hace a través de una mirada histórica ubicada en el verano del año 1936 durante los primeros días de la Guerra Civil española, relato que nos es ofrecido a través del posicionamiento y la perspectiva del filósofo vasco Miguel de Unamuno ante el conflicto que se avecina, una determinación que en un primer momento decide al apoyar públicamente una sublevación militar que promete traer orden a la convulsa situación del país, dicha mirada nos es expuesta a modo de mosaico provisto de personajes que devienen ciertamente como arquetípicos, ellos de alguna manera representan en la cinta el imperecedero estigma de las dos Españas ya muy visibles en los preámbulo de la Guerra Civil, por un lado la ambivalencia y vaivenes ideológicos según se desarrolla los acontecimiento de Miguel de Unamuno, por otro los a entender de un servidos algo caricaturizados y por momentos grotescos Franco y Millán Astray, personajes que nos dictan una confrontación moral e ideológica de difícil solución. De algún modo el nuevo trabajo tras las cámaras del responsable de Tesis se sitúa en un territorio que da la impresión de buscar en todo momento una neutralidad que de alguna manera parece condenada a mutar en conciliación, a tal respecto posiblemente el mayor activo de Mientras dure la guerra radique en la puesta en contexto de dicho discurso, afortunadamente desprovisto de maniqueos coyunturales y grandilocuencia pueril, el resultado final se atisba como un  esforzado retrato de reversos sociales e ideológicos tanto del pasado como del presente, algunos mejor expuesto que otros pero cuya actitud final se sitúa pese a ciertas aristas muy por encima de los últimos trabajos realizados por Alejandro Amenábar.

Dentro de ese cajón de sastre de películas que podríamos denominar como importantes vistas en otros certámenes la sección Perlas abrió este año el fuego con Seberg, funcional biopic que nos muestra un periodo temporal en que la actriz francesa e icono estético y cultural de los 60 Jean Seberg  se vio envuelta en el tumultuoso movimiento por los derechos civiles a finales de dicha década en Los Ángeles, su relación con el activista de los derechos civiles Hakim Jamal la convirtió en un blanco perfecto por parte del FBI a la hora de interrumpir y desacreditar el movimiento del Black Power. La cinta dirigida por el australiano Benedict Andrews alcanzo el nivel cualitativo más bajo visto este año dentro de la sección Perlas, posiblemente un servidor piensa que su inclusión en San Sebastián vino supeditada por la presencia de Kristen Stewart en la alfombra roja en el certamen donostiarra. Seberg con una sensación muy notoria a telefilm intranscendente es de esos trabajos que amparándose en una muy interesante coartada cinéfila desaprovecha por completo los mimbres e ideas prometedoras de las que parte, ya no en referencia a centrarse en un escueto periodo temporal sino en no saber adecuar equitativamente un material que en un principio daba para bastante más que el pasa de puntillas sobre varias narrativas que no terminan de ensamblarse de manera correcta mediante una esforzada obsesión por una verosimilitud de dudosa ejecución, a tal respecto un servidor hubiera preferido un retrato algo más personificado de una figura que resulto ser tan vulnerable como lo fue Jean Seberg, los arquetípicos personajes agentes del FBI,  las tensiones raciales de la época o una confusa militancia feminista lastran de convencionalismos una propuesta que seguramente habría salido ganando si se hubiera centrado en un retrato algo más unitario, con solo escarbar con algo más de profundidad en el turbulento episodio del rodaje de la Saint Joan de Otto Preminger ya se hubiera justificado el intento.

De Francia y con el Premio del Jurado otorgado en el pasado Festival de Cannes en su haber nos llegó Les Misérables de Ladj Ly, película que nos sitúa en el año 1993 a través de las vivencias de una brigada anticriminal compuesta por tres personajes que han de operar en la problemática zona de Montfermeil. Les Misérables que evidentemente no adapta la obra de Victor Hugo pero sí que en parte esta inspirada podría situarse formalmente a medio camino entre la magnífica Ley 627 de Bertrand Tavernier, la no menos notable Training Day de Antoine Fuqua o incluso El odio de Matthieu Kassovitz . Con una narrativa contada casi en tiempo real el nuevo trabajo del responsable del curiosísimo documental À voix haute – La force de la parole contornea a través del film de denuncia social contado casi a modo de falso documental, de forma involuntaria o no el film de Ladj Ly que parece hablarnos básicamente de un hostigamiento en un lugar aislado y marginal parece sentirse bastante más cómodo en el espectáculo de la confrontación policial delictiva que en la indagación de una problemática social de denuncia o discurso político, dicha disyuntiva tiende a contrarrestar un supuesto mensaje o dictado moral, sin embargo los beneficios de este aplicado ejercicio vendrá en la medida de saber crear con inusitada soltura un clima en base a un ritmo narrativo bien direccionado a curiosamente una evasión fílmica que entra en continua confrontación con una supuesta credibilidad a la hora de retratar el conflictivo extrarradio parisino. De una visualización poderosa Les Misérables solo parece hacer aguas en un tercer acto en donde se da pie al subrayado moral, un mal menor para una cinta que se erige en uno de los más enérgicos thrillers policiales en lo que llevamos de año.

Una de las películas dentro de la sección Perlas que mayor expectación habían levantado este año fue el nuevo trabajo de Robert Eggers The Lighthouse (Premio FIPRESCI de la Quincena de realizadores en el pasado festival de Cannes), tras el éxito de su opera prima The Witch el realizador estadounidense da un paso adelante en eso tan complicado en el mundo del cine que es superar expectativas con un segundo trabajo, a tal respecto The Lighthouse cumple a la perfección con dicho tratado a través de una pieza cinematográfica que deviene como un apabullante e hipnótico ejercicio de estilo que rehúye cualquier tipo de tendencias liquidas dentro del actual cine de género fantástico para ofrecernos casi una pieza de orfebrería en base a la construcción de un propio lenguaje autoral. Ambientada a finales del siglo XIX en un único escenario y dos únicos personajes (sobresalientes una vez más Willem Dafoe y Robert Pattinson en un duelo descarnado a través de dos masculinidades bien distintas) The Lighthouse nos cuenta un infernal purgatorio a modo de drama de época de tendencias shakespeareanas malsanas, un tipo de cine que muy posiblemente los puristas del género fantástico acusen erróneamente de ser demasiado pretenciosa en referencia a su dictado. Que la imagen como tal vaya siempre por delante de la narrativa más que un déficit tiene que ser un beneficio si está bien aplicado, a tal respecto Robert Eggers evoca a clásicos autores como Murnau, Stanley Kubrick o incluso Béla Tarr aderezado con ligeros tonos proveniente de imaginarios propios de Melville, Lovecraft o Poe, referencias que tan solo como punto de inspiración estética en una propuesta de atmósfera ominosa que rozando lo experimental queda situado entre un sucio realismo desvirtuado y lo pesadillesco en base a la creación a modo de lienzo tenebrista de imágenes de impacto en dónde el crescendo narrativo deviene como un inquietante caldo de cultivo a la hora de mostrar una degradación moral y física. The Lighthouse termina convirtiéndose por méritos propios como una de las propuestas más radicales y fascinantes de los últimos años en un trabajo en el que volveremos de forma algo más detenida con motivo de su proximo estreno comercial.

Como colofón de esta primera jornada y con motivo del merecido homenaje al realizador de origen griego Costa-Gavras se pudo ver su último trabajo tras las cámaras titulado Adults in the Room, adaptación del libro escrito por el ex-Ministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis durante la crisis griega del año 2015. Adults in the Room viene a ser una vuelta de tuerca algo deslucida de las constantes temáticas que mejor ha sabido manejar el responsable de Music Box años atrás, si en trabajos anteriores como por ejemplo Z., État de siège o Missing Costa-Gavras hacía gala de un tipo de cine comprometido políticamente ciertamente admirable en forma y fondo en Adults in the Room dicha cualidades temáticas se ven bastantes deslucidas en la medida de exponer un relato de mensaje bastante unitario, de alguna manera es como si el director de origen griego le comprara sin apenas pestañear el discurso a Yanis Varoufakis sin detenerse a explorar una posible confrontación ideológica a través de una mirada digamos neutra, no se trata de dictar un posicionamiento positivo o negativo de dos entidades pero si de intentar homologar tendencias de una forma algo más ecuánime, dicha aseveración no significa forzosamente que estemos ante una historia de tintes militantes pero si de una mirada que deviene como unidireccional y algo manipuladora y por lo tanto deslucida en su conjunto final. Lo que cuenta Adults in the Room en parte es interesante aunque no tanto en la manera en cómo lo hace, la sensación final es estar ante un relato plagado de un simplismo populista que transita peligrosamente en lo maniqueo, una búsqueda forzada a través de un ejercicio de empatía que siempre parece bordear la propaganda, de poco sirve que el film levante el vuelo en su tramo final en base a una teatralización del conflicto a modo de sátira que atesora algo de originalidad, el trazo de brocha gorda exhibido en los anteriores cien minutos terminan siendo un lastre de muy difícil escoyo para el espectador.