Crónica Festival de San Sebastián 2020. Día 7

Traumas paternofiliales y oscuras reconfiguraciones del mito de Frankenstein

Dentro de la sección New Directors el segundo trabajo tras las cámaras del joven realizador polaco Piotr Domalewski salió por decirlo de alguna manera bastante bien parado en referencia a transitar con cierto aplomo y frescura por temática bastantes recurrentes en un tipo concreto de cine europeo que suele indagar en problemáticas de índole social y afectivas, I Never Cry nos cuenta como una joven chica de diecisiete años llamada Ola debe viajar a Irlanda para trasladar a Polonia el cuerpo de su padre, muerto en un accidente en la construcción. Lejos de interesarse por él, Ola quiere saber si su padre ahorró el dinero necesario para el coche que le había prometido. Mientras se las apaña para lidiar con la burocracia extranjera utilizando su picardía, comienza a conocer a que fue su padre.

Tiene cierto merito el contarnos una historia que para nada es relativamente novedosa pero hacerlo de una forma que resulte bastante empática para con el espectador, en I Never Cry volvemos a percibir ese tipo de relato social europeo de claro tono realista tan deudor de las películas de Ken Loach, no estaría de más en un futuro intentar contextualizar la importancia que ha tenido el ahora algo denostado por esa nueva critica festivalera de índole elitista realizador británico en el cine contemporáneo europeo que transita en los diversos perjuicios adyacentes en el sistema social, a tal respecto la película de Piotr Domalewski parte de la premisa de cómo la inmigración ha causado un déficit afectivo en muchas familias que terminan adquiriendo la condición de desestructuradas ante tal situación. I Never Cry en tal sentido vertebra toda su historia mediante un consabido coming of age de manual, aquí el viaje interior de la joven protagonista, notable performance a cargo de Zofia Stafiej, quedara expuesto mediante la oportunidad, a diferencia de sus progenitores, de vislumbrar un futuro no dependiente en lo social y tener un control propio para con su vida, todo gira en torno a ese concepto, una alegoría perfectamente expresada en la estupenda escena final de este pequeño pero agraciado film en donde vemos como el deseo de conseguir el carnet de conducir por parte de la joven protagonista se hace realidad de la forma menos previsible.

El actor y ahora director Viggo Mortensen aprovechando ese sinergia tan habitual que se viene dando en las últimas ediciones del festival con la entrega del Premio Donostia presento en San Sebastián su opera prima como realizador, un film de tintes autobiográficos que indaga en la parte menos amable de una relación paterno filiar. En Falling vemos como John Peterson vive con su marido Eric y su hija adoptiva, Monica, en California. Willis, su padre, un granjero solitario y conservador, accede a viajar a Los Ángeles y quedarse en casa de John mientras busca el lugar idóneo para jubilarse. Durante su estancia, los mundos de padre e hijo chocan violentamente, hurgando en viejas heridas y abriendo nuevas en el viaje mutuo a la aceptación y el perdón.

Lo primero que destaca de una película de las características de Falling es su no adscripción, por fortuna, a ese tono académico lindante con el melancólico del drama familiar tan reconocible a la hora de retratar desde detrás de las cámaras una existencia o una parte de ella, en ese sentido la opera prima de Viggo Mortensen no es un relato cómodo ni agraciado pero por lo visto si veraz, este viaje interior contado en base a dos narrativas de pasado y presente nos acerca a una suerte de reflexión interiorizada a cargo del personaje del hijo interpretado por el propio Mortensen en lo concerniente a los enigmas que pueden esconder ciertos afectos familiares relacionados con lazos sanguíneos en donde aquella máxima que dice que la familia no se elige simplemente se acepta o no cobra una especial relevancia, en este aspecto el relato orbita principalmente a través del personaje del padre, un poco a la manera del James Coburn del Affliction de Paul Schrader nos encontramos a un ser que a través del resentimiento del pasado ha forjado una personalidad amargada e irascible, comportamiento que se ve alarmantemente engrandecido en relación a la demencia senil que padece. Falling posiblemente abuse de dicho retrato al exponerla pero no matizarlo del todo, una mirada por momentos reiterativa en algo que ya detectamos desde el principio de la historia, a tal respecto el discurso misógino, homofóbico o racista del padre terminara derivando en base a su reiteración hacia un tono de humor de características casi sardónicas poco favorable a la hora de profundizar en temáticas tales como la distancia insalvable entre generaciones o el perdón como acto de redención, quedando algo difusa, en parte incompleta, esa mirada a la figura del patriarcado nocivo aquí intuido a través de una vertiente algo abstracta. Con todo lo mejor de Falling lo encontraremos en la labor interpretativa de un inconmensurable Lance Henriksen, un espléndido actor de reparto que de forma algo inexplicable rara vez en su dilatada trayectoria ha tenido papeles de protagonista principal, en este aspecto nunca es tarde si la dicha es buena.

No deja de ser cuanto menos sintomático como el único film de género fantástico presente este año en San Sebastián fuera de alguna manera el que abriera a través de sus imágenes el debate y la reflexiones más controvertidas y rica en matices de todo el certamen, presente en la sección Zabaltegi -Tabakalera el segundo trabajo tras las cámaras de la realizadora Sandra Wollner tras su notable ópera prima The Impossible Picture nos sitúa en un viaje nada placido a través de la mirada neutra de un ser artificial hacia una sociedad demasiado imperfecta. En The Trouble with Being Born vemos como Elli es un androide y vive con un hombre al que llama padre. Es capaz de rememorar vacaciones y cualquier otra cosa que él programe para que ella recuerde. Durante el día se dejan llevar por el verano y por la noche él la lleva a la cama. Diseñada para asemejarse a uno de sus recuerdos, realmente parece estar viva, a veces incluso parece soñar, y sin embargo no deja de ser una máquina, un contenedor para esos recuerdos que lo son todo para él y nada para ella. Esas evocaciones parecen dominarle, de hecho han llegado a tener vida propia. Una noche ella se interna en el bosque siguiendo un eco evanescente. Se pierde entre los matorrales y alguien la encuentra y se la lleva a su casa, proporcionándole nuevos recuerdos y una nueva identidad.

En The Trouble with Being Born se cumple una dicha que no deja de ser personal por parte de un servidor en referencia a como películas de nacionalidad alemana o austriaca, más allá de ese concepto que es Michael Haneke, dan la sensación de saber manejarse mejor a la hora de transitar por tramas de índole malsano, en tal sentido la notable cinta austriaca The Trouble with Being Born no es una excepción, el film aparte de ser un demoledor y algo creepy relato de fantasmas interiores en cierta manera pervierte conceptos varios vistos en films como el A. I. Inteligencia Artificial de Steven Spielberg o el Air-Doll de Hirokazu Koreeda a través de una mirada de un androide a una sociedad que deviene como enferma. El tono expuesto por Sandra Wollner en este relato en donde la creación supuestamente es más perfecta que el creador por el simple hecho de carecer de imperfecciones de este será la de un tono tan oscuro como aséptico que por momentos parece colindar con los imaginarios surgidos por el gran Jonathan Glazer. En The Trouble with Being Born está muy presente Under the Skin en relación a la mirada del no humano, si allí el alienígena terminaba por empatizar de alguna manera con la condición de las personas aquí la inteligencia artificial a diferencia de lo que suele ser habitual en muchas películas no quiere volverse humana pues carece simplemente de dicha necesidad, el androide será y actuara en esta ocasión a modo de un espejo configurado a la medida de los recuerdos y deseos de sus dueños, la culpa del pasado y la pedofilia como males desvirtuados del ser humano, ambos atesoraran una dolorosa memoria para quien los cometen, acentuada aquí por la mirada fría e impávida del artificial.

Viene siendo bastante habitual en estos últimos año que el coreano Hong Sangsoo esté presente en San Sebastián, su película numero 24 formo parte de la sección Zabaltegi-Tabakalera, una película en la que vuelve a reincidir en la colaboración con la actriz y actual pareja sentimental del realizador Kim Minhee, The Woman Who Ran nos cuenta como mientras su marido está en un viaje de negocios, Gamhee queda con tres mujeres a las afueras de Seúl. Primero visita a dos amigas en sus casas y después se encuentra de casualidad a una vieja amiga en un cine. Pero la interrogante vendrá dada en la medida de saber ¿quién es la mujer que huye, de qué huye y por qué?

La sensación de que el responsable de The Day He Arrives esté sufriendo una especie de involución puede parecer bastante perceptible en un primer momento, sus últimos trabajos a diferencia de la gran mayoría de los anteriores dan la impresión de ser bastante más básicos a un nivel narrativo, en parte ya no se percibe una necesidad de recurrir a bucles temporales ni narrativas de tono cripticas a la hora de lanzar el mensaje, en lo formal sin embargo Hong Sangsoo sigue un posicionamiento que se percibe como fijo, en cierta manera es del todo impensable que a estas alturas lo abandone, el zoom abrupto y los largos planos siguen siendo un recurso marca de la casa. The Woman Who Ran es un fiel reflejo de lo antes comentado, una película casi esquemática, dudo mucho que esté compuesto por más de diez planos secuencias,  la trama consistirá en tres encuentro que la protagonista, de nuevo Kim Minhee, tiene con sendas amigas, cada uno de ellos será interrumpido por alguna intervención algo molesta llevada por una hombre, tres relatos que se repiten a modo de libro de estilo más depurado. Sera a través de esas conversaciones en apariencia cotidianas en donde se nos exponen como viene siendo habitual en el cine de Hong Sangsoo situaciones y pensamientos en principio funcionales para ir convirtiéndose poco a poco en algo más profundo en relación especialmente a distintas dinámicas de pareja, a tal respecto uno tiene la impresión que estos relatos en principio tan pequeños son de alguna manera los que mejor saben reflejar el ideario de un autor que pese a la reiteración de conceptos ya asumidos como inamovibles, o si se prefiere variaciones apenas imperceptibles sobre un mismo tema, sigue dando esa reconfortante sensación de realizar un tipo de cine en base a una sutileza y sencillez que parece estar concebida para que el espectador pueda habitar dentro del mismo relato.

Después de estar presente en la pasada edición dentro de la sección oficial a concurso con la estimable A Dark-Dark Man el realizador Adilkhan Yerzhanov volvía un año después a San Sebastián con una nueva película, en esta ocasión integrada dentro de la sección Zabaltegi-Tabakalera. En Yellow Cat, que está estructurada narrativamente a través de siete capítulos, cada uno presentado a modo de introducción por un dibujo infantil, vemos como el ex convicto Kermek y su amada Eva quieren dejar atrás su vida delictiva en las estepas kazajas. Él tiene un sueño, construir un cine en las montañas. ¿Será el amor, o más bien obsesión de Kermek por Alain Delon y la película El silencio de un hombre de Jean-Pierre Melville lo bastante fuerte como para mantenerlos alejados de las violentas garras de la mafia del lugar?

Viendo las dos últimas película de Adilkhan Yerzhanov parece quedar bastante claro que estamos ante una autoría tan definida con respecto a sus mimbres como algo difícil de asimilar por parte de aquel espectador que no esté dispuesto a aceptar las algo atípicas reglas de juego orquestadas por parte del director de Kazajistán. Tanto en la espléndida A Dark-Dark Man, thriller local con derivas al noir existencialista trágico expuesto a través de esa sempiterna colisión adyacente en la inocencia y en una culpabilidad moral casi viral dentro de una sociedad en donde la corrupción anida en un sistema que genera por igual a víctimas y verdugos, como en la película que nos ocupa los personajes parecen anclados en la nada, representada en su ubicación a través de la inhóspita estepa kazaja, los dos relatos parte de premisas criminales, la primera de una forma evidente, Yellow Cat lo hace sin embargo a través de una confusión genérica algo desconcertante, podríamos decir que la historia se ampara en parámetros muy parecidos al True Romance de Tony Scott, joven prostituta y joven delincuente emprenden una huida de connotaciones quiméricas, la pregunta viene dada en la medida de cuestionar si Yellow Cat es comedia o drama, lo que se nos cuenta en cierta manera no da lugar para muchas sonrisas, el modo en que lo hace posiblemente sí, ese humor absurdo y desconcertante, que por momentos parece mirar sin ningún tipo de pudor a imaginarios provenientes del cine de Jacques Tati por ejemplo, ya intuido a través de pequeñas pinceladas en A Dark-Dark Man, que en su tramo final vira hacia tonos algo más serios y poéticos,  aquí se adueña por completo de una función en donde encontraremos un sinfín de referencia cinéfilas que más que direccionados a la pleitesía del referente dan la sensación de ser una especie de imitación de connotaciones casi paródicas. Una película tan entretenida como desconcertante poseedor de un final muy triste que pese a estar situada un escalón por debajo de su anterior A Dark-Dark Man es un trabajo a tener en cuenta a la hora de valorar a ese tipo de autores cada vez más difícil de detectar que hacen que su obra atesore un tono identificativo y reconocible muy propio en relación a un estilo aquí percibido principalmente en base a la exposición de formalismos poco convencionales.