Crónica Festival de San Sebastián 2022 (ll)

Perlas
Posiblemente la existencia e importancia de una sección de las características de Perlas, y sus actuales fundamentos, se deba principalmente a ese sempiterno equilibrio de apartados que suele aglutinar un Festival como el de San Sebastián con relación a tendencias, autorías y diversas políticas de visionados. En estos últimos años, la naturaleza de Perlas se ha percibido como demasiado previsible con respecto a nombres y a una cierta servidumbre por parte del festival a según qué distribuidoras patrias, al final todo esto seguramente no deje de ser un mal menor a modo de agradecida concesión, pues la máxima de cualquier certamen que se precie tiene que ser la de guiar al espectador a través de su secciones e indicarles qué tipo de cine y diversos conceptos van a poder encontrarse en cada uno de los apartados, en relación con eso no hay nada que objetar, pues un servidor no tiene ninguna duda al respecto de que hoy por hoy el Zinemaldia cumple a rajatabla con tal función didáctica.
Uno de esos nombres fijos antes mencionados es el del japonés Hirokazu Koreeda que presentaba este año en Perlas, previo paso por Cannes, Broker, película rodada en Corea y hablada en el idioma de dicho país, lo que no deja de ser un nuevo paso en ese llamado autoexilio evolutivo de un autor que da la impresión de seguir transitando por un mismo temario, pero dirigido ahora hacia una parcela más globalizadora en referencia a la territorialidad de sus trabajos. A través de una road movie de tono encubierto, Koreeda vuelve a reincidir en eso tan característico de su cine que es el exceso de tramas paralelas, algunas de ellas demasiado intrascendentes, que al final, acabando en un previsible e inalterable tratado de empatía hacia sus personajes, en su gran mayoría pertenecientes a un núcleo familiar disfuncional. Puestos a indagar en esas reconocibles capas emocionales, se echa de menos un trazo sin tanta transparencia y más profundo, presente en anteriores películas suyas, como por ejemplo Nadie sabe o la reivindicable Air Doll. A tal respecto el posicionamiento sigue siendo similar e incluso plenamente reconocible con relación a lo que son sus intenciones, aunque las formas, en lo concerniente a su actual tejido complaciente, parecen encontrarse en espíritu cada vez más alejadas con respecto a aquellos primeros trabajos. En una sección como Perlas, proclive a ciertas concesiones de cara al evento, la presencia de la nueva película de Olivia Wilde, Don’t Worry Darling, se pudo entender como normal. Una discutible pieza de entretenimiento que palidece en su intento de ser una feroz distopía sobre la masculinidad tóxica y el patriarcado, expuesta aquí a partir de la creación de un universo artificial supuestamente idílico, comparado con un concepto bastante similar visto en la novela The Stepford Wives de Ira Levin y su apreciable adaptación al cine a cargo de Bryan Forbes en el año 1975, o incluso ya puestos en el terreno de las comparativas, igualmente deficitaria si nos adentramos en supuestas alegorías antisistema que señalan al audiovisual norteamericano como mal endémico, en comparación con una película de hace 25 años, como por ejemplo, The Truman Show de Peter Weir. Lástima que esas nociones tan interesantes, en donde se intuyen y cuestionan los cimientos del imaginario yanqui como modelo de vida promocionado por la sociedad de consumo, termine siendo poco más que una simple fábula poco trascendente provista de un enunciado narrativo sin un desarrollo percibido como lógico, teniendo la sensación final de estar ante un entramado tan atropellado como una parte final que bordea involuntariamente, y de forma algo peligrosa, la serie B genérica más cáustica.
Otra de las películas que parecían desde un principio encontrar un lógico acomodo en Perlas fue el nuevo trabajo tras las cámaras de Santiago Mitre, Argentina, 1985, película política que reconstruye un importante acontecimiento histórico desde un posicionamiento muy inteligente, dada su inequívoca vocación de cine clásico popular de juicios con ligeras texturas de telefilm, como parcialmente cuestionable con relación a una cierta complacencia que apela a la emoción de cara a una galería ávida de triunfalismos idealistas y democráticos; algo completamente lícito, pues no se atisba en el relato ningún trazo oportunista, si no fuera por una cierta extrañeza al comprobar el anterior bagaje de su responsable en lo concerniente al revisionismo de clichés asociados al cine político visto por ejemplo en su anterior y notable La cordillera, film bastante más dotado de rigor y complejidad que el que nos ocupa. Por su parte, Un beau matin de Mia Hansen-Løve también indaga respecto al concepto de la emotividad, pero a través de una perspectiva totalmente distinta. La responsable de L’avenir traza un relato afectivo de tintes autobiográficos percibido como muy fiel a su propio imaginario, especialmente en relación con algo que se le suele dar bastante bien en lo que concierne a ir mostrando a través de pequeños matices una historia que se desarrolla de forma progresiva, sin apenas detenerse en la autocomplacencia o el aspaviento emocional. Aquí todo queda relacionado en función de un desorden emocional y un continuo estado de indeterminación por parte de la protagonista, percibido a través de una doble vertiente, la amorosa y la familiar, que derivan respectivamente en dependencias afectivas y filiales. Un cine de autenticidad que hacen de su modestia y moderación su mejor arma.
Otra presencia que suele ser preceptiva cada año en Perlas es la ganadora de la Palma de Oro de Cannes, en tal sentido seis años después de The Square, Ruben Östlund repetía comparecencia en San Sebastián con Triangle of Sadness, film segmentado en tres partes que viene a ser la quintaescencia de un autor con respecto a esa indagación marca de la casa, y de origen casi patológico, que retrata a través de la mirada del enfant terrible las miserias del primer mundo, aquí focalizada principalmente en los ambivalentes papeles jerárquicos de las clases sociales, en modo satírico y grotesco. Desafortunadamente el cine del realizador sueco, supuestamente malintencionado, tiene la innegable virtud de atesorar un gran sentido de la observación, que sin embargo no se ve correspondido con respecto a una exposición de brocha gorda, intuida por momentos como muy simplista, que parece estar bastante más preocupada en entretener a un público cómplice, entregado al gag de tono caricaturesco, que en desarrollar las interesantes reflexiones o el análisis político que se perciben en un cine que da la impresión de estar en un continuo regocijo de sí mismo. Dos fueron los documentales musicales que se pudieron ver este año en San Sebastián, por una parte el extraordinario Meet Me in the Bathroom presente en la sección Zabaltegi-Tabakalera y por otra, el no menos interesante y exuberante retrato multimedia Moonage Daydream, a cargo de Brett Morgen (Kurt Cobain: Montage of Heck 2015), acertado trabajo de no ficción, que prescinde de la prototípica historia cronológica, que termina siendo tan camaleónico en sus formas como fue el propio David Bowie, indiscutiblemente uno de los artistas musicales más poliédrico e influyente de todos los tiempos. La única pena que le produce a un servidor el visionado de este meritorio documental, de generosa sobrecarga sensorial expuesta casi a modo de viaje lisérgico que obvia recursos y clichés característicos del género, es no tener ocasión de poder verlo en formato IMAX con sus 48 canciones remasterizadas, por lo demás todo bien, cualquier tipo de pleitesía al genio en forma de trabajo audiovisual es por descontado bienvenido.
Tras su paso por Venecia, Alejandro González Iñárritu, con el respaldo de Netflix, desembarcaba en Donostia con la determinación de llegar a lo más alto con Bardo, propuesta tan desmesurada y ambiciosa como discutible, que toma referencias y puntos de partida de, por ejemplo, y por aquello de ponernos algo en contexto, el 8 ½  o Amarcord de Fellini o el Synecdoche, New York de Charlie Kaufman, a la hora de hablarnos del propio pasado del autor bajo la fórmula del todo vale. Película en la que a lo largo de sus casi tres horas de duración nos deja claro que el alter ego de Iñárritu es el epicentro neurálgico de una historia que transita a modo de biografía emocional por los límites de la realidad y los sueños, el resultado final termina siendo más un indigesto muestrario de onirismo que una lúcida disección de las heridas de un país como México. Un relato que fracasa estrepitosamente a partir de un intento de autocomplacencia más direccionado finalmente al exceso efectista, e incluso narcisista, en lugar de intentar exponer algún halo de verdad a través de unas imágenes percibidas como inertes. En las antípodas de sus formas y su correspondiente contenido, y por aquello de intentar contextualizar un poco, según qué nuevas autorías ególatras con otras mucho más sólidas y pretéritas de una película de Iñárritu, se presentó la última película de los hermanos Dardenne, Tori et Lokita, cine en apariencia sencillo, pero construido sobre la base de la emoción y no las ínfulas. Aunque la fórmula pueda parecer en un principio la misma de siempre, en los Dardenne se percibe una interesante evolución hacia lo pesimista con referencia a un cine social que va bastante más allá de su propio enunciado, aquí la historia de dos jóvenes inmigrantes africanos enfrentados a la maldad de un sistema adyacente a esa Europa del bienestar que alimenta de forma soterrada la delincuencia y la explotación. Cine ético y digno construido desde el silencio que no busca la complicidad en su función de detenerse más en las miradas que en los gestos, cuyo cometido es hacernos ver desde otra perspectiva, y a través de una solvencia y precisión suficientemente contrastada, la realidad de una oscuridad social que nos rodea en nuestro día a día.
Recuperando tres títulos patrios dejados en el tintero en nuestra anterior crónica, Perlas presentó posiblemente las dos mejores películas españolas de este prolífico 2022, en cuanto a nombres consagrados, por un lado, una de las cumbres del cine español de este año se mire por donde se mire, es el nuevo trabajo tras las cámaras de Rodrigo Sorogoyen,  As bestas, película que recurre a conceptos propios de ese tensional thriller rural, por momentos derivativos del western, visto en obras como Straw Dogs de Sam Peckinpah o la reivindicable The BackWoods de Koldo Serra, a la hora de estructurar un relato ubicado en la Galicia caníbal, en donde predomina un duro clima de zozobra a raíz de una disputa de índole personal que con el paso del tiempo irá a más. Lástima que llegados a un determinado momento de metraje el responsable de El reino decide hacer dos películas en una vertebrando la trama entre diferentes nociones de lo masculino y lo femenino, algo que termina por adherir al tramo final una fuerte carga de trascendencia dramática al relato de género. Por fortuna aquí no se atisba impostura en ningún lado, aunque sí una considerable arritmia narrativa. Con todo, los primeros noventa minutos de As bestas suponen, con diferencia, el punto más alto de la trayectoria de Sorogoyen. Por otro lado, tras su paso por la Berlinale de Un año, una noche, basado en el libro Paz, amor y Death metal, de Ramón González, Isaki Lacuesta explora la experiencia del superviviente a través de las consecuencias emocionales acaecidas tras el atentado terrorista en el local Bataclan de París, lo hace, y en parte, esa es su gran virtud, pues evita el trazo sensacionalista, a través del camino menos complaciente y tremendista posible a la hora de estructurar un dispositivo narrativo deconstruido en distintos tiempos. En tal sentido Un año, una noche, como drama psicológico unitario que es, no deja de ser un meritorio tratado acerca de la descomposición de una pareja y esa huella indiscernible, que posiblemente acompañe en mayor o menor medida siempre, derivada de un hecho traumático que habla principalmente del miedo en todas sus representaciones, a través de lo sugerido en donde se nos sitúa en distintas fases de ese estado mental como el duelo inicial, la fatídica memoria y finalmente la tan ansiada catarsis. Otra película que de alguna manera también habla sobre los oscuros resquicios de la memoria fue Los renglones torcidos de Dios de Oriol Paulo, película que parte de una premisa similar a la fundamental Shock Corridor de Samuel Fuller, y que vino a cubrir esa cuota de comercialidad, a veces tan necesaria, por aquello de los equilibrios temáticos, en los certámenes de cine. Una ostentosa adaptación de la popular novela de Luca de Tena, que en su traslación en imágenes carece de un orden que pueda ser percibido como lógico y verosímil, con relación a algo que posiblemente funcione a un nivel literario, pero no a uno cinematográfico. Película plagada de un excesivo número de giros argumentales y puntos de vista divergentes que parece prescindir de cualquier posibilidad de lo real a favor del concepto reiterante de lo delirante, con todas las connotaciones que pueda atesorar para bien, pero sobre todo para mal en el caso que nos ocupa, tal término.

 

Nuevos Directores
New Directors, una de las secciones que más sentido tiene en un festival de las características del Zinemaldia, presentó, como suele ser habitual en estos últimos años, un interesante muestrario de nuevas autorías, algunas de ellas muy a tener en cuenta en un futuro no muy lejano, como por ejemplo la vista en Foudre, ópera prima de la realizadora suiza Carmen Jaquier, que nos plantea cómo algunos tabúes del pasado siguen estando de alguna manera vigentes hoy en día con respecto a pasiones emocionales y sexuales que no pueden expresarse de forma libre, pues en un principio van contra la norma dictada. En la película, que nos sitúa en el verano de 1900 en una aldea en los Alpes suizos, vemos como una adolescente ha de regresar a un entorno rural familiar debido a la repentina muerte de su hermana mayor. A través de una atmosfera de tono opresivo asistimos a esa consabida confrontación antagónica entre los valores conservadores, adyacentes al cristianismo hermético, y una mentalidad joven, y aún virginal, que todavía no ha sucumbido a dicho dogma opresivo, narrado a través de un relato que recurre al misticismo visual a la hora de mostrar el emocional descubrimiento de alguien que se siente amado por primera vez, y la libertad que todo ello puede otorgar. Por su parte, desde una cinematografía tan exigua en títulos como es la nicaragüense, se proyectó la primera película de ficción dirigida por una mujer de dicho país, La hija de todas las rabias de Laura Baumeister, que recurre al relato fábula con relación a ese imaginario infantil tan proclive al escapismo onírico del concepto de la miseria y la pobreza extrema, vistos a través de unos ojos inocentes, aquí con una fábrica de reciclaje de basura como principal escenario. Representación de un realismo mágico, muy en consonancia con el Beasts of the Southern Wild de Benh Zeitlin, por aquello de ponernos un poco en contexto, que a través de ese a veces pantanoso terreno del miserabilismo, nos muestra cómo lo bello se abre camino entre lo feo, a partir de un mundo propio que el infante logra crear.
Empieza a ser habitual que nuevas autorías provenientes del territorio asiático empiecen a incidir en problemáticas colindantes a personas de una cierta edad pertenecientes a unas sociedades plagadas de prejuicios, si el pasado año, y también dentro de la sección New Directors, la china Gull (crítica aquí) nos mostraba el viacrucis social que tenía que afrontar una mujer de 61 años víctima de una violación, la coreana Jeong-sun no deja de ser una muestra casi coetánea que nos muestra un caso bastante similar, en esta ocasión sobre la filtración de unas fotos indiscretas pertenecientes a una mujer de más de cincuenta años. A tal respecto, la ópera prima de Jeong Ji-hye sigue al pie de la letra un cine que se ampara en postulados de denuncia social referidos a estigmas morales ocasionados por la actual exposición en redes de la intimidad, en este caso ubicado en el ámbito laboral, con la particularidad de exponer como la estabilidad de una persona de una cierta edad se derrumba de forma repentina con el concepto de la vergüenza como tema central. Lástima que se perciba una autoría de laboratorio en lo concerniente a una narrativa de ritmo farragoso respecto a su intención de mostrarnos una cotidianidad que retrasa hasta lo indecible la llegada del asunto central de la historia. Por su parte Fifi, ganadora del Premio Nuevos directores, se centra en ese concepto recurrente, que al cine francés se le suele dar tan bien, que trata la llegada de la madurez en la edad juvenil, ubicada evidentemente en verano. El relato urdido por Jeanne Aslan y Paul Saintillan nos plantea una sencilla y fluida historia sobre el significado de los vínculos y el crecimiento emocional, también la referida a la brecha social que separa dos mundos distintos dentro de la adolescencia a un nivel socioeconómico, a través de un relato finiquitado como es preceptivo al final del periodo estival, una vez que se imponga la fría perspectiva ocasionada por la distancia y el tiempo. Película ingeniosa en su cometido en mostrar cómo se supera una etapa vital y complicada de la vida, teniendo la gran virtud de salir bastante airosa del temido coming of age festivalero.
Dirigida a tres bandas por Masahiko Sato, Yutaro Seki y Kentaro Hirase, e interpretada por Teruyuki Kagawa, uno de los rostros más perturbadores que ha dado el cine nipón en estos últimos años, y del cual Kiyoshi Kurosawa ha sabido sacar un generoso provecho, la japonesa Miyamatsu to Yamashita/ Roleless fue otra de las estimulantes sorpresas vistas este año en New Directors, cinta que nos plantea interesantes reflexiones con relación al significado y el sentido de la naturaleza fílmica. Película ovni de tono pausado e inteligente en lo concerniente a su utilización de la elipsis, que coloca al espectador en un continuo desconcierto a la hora de discernir qué es realidad y qué es ficción. La historia nos presenta a un hombre de apariencia gris, que trabaja como extra en todas las películas en las que puede, y que está empeñado en morir de forma sistemática en esa simulación no real, evidentemente detrás de todo ello anida un trauma sobre la no identidad en relación con un relato en donde se atisban fragmentos de lo que fue una vida pretérita, aquí visualizados en forma de papeles vacíos que pueden representar el no querer asumir un pasado, muy a semejanza del protagonista de Memento de Christopher Nolan. Por su parte Chevalier Noir nos retrata el periplo de la juventud de Teherán a través de una historia que parte del concepto del drama familiar intergeneracional, a partir de dicho enunciado la película del debutante Emad Aleebrahim-Dehkordi nos muestra el día a día de dos hermanos que se enfrentan, cada uno a su manera, al continuo estado de limbo en el que parece encontrarse su generación. Chevalier Noir representa a la perfección ese cine de tesis orquestado por autores formados cinematográficamente lejos de su país de origen que deciden volver a sus orígenes realizando trabajos que, pese a su corrección, a la hora de mostrar un enfoque realista de las contradicciones actuales de la sociedad iraní, recurren a una serie de símbolos visuales y subrayados narrativos demasiados evidentes.  Una mirada, la de Ali Abbasi en la decepcionante Holy Spider, sería otro buen ejemplo de ello, que pese a estar en un principio amparada en lo autóctono, termina apelando a un trazo de índole mucho más globalizador e incluso industrial. A tal respecto un servidor, puesto a elegir, echa en falta aquel cine autoral iraní de los años noventa, en donde realizadores como, por ejemplo Abbas Kiarostami o Mohsen Makhmalbaf, nos ofrecían unas miradas mucho más personalizadas y sólidas, y lo que es aún más importante, más arriesgadas.
Las secuelas sociales y emocionales que subyacen en territorios en donde ha ocurrido algún conflicto bélico también suele ser un temario bastante recurrente dentro de la sección New Directors, referente a eso, Carbon, del realizador moldavo Ion Borş, se fundamenta sobre el absurdo y el sinsentido causado durante la posguerra. Situada en la Moldavia del año 1992 a pocos días de celebrarse el primer aniversario de su independencia de la Unión Soviética, la película nos ofrece una mirada con una ironía de tono casi berlanguiano de la transición, una suerte de road movie en donde los dos personajes principales intentan dar una digna sepultura al cuerpo carbonizado de un desconocido. La metáfora final contra el nuevo sistema burocrático terminará siendo tan liviana en su desarrollo, con un estilo cómico derivado de la desventura, como predecible y poco trascendente a la hora de dar a conocer un determinado contexto y su correspondiente trasfondo. Mucho más interesante y compleja con relación a las raíces de la disidencia resulta ser la ópera prima del croata Josip Zuvan Garbura, una alegoría mucho más sutil, en esta ocasión el escenario también deviene como hostil, ya no solo por la herencia recibida del conflicto armado, sino también por los protagonistas, dos familias vecinas cuyas rencillas se cimentan y agrandan a través del anecdotario a lo personal,  donde subyace un desequilibrio que genera una inevitable tensión y filtración del odio que irá en aumento conforme avance la trama. Las diferentes visiones que anidan en la sociedad croata, principalmente con respecto a la tradición y supuesta modernidad, quedarán expuestas a través de la mirada de dos niños, perspectiva que rehúye por fortuna cualquier directriz derivada del coming-of-age al uso, estando más dirigida a mostrarnos cómo la toxicidad heredada generacionalmente intenta invadir territorios reservados en un principio para la inocencia.
ZabaltegiTabakalera
Una sección completamente abierta a diversos formatos y temáticas suele correr el peligro de convertirse en una especie de cajón de sastre, si no se sabe adecuar con cierto rigor lo que es su selección, a tal respecto Zabaltegi-Tabakalera en estos últimos años se ha convertido en un apartado tan interesante con relación a las propuestas exhibidas, como algo errática con respecto a la presencia de según qué tipo de concesiones poco dadas al riesgo o a la experimentación. En Piaffe, ópera prima de la realizadora alemana Ann Orense, al menos se puede atisbar una cierta valentía y arrojo en lo concerniente a su condición de artificio fílmico, expuesto a través de tonos eróticos y sensoriales que cuestionan conceptos sobre la naturaleza de la sexualidad, a pesar de un osado planteamiento inicial, termina siendo bastante más simple de lo que pueda aparentar en un principio. Piaffe gira en torno a la sempiterna búsqueda de una identidad que finalmente consigue materializarse, muy a la manera del Dogs Don’t Wear Pants de J-P Valkeapäa, gracias al fetichismo y al sometimiento derivado de ello, aquí semejante a la relación existente entre un jinete y un caballo; el problema viene dado por cómo dichos artilugios, de claras y muy evidentes concomitancias “arty”, dinamitan por completo el concepto de una narrativa que termina siendo esclava de ser hilarante, aunque de forma involuntaria. Por su parte Mutzenbacher, de la documentalista Ruth Beckermann, nos sitúa en una audición para hombres de entre 16 y 99 años ubicada en una antigua fábrica adornada para la ocasión con un sofá rosa en donde se requiere de la voluntad del entrevistado para comprometerse abiertamente con el tema y el lenguaje de las palabras escritas en una página en donde se reproducen textos de la escandalosa novela publicada anónimamente en 1906 Josefine Mutzenbacher. Mutzenbacher gira en torno a un contexto documental de prueba, en donde asistimos a una perspectiva masculina de un polémico texto, de cómo este siempre cambia de perspectiva cuando se lee en voz alta, aquí a partir de una exploración diversa y en parte inteligente con respecto a cómo perciben los hombres esa extrema sexualidad, curiosamente en unos tiempos en donde parece que ciertos conceptos tradicionales de la masculinidad se hallan en una crisis de identidad.
Curiosamente este año en Zabaltegi-Tabakalera lo más interesante vino en forma de cortos y mediometrajes, la mayoría de ellos a cargo de autorías de prestigio, como por ejemplo la de Peter Strickland, que este mismo año presentaba en el pasado Festival de Berlín ese maravilloso desvarío que es Flux Gourmet. En Blank Narcissus (Passion of the Swamp), que evoca intencionadamente al cine de Michael Powell, se nos narra en apenas 12 minutos un ejercicio de rememoración mediante la voz en off de un veterano director de cine porno que contempla de forma pretérita una antigua relación amorosa con uno de sus actores. Ejercicio de planteamiento sencillo que basa principalmente su razón de ser en lo manierista y atmosférico de un trabajo en donde se perciben un abrupto contraste entre la imagen y el sonido expuesto a través de una dialéctica intuida como juguetona que cuestiona según qué tipo de límites, todo ello a propósito del posicionamiento de un cineasta cuyo estilo continua siendo inalterable, pese a atisbarse en sus últimos trabajos una inquieta búsqueda a la hora de intentar experimentar nuevas vías narrativas. Por su parte, el extraordinario cortometraje A Short Story nos trae de vuelta cuatro años después de Long Day’s Journey Into Night de Bi Gan el tono más esteta a través de una sucesión de imágenes expuestas a modo de hipnótica fábula gatuna que es plenamente fiel al sugerente imaginario de su autor. Un relato que en unos escasos 15 minutos de duración nos propone, respecto a la inequívoca condición de prestidigitador visual de Bi Gan, un sinfín de fascinantes subtramas visuales de talante surrealista que requieren de una aplicada labor de descifrado por parte del espectador.
Para dar por finalizada esta doble crónica de todo lo visto en el Zinemaldia 2022, dos películas que tuvieron un acomodo en sesiones especiales del festival. Por un lado y con motivo del Premio Donostia otorgado a la actriz Juliette Binoche,  presente en el film de ese indiscutible referente que es Claire Denis, que este mismo año cuenta también en su haber con la notable Stars at Noon, presentó Avec amour et acharnement, película que adapta una novela de la escritora francesa Christine Angot, y que representa a la perfección el ideario fílmico de una autora excepcional que maneja como nadie un cine plagado de impulsos y poco proclive a la explicación fácil para el espectador, y eso para los fieles seguidores, no deja de ser un auténtico festín. Película adulta e incorruptible que recurre a una corporalidad aquí expuesta a través de una perversa elipsis que se desdobla a modo de un estado mental que deconstruye un romance a tres. Una historia alejada de cualquier tipo de convencionalismos que indaga en las relaciones emocionales como algo complejo, ambiguo y contradictorio con respecto al pensamiento pasional e irracional que deriva del deseo. Por su parte y dentro de ese evento denominado Película Sorpresa, Blonde de Andrew Dominik, que adapta de forma inteligente una novela escrita en el año 2000 por Joyce Carol Oates, y expone a modo de producto kamikaze una historia que transita por el reverso oscuro del biopic al uso, respecto a una visión personalizada, por la escritora y el cineasta, del personaje de Marilyn Monroe / Norma Jeane. A través de un loable trabajo técnico, en donde se mezclan tonos, atmósferas y formatos, se desmitifica el sueño americano y al mito en forma de pesadilla, funcionando incluso como una suerte de fantasía de rescate, resuelta en una media hora final que linda con conceptos propios del cine de terror. En realidad, aquí no hay ningún tipo de relato de auge y caída, tampoco un tratado sobre el poder destructivo ocasionado por la fama, pues la herida se percibe desde un principio, y sí un tremebundo retrato sobre la angustia y el abismo a la hora de ofrecernos la representación de una realidad que sabe expresar bien lo que fue la fragilidad de un icono popular.

 

Palmarés

 Concha de Oro a Mejor Película: ‘Los reyes del mundo’, de Laura Mora

Concha de Plata a la Mejor Dirección: Genki Kawamura por ‘A hundred flowers’

Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal: Carla Quílez por ‘La maternal’ y Paul Kircher por ‘Le Lycéen’

Concha de Plata a Mejor Interpretación de Reparto: Renata Lerman por ‘El suplente’

Premio Especial del Jurado: ‘Runner’ de Marian Mathias

Premio del Jurado a Mejor Guion: Dong Yun Zhou y Wang Chao por ‘A woman’

Premio del Jurado a Mejor Fotografía: Manuel Abramovich por ‘Pornomelancolía’

Premio Nuev@s Director@s: ‘Fifi’, de Jeanne Aslan y Paul Saintillan

Mención Especial Nuev@s Director”s: ‘On either sides of the pond’

Premio Horizontes: ‘Tengo sueños eléctricos’, de Valentina Maurel

Premio Zabaltegi: ‘Godland’, de Hlynur Pálmason

Premio del público: ‘Argentina 1985’, de Santiago Mitre

Premio del público a la mejor película europea: ‘As Bestas’, de Rodrigo Sorogoyen

Premio Irizar al cine vasco: ‘Maixa

Premio Nest: ‘Montaña azul’

Premio Nest (Mención especial): ‘Anabase’