Crónica Festival de Sitges 2022 (I)

El fantástico discordante

Del 6 al 16 de octubre tuvo lugar la 55 edición del Festival de Sitges, año que estuvo marcado por una vuelta a la normalidad después de un par de ediciones en donde el certamen se vio afectado en diferentes ámbitos de sus parcelas, como consecuencia de las restricciones provocadas por la pandemia. Sitges volvió a transitar por unas reconocibles señas de identidad plagadas de claroscuros, especialmente en referencia a su labor de ser un certamen de un claro talante popular encaminado en ocasiones al evento, demasiado preocupado en proclamas de éxito de afluencia, en justificaciones percibidas como burocráticas, algo que no deja de ser contradictorio con relación a otros ámbitos de un festival que entre otras cosas propone una generosa selección de títulos heterodoxos, dirigidos al riesgo y la experimentación, también en referencia a ofrecer la oportunidad de visionar clásicos del género en pantalla grande, que sin embargo son poco publicitados y relegados a horarios poco agradecidos para el espectador. En su función meritoria señalar también su apuesta en seguir ofreciendo publicaciones en papel, este año, amén de conservar el catálogo físico, a diferencia por ejemplo del Zinemaldia, por partida doble a través de la publicación de los ensayos colectivos, Macros ocultas. Retrofuturos y universos virtuales en la ciencia ficción a propósito de TRON y WomanInFan. Topografía del género fantástico dirigido por mujeres. Un posicionamiento algo paradójico al percibir como el propio festival descuida a través de diferentes apartados un legado de 55 años, este año, por ejemplo, con la eliminación de un generoso catálogo de diarios de antiguas ediciones en su remodelada web, contradicciones…
Como gran cajón de sastre genérico que es, Sitges volvió a ofrecer diversas actividades paralelas a un público que regresó de forma generosa a las cuatro salas habilitadas para la ocasión más Brigadoon. A la hora de hacer un balance general de lo que fue Sitges 2022, a nivel de selección, señalar que esta vuelta a la normalidad supuso también el regreso de unos viejos déficits endémicos en Sitges ya visibles hace varias ediciones, principalmente el referido al elevado número de películas en el festival, algo que en realidad no tendría que suponer un problema en sí mismo, en cierta manera no deja de ser una ventaja según se mire el tener la opción de poder elegir qué querer ver, más discutible puede resultar que ello ocasione la renuncia a visualizar determinados títulos, o prescindir de unos casi inexistentes Q&A, también el justificar una determinada cifra de películas con relación a una selección percibida como algo mecanizada y poco clarificadora en criterio, con respecto a una cuadratura, meramente estadística, a la hora de darles un lógico sentido de ubicación en las distintas secciones.
A continuación, y cambiando el modelo de crónica de antiguas ediciones en el portal, el análisis y la perspectiva de todo lo que dio de sí este Sitges 2022 a través de dos extensas entregas divididas en seis apartados.

 

Nuevas corriente provenientes del cine francés

Como máxima un festival de género ha de servir para mostrar, y dar la correspondiente oportunidad de evaluar su actual estado, también en detectar dentro de lo posible, y poner sobre la palestra a través de su programación, la aparición de alguna nueva corriente, que en mayor o menor medida nos indique posibles nuevas vías evolutivas de un género fantástico que a estas alturas, debido a su saturación temática, da la impresión de tener poco margen para la innovación o aparición de nuevas tendencias, actualmente más orientado a revisitar viejos y conocidos conceptos del cine de terror, vía demanda popular, como bien indica el buen funcionamiento en taquilla de películas como Smile de Parker Finn o Barbarian de Zach Cregger, que en ofrecer algún signo de originalidad.
A tal respecto, si algo relacionado con todo esto se pudo percibir en Sitges 2022 fue una ligera proliferación de producciones procedentes de Francia que utilizan el género, en algunos casos como mera excusa, o llevado a un terreno autoral, a la hora de transitar por narrativas cuya naturaleza son percibidas como alejadas, o no afines, a un fantástico hegemónico. Un buen ejemplo de ello sería Les cinq diables, posiblemente la película que haya recurrido más veces en la historia a entonar el Total Eclipse of the Heart de Bonnie Tyler. El relato, beneficiado por la presencia de Adèle Exarchopoulos, no deja  de ser un paradigma de la indefinición genérica, pues la realizadora Léa Mysius intenta transitar por varias vías, principalmente a través de un realismo que nos habla de la reivindicación de la libertad sexual, del amor no normativo, dentro de un contexto social de índole represivo, ubicado en un drama familiar en donde somos testigos de cómo una traumática relación del pasado entre dos mujeres, vuelve al presente haciendo acto de presencia la consiguiente pulsión e incertidumbre amorosa que quedó pendiente. El elemento sobrenatural aparece en la historia a modo de un recurso elíptico que une ambos tiempos, componente que no ira más allá de tal función. Todo ello ligado a una suerte de multiverso en donde se maldice, desde el pasado y presente, un futuro no deseado a través del punto de vista de un tercer personaje.
Bastante más entonada en lo relativo a su abstracción genérica resultó La Montagne de Thomas Salvador, relato que hace de su anomalía, encauzada a lo impredecible, su mayor virtud en relación al tránsito que hace del concepto del viaje a lo desconocido, de cómo este, en lo concerniente a su cotidianidad, muta a un fantástico inesperado. A través de un inicio que mira sin ningún tipo de disimulo a El empleo del tiempo de Laurent Cantet, La Montagne nos cuenta la irracional atracción que un hombre siente hacia una montaña, dicha fascinación nos es mostrada en un primer momento a modo de huida y trayecto personal con respecto a una suerte de autoconocimiento que en realidad no deja de ser un renacimiento, y será la revelación final de índole fantástico, que no verbaliza en su función de arte audiovisual, lo que haga que el relato quede supeditado exclusivamente a la imagen, cosa ciertamente de agradecer en unos tiempos en donde la reiteración argumental echa por tierra la supuesta función reflexiva de multitud de propuestas.
Bastante más deficitaria, por como esgrime conceptos genéricos, se percibe Tropique, película que nos sitúa en un futuro próximo, concretamente en el año 2041, sin embargo, sus imágenes nos remiten al presente intuyendo como único rasgo venidero la academia que prepara a astronautas para viajes interestelares. Sera por ese motivo que la película haya sido publicitada bajo el estribillo promocional de atesorar ciertos ecos a Gattaca, cuando en realidad, no tiene absolutamente ninguna similitud con el film de Andrew Niccol. En ese sentido la película de Edouard Salier apenas muestra cualquier atisbo de ciencia ficción, pues estamos ante un drama familiar que analiza comportamientos variables en según qué tipo de circunstancias, en primera instancia mostrados bajo el concepto de la superación personal y en estar a la altura de lo que espera de ti el otro, también de cómo los sueños se hacen realidad o no, para después transitar a través de la noción del vínculo de sangre y la dependencia que a veces se puede generar de ella. La interrogante viene dada en si dicha finalidad, tan terrenal y en parte manida en multitud de dramas de sobremesa, aquí expuesta sin apenas empatía por el género, llega a justificar su obcecación en querer ser a toda costa singular. Otra película que cruza géneros y registros sin mucha convicción fue la franco-argentina Petite fleur, film que puede llegar a ser percibido a modo de liviana fuga autoral por parte de Santiago Mitre tras su aparatoso éxito comercial, de este mismo año, de Argentina, 1985. Basada en la novela homónima de Iosi Havilio, parece por momentos reexaminar de manera algo burda de la tesis abordada en la extraordinaria Jeu de massacre de Alain Jessua, parte de un concepto de claras connotaciones terapéuticas, en relación con la fantasía y la fuga disociativa, que otorgan un mayor atractivo a una vida intuida como tediosa. Drama burgués de tono recargado, con supuesta vocación de libertad, que sin embargo termina siendo intrascendente con relación a cómo zozobra en lo concerniente a su función de artefacto provocador y pretendidamente incómodo. Solo salvable, de forma parcial, por sus curiosas referencias al jazz o su mirada, en forma de sátira negra, de males adyacentes a ciertos extractos sociales acomodados, como la crisis de pareja o la difuminada identidad parental.
Por su parte la ópera prima de Lucas Delange, Jacky Caillou, parece tener algo más claro su adscripción genérica, aquí situada entre el naturalismo y el fantástico, también en su exposición de un drama rural licántropo en donde se van definiendo identidades según los actos cometidos. A tal respecto, en esta fábula de tono realista, alejada de la aparatosa comedia la mostrada en Teddy de los hermanos Boukherma, otra película francesa reciente que incidía en una temática similar, todo parece bascular en torno al destino que otorga a los protagonistas la naturaleza, y la pulsión derivada de ella. Lo más importante vendrá dado por la metáfora resultante, planteada de forma coherente en relación con una película tan humilde, que apenas se molesta en mostrar efectos que apoyen lo sobrenatural.  No es la primera vez que un director tan interesante como Guillaume Nicloux reincide en ese fantástico, que podríamos denominar como limítrofe, tras aquella pesadilla febril titulada The End (2016) en La tour, película que se adhiere en un primer lugar a conceptos adyacentes al imaginario de Twilight Zone, los habitantes de un bloque de pisos situados en la periferia de una gran ciudad, se despiertan una mañana con una oscuridad que envuelve todo el edificio, obstruyendo tanto puertas como ventanas y devorando literalmente a todo aquel que intente cruzarlas. Una vez planteado dicho MacGuffin, pasamos a un tratado sobre supervivencia extrema, en relación con la gestación de jerarquías sociales y raciales, semejantes a las vistas en High-Rise de J. G. Ballard/ Ben Wheatley o la contundente Threads de Mick Jackson. A tal respecto, la premisa inicial actúa como detonante, o mera excusa, pues Nicloux no se detiene en ella ni un minuto a la hora de dilucidar la posible razón, su interés anida en abordar el comportamiento humano dentro de esa suerte de nuevo gobierno regido a través del caos. Pese a elipsis narrativas de difícil justificación se agradece el tono nihilista de la propuesta.
Los hermanos Ludovic y Zoran Boukherma, de los que anteriormente hacíamos referencia en relación con Teddy, presentaron este año en Sitges L’année du requin, relato colindante a la comedia de terror, y cercana al cine de Bruno Dumont, en relación con la descripción de personajes de tono caricaturescos, expuesta a través de una historia que aborda la temática del tiburón asesino desde una óptica autoral desconcertante. Al igual que su anterior y más entonada película, los hermanos Boukherma vuelven a difuminar fronteras genéricas. En principio estamos ante una sátira que bifurca su narrativa hacia temarios en un principio poco dados al humor, por ejemplo, con relación a lecturas pandémicas a la hora de indagar mediante el género en la sensación de rabia derivada del encierro. En cierto modo, aquí el tiburón es una metáfora para hablar de la realidad cotidiana que todos experimentamos durante la pandemia. Cine que no se basa en la referencia fantástica entendida como tal, de alguna manera consigue hacer acopio de ella hacia un terreno supuestamente autoral. El resultado final, de forma inevitable, nos remite a una acusada irregularidad solventada levemente con la agradecida presencia de la actriz Marina Foïs. Otro ejemplo pragmático de esta corriente que se sirve del fantástico a la hora de exponer alegorías varias sobre la condición humana es la ópera prima de Simon Rieth Nos Cérémonies. Relato ambivalente sobre pactos fraternales en donde se vuelve a priorizar el realismo, por momentos colindante al documental, a la fantasía, a través de la historia de dos hermanos, en donde uno de ellos tiene que resucitar de forma sistemática al otro para poder seguir estando juntos. La metáfora, el vínculo familiar sanguíneo en la adolescencia, que en un momento u otro tiene que romperse para dar paso a la transición de la edad adulta, resulta demasiado obvio y previsible, no tanto el trayecto que la lleva a ella, por momentos interesante, al menos a un nivel técnico, en donde se percibe una sofisticada puesta en escena que intenta anteponer lo estrictamente cinematográfico a una, afortunadamente inexistente, dialéctica.

 

Cosecha patria

En un 2022 bastante prolífico con respecto al número de películas españolas producidas, no era de extrañar que Sitges, y demás festivales patrios, hayan sido un gran escaparate a la hora de dar a conocer dicha cosecha. Un debate bastante interesante, alternativo al aquí ofrecido, sería revelar la auténtica naturaleza de esta proliferación, los motivos reales que han llevado a dicha situación y el supuesto rédito que todo ello puede comportar respecto a una viabilidad comercial que vaya más allá de la burbuja festivalera. Centrándonos en el análisis de las películas presentes este año en el festival se entendió como lógico y consecuente que Venus fuera la encargada de inaugurar Sitges 2022. Segundo trabajo del sello The Fear Collection, la película, un loable y disfrutable producto comercial, se sitúa un peldaño por encima de su decepcionante predecesora Veneciafrenia de Álex de la Iglesia. Con todo, en Venus se percibe los infructuosos intentos de una autoría, como la de Jaume Balagueró, que da la impresión de querer manifestarse, con relación a querer traspasar la etiqueta de producto de encargo, posicionamiento curiosamente repetido este mismo año en su episodio El televisor, de la muy discutida segunda temporada de Historias para no dormir. En el imaginario de Balagueró ha sido muy habitual la coexistencia de escenarios cerrados propensos a un tipo de terror seco, de índole malsana, comprometido con unas señas de identidad que de alguna manera crearon un estilo propio, muy presente en sus trabajos más logrados, Los sin nombre (1999), la reivindicable Darkness (2002), Frágiles (2005) o Mientras duermes (2011). Algo de todo esto se percibe en Venus de forma residual, ya que en la película se intentan aglutinar varias tendencias híbridas, como el terror/humor neocastizo, y conceptos genéricos, la scream queen, en detrimento de ese horror más explícito, aquí derivativo del cósmico, antes citado. Lástima que la sensación final, especialmente en lo referido a su clímax, esté más enfocado en un trabajo donde parece primar más la labor del productor que la del autor.
Uno de los platos fuertes de este Sitges 2022 fue el nuevo trabajo tras las cámaras de Carlos Vermut, Mantícora, película que de alguna manera supone un retroceso, a nivel formal, hacia una realización de estilo más sobrio, después de su aparatosa, a nivel estilístico, Quién te cantará (2018). Película densa, pese a su aparente sencillez, que explora el horror desde una perspectiva cotidiana en lo concerniente a un análisis percibido como complejo y poco amable. A tal respecto, la monstruosidad humana ha sido una constante en la filmografía del responsable de Magical Girl, Mantícora no es una excepción a dicho temario, en cierta manera aquí lo amplifica su decidida adscripción a lo real, a esa cotidianidad antes comentada, colindante con un tono casi hiperrealista, la aleja del prototípico relato de género en beneficio del drama psicológico. Aquí la historia normaliza, o bloquea, un lado oscuro derivado de lo abyecto, creando una interesante dialéctica entre el crimen imaginario, y el que se resiste a ser representado. Será la revelación final, y su elíptica conclusión, la que otorgue una coherencia al conjunto en relación a dar sentido a un relato cuya mayor virtud radica en su reflexión de cómo lo soterrado subyace en la identidad humana. De naturaleza bastante más austera aún si cabe, La paradoja de Antares, ópera prima en el largometraje del veterano especialista en efectos visuales Luis Tinoco, apuesta, casi por obligación, por una puesta en escena aséptica, y por convicción, por la dialéctica de una narrativa que vertebra la historia a medio camino entre el drama familiar y el relato de ciencia ficción, planteando interesantes interrogativas en referencia a ese concepto de estar solos en el universo o estar solos con nosotros mismos. La paradoja de Antares oscila en referencia a una tesitura, contada en tiempo real, a la que se tiene que enfrentar su protagonista, realizar el descubrimiento del siglo, de origen extraterrestre, o asistir a los últimos instantes de vida de un ser querido. Enunciado que funciona de forma relativamente fluida hasta que su fórmula, a mitad del metraje, da signos de agotamiento, o lo que es peor, de intuir un enfrentamiento poco favorecedor entre supuestas y austeras intenciones, y una desmesurada ambición, o intento de trascendencia, a la hora de incidir, en gran parte debido al uso abusivo de la música y del subrayado, en un sentimentalismo demasiado grandilocuente.
Otra ópera prima fue el largometraje Cerdita de Carlota Pereda, relato vertebrado entre el humor negro y un terror costumbrista rural que señala el acoso endémico que sufren las personas obesas, y que en realidad no deja de ser una extensión del propio cortometraje dirigido anteriormente por la propia realizadora. Película que contiene los mismos errores que su antecesora con referencia a una realización descuidada, que por momentos roza lo amateur, y que también termina estando sometida a una narrativa desequilibrada, solo solventada a través de una entretenida parte final que abraza sin complejos ciertas costuras genéricas del slasher y la final girl a modo de festival catártico por parte del acosado. Con Irati, la producción española de género más ambiciosa del año, el realizador vitoriano Paúl Urkijo sigue indagando en la mitología de la cultura vasca como ya lo hiciera hace cinco años con Errementari. Lo hace a través de una propuesta de gestación arriesgada en relación con estar ante un producto de generoso presupuesto que se sustenta en lo autóctono a la hora de referenciar multitud de antecedentes que indagan en la fantasía épica, el relato de espada y brujería, y muy especialmente en ser deudor de aquella vieja escuela de la Europa del Este que inquiría como fábula fantástica en el folklore local. A tal respecto en su imaginario hay momentos a nivel paisajístico ciertamente subyugantes, es digno de aplauso, más en unos tiempos en donde la carencia de medios nos deriva a una ingente cantidad de películas que se valen de una obligada exigüidad de recursos a la hora de validar cualquier tipo de propuesta. Otra cuestión bien distinta sería entrar a analizar la evidente problemática que atesora una película de las características de Irati, donde es evidente la dificultad de Paúl Urkijo a la hora de poder articular un contenido, más preocupado por el preciosismo de las imágenes que en dotar de profundidad una narrativa, curiosamente en contraposición a su buen hacer en el formato del cortometraje, con trabajos anteriores tan interesantes como El bosque negro (2014) o Dar-Dar (2020).
Convertido en un subgénero en sí mismo con películas como Relic (Natalie Erika James 2020), La abuela (Paco Plaza 2021) o X (Ti West 2022), aunque años antes ya hubo incursiones algo más derivativas como The Skeleton Key (Iain Softley 2005) o el cortometraje del propio Plaza Abuelitos (1999), la vejez y la decrepitud derivada de ella como estigma social se ha convertido últimamente en un recurso narrativo bastante recurrente a la hora de articular historias de terror. Viejos, el segundo trabajo tras las cámaras del dúo formado por Raúl Cerezo y Fernando González Gómez, tras su desprejuiciada La pasajera (2021), se adentra en dicha temática, partiendo de postulados casi universales con relación a mostrar un oscuro orden social, ubicado dentro de un entorno familiar percibido como campo de batalla, a través de un relato que es lo suficientemente inteligente como para intuir sus propias carencias a la hora de delimitar barreras genéricas. A tal respecto, la discursiva social queda afortunadamente en un enunciado que da paso a un entretenimiento de género que se dirige hacia una narrativa que va in crescendo, en algunos momentos canalizado en un calculado, y poco favorecedor, histrionismo, en otros, con ideas sugerentes, como por ejemplo la magnífica escena que da inicio a la película. Todo ello refrendado con una revelación final, que podría beber perfectamente del concepto visto en Village of the Damned, llevado al terreno de la senectud, que pese a ser manido, no deja de ser consecuente, especialmente en su función de mostrar una alegoría, los ancianos rebelándose, gracias al elemento fantástico, contra una sociedad que los denigra, en lo concerniente a un clímax que abraza sin complejos conceptos propios del relato pulp. En una edición en donde la animación estuvo de capa caída, Unicorn Wars de Alberto Vázquez se convirtió en uno de los platos fuertes de dicho apartado presente en el certamen; las buenas sensaciones de su anterior film, Psiconautas, según se mire un punto de inflexión en el cine de animación patrio, levantaron una gran expectación con respecto a una película que vuelve a incidir en una autoría situada a contracorriente, algo que se tendría que valorar en su justa medida. En Unicorn Wars se vuelven a subvertir conceptos pese a un exceso de verbalización, en esta ocasión el relacionado con la guerra, a través de una batalla entre osos de peluche y unicornios, posicionamiento que la deriva inevitablemente al pantanoso terreno del cine de animación para adultos, situándose en las antípodas del concepto de las feel good movie. Pese a estar un escalón por debajo de la excelente Psiconautas, aquí nuevamente lo valioso radica en un subtexto que fomenta la reflexión, especialmente en relación con temas tan universales como la maldad y su correspondiente reverso, todo ello mostrado a modo de una gran metáfora política que es ubicada dentro de un imaginario supuestamente almibarado, en lo concerniente a un relato bélico que en realidad nos transporta a uno pacifista.

 

El fantástico consagrado

Dentro del ecosistema de festivales suele ser bastante habitual sacralizar a una serie de realizadores que han estado muy presentes, en la plasmación de trayectorias paralelas, tanto por parte del certamen, como por la del propio autor. Uno de esos sospechosos habituales de Sitges es el finlandés Jalmari Helande, no en vano, dentro de su aún exigua carrera, dos de sus películas se han alzado con el Premio a la Mejor Película. Sisu, ganadora de Sitges 2022, nos relata de forma minimalista, casi a semejanza de un texto de Richard Matheson, el fatídico encuentro entre un buscador de oro y un grupo de nazis en la Finlandia de 1944, a partir de ese momento se desatará una brutal cacería por parte del primero hacia los segundos. Si en trabajos anteriores de Jalmari Helande, como Rare Exports: A Christmas Tale (2010) o Big Game (2014), se percibían unas enormes deficiencias en el manejo de según qué conceptos genéricos destinados a un tipo de cine de gran consumo, en Sisu, dicha problemática queda subsanada, pues en cierta manera no existe una narrativa entendida como tal, tampoco ningún atisbo a la hora de buscar capas de lectura en la historia, en realidad todo el relato se estructura a través de una serie de set pieces bien ejecutadas. A tal respecto estamos ante una película de clara tendencia evasiva que tiene la virtud, pese a lo desmedido que resulta como ejercicio de acción ultraviolenta, de ser concisa y rigurosa, derivativa de conceptos tales como el Weird Western, el slapstick o el relato bélico pulp. Para más inri, su lenguaje, de naturaleza estrictamente visual, deja en un segundo plano la propia intrascendencia de la propuesta. Otro cineasta sobre el que podría recaer la etiqueta de consagrado es Luca Guadagnino, autor que esporádicamente incide en el fantástico. En 2018 inauguró Sitges con la nueva versión de Suspiria, y en este 2022 fue el encargado de clausurar el certamen con Bones and All, retrato sobre la soledad, narrado en modo road movie, que aborda la temática del canibalismo como punto de fuga, desde una perspectiva no deudora de la referencia. En todo caso esos antecedentes son llevados a un terreno propio, derivativo visualmente del tono contemplativo del cine de Terrence Malick, y muy especialmente de su Badlands (1973), por aquello de poner en tela de juicio el idealismo romántico adolescente. Su abstracción temática, lindante con lo realista, también nos puede llevar de forma algo residual a la magnífica Trouble Every Night de Claire Denis. Sin embargo, la impresión final que provoca este relato situado en la Norteamérica periférica, sobre seres que viven y transitan al margen de la sociedad, es percibir que Luca Guadagnino no parece estar demasiado interesado en un género fantástico aquí reducido a la mínima expresión, y lo que es más importante, percibir que priorizar la estética, la alegoría aséptica, por delante de las posibilidades subversivas de una historia que en manos, de por ejemplo un Eric Red/ Kathryn Bigelow de los 90, hubiera dado bastante más juego.
Un autor recurrente en Sitges es Peter Strickland, exceptuando su ópera prima Katalin Varga (2009), el resto de su filmografía, obviado cortos, ha estado presente en Sitges, Berberian Sound Studio (2012), The Duke of Burgundy (2014), Cobbler’s Lot, de la colectiva The Field Guide to Evil (2018) e In Fabric (2018), han propiciado una estimulante dialéctica entre autoría y público. Flux Gourmet, que parte del concepto de romper barreras entre lo comestible y lo audible, representa a la perfección, como en los últimos trabajos de Strickland, se intuye una inquietud a la hora de intentar experimentar nuevas vías narrativas. Relato satírico sobre la creación del artista, a años luz de la sobrevalorada The Square de Ruben Östlund, aquí en relación con la mirada a un colectivo gastronómico que explora, mediante performances, el concepto de la cocina sónica. Pese a ser algo inferior a sus predecesoras, posiblemente dada su naturaleza lúdica, Flux Gourmet funciona de acuerdo a la propia lógica de su autor, con relación a explayarse en el concepto de perversidad y excentricidad mediante la estilización, también en lo concerniente a incidir en unos temarios ya transitados con anterioridad, como por ejemplo la obsesión auditiva o las pesquisas de rituales exploratorios psicosexuales. Lo más importante es ver, pese al supuesto desvarío de la propuesta, cómo aflora talento e inventiva por parte de uno de los autores europeos más interesantes del momento. Es sorprendente que un realizador de un supuesto estatus como Michel Hazanavicius se adentre en el farragoso terreno del remake que trasmuta nacionalidades, en tal sentido Coupez! versiona con estilo occidental a la japonesa One Cut of the Dead (Shinichirô Ueda, 2017). Ambas películas, parodias de la temática zombie y livianas sátiras sobre los milagros del cine y su creación, sin ser estrictamente de género hablan a su manera del género y de formatos, aunque básicamente su función se percibe a modo de relato cómplice y empático hacia el espectador, posicionamiento que nos puede remitir a películas como Why Don’t You Play in Hell de Sion Sono o incluso el Ed Wood de Tim Burton. Como obligado peaje en este tipo de productos, en la película que nos ocupa más si cabe, dadas sus características, el elemento sorpresivo del material primigenio queda diluido, por mucho que el responsable de The Artist intente dar una vuelta de tuerca a la metaficción por la que transita, poniendo nuevamente de manifiesto como casi todas las imitaciones, como norma, suelen ser más deficitarias que el original.
Quentin Dupieux también podría considerarse como otros de los hijos predilectos de Sitges, aunque ya había realizado con anterioridad dos largometrajes, fue Rubber (2010), curiosamente su trabajo menos consistente a fecha de hoy, el pistoletazo de salida a la hora de darse a conocer dentro de ese confuso hábitat de los certámenes cinematográficos. A partir de ahí pasamos a la omnipresencia en un festival que ha ido programando sin vacilar todos sus films, llegando a la cúspide empática, entre público y obra, con la proyección en 2020 de Mandibules. Dicha fidelidad quedó refrendada este año con la presencia tanto de Quentin Dupieux en el festival, Premio Máquina del tiempo, como sus dos películas dirigidas en este 2022. La primera, Incroyable mais vrai, es una muestra fehaciente de la evolución de un autor que ya no se conforma con mostrar una excentricidad, y la gracia que esta puede provocar, también la intenta desarrollar, aquí a modo de cuento moral sobre cómo encarar el paso del tiempo, mediante ese concepto suyo tan recurrente en relación con lo extraordinario, aquí viajes y paradojas temporales al bajar la escalera de una casa, es introducido en unas vidas percibidas como ordinarias. El responsable de Réalité, fiel a su estilo de no explicar prácticamente nada, se valdrá de esa excusa fantástica, y el subtexto que otorga, a la hora de reflexionar sobre banalidades que anidan en nuestro día a día. Por su parte en la algo más lúdica Fumer fait tousser, en donde se vuelve a poner de manifiesto el buen director de actores que es Dupieux, la incoherencia vuelve a adquirir una cierta coherencia, con relación a un tono marciano y episódico, expuesto de forma más amplia a modo de sátira que se burla de los arquetipos y códigos genéricos del cine de superhéroes. Nuevamente la sensatez narrativa brilla por su ausencia, aún más si cabe que en Incroyable mais vrai. El canto al absurdo termina dando lugar a un entretenimiento audaz e ingenioso, plagado de continuas situaciones ilógicas que son acompañadas de réplicas irracionales marca de la casa.
Otro de los premios honoríficos este año en Sitges fue para Ti West, autor de trayectoria visible en el certamen que presentaba Pearl, segunda parte de esa inteligente trilogía, empezada este mismo 2022 con X y que concluirá el próximo año con MaXXXine. Si X se adentraba a modo de reinterpretación en el slasher USA de los años 70, en donde el American Gothic confronta de forma abrupta modernidad y libertad sexual con un enfermizo conservadurismo situado en la América rural profunda, Pearl, precuela concebida sobre la marcha, nos sitúa décadas atrás del film original, a modo de relato que indaga en cómo se fundamenta la identidad del psicópata. La carrera de Ti West ha ido evolucionando con el paso de los años, aunque esto no signifique que pueda ser considerado como algo positivo, aquí más bien todo lo contrario, pues anula ciertas constantes de sus inicios. El cine de Ti West ha transitado en gran medida entre lo concerniente a una continua referencialidad genérica de talante desprejuiciado, labor especialmente afortunada en la vuelta al terror satánico de los años 70 vista en The House of the Devil (2009) y el relacionado con ese horror, de carácter más popular y desinhibido, proclive en los 80 con The Innkeepers (2011). Sin embargo, en otras reformulaciones venidas a posteriori West no se muestra tan certero, en relación con el fanatismo religioso expuesto en formato found footage visto en The Sacrament (2013), o en el western a modo de revival en In a Valley of Violence (2016). En X, que forma parte de ese descenso evolutivo, se intuían interesantes sugerencias que, sin embargo, a diferencia de esos primeros trabajos, son percibidas como demasiada calculadas. Pearl lo es aún más, o lo que es peor, en ella se intuye una naturaleza caprichosa auspiciada por A24, que por momentos intenta ser paródica, a la hora de ofrecer una suerte de performance al servicio exclusivo de Mia Goth. El percibir como revolucionario, dentro del relato de terror, un monólogo de varios minutos, o el plano sostenido de un rostro durante los títulos de crédito finales, material en otros tiempos proclive a formar parte simplemente de un extra de un DVD, demuestran el ansia errada del fan en alabar y querer guarecerse en el concepto de una supuesta novedad, aquí veleidosa y gratuita, tanto como la osada semejanza que algunos han querido ver en Pearl a la hora de equipararla en estética al cine de Douglas Sirk.
Para terminar este repaso de autorías consagradas estos últimos años en Sitges Justin Benson y Aaron Moorhead presentaron Something in the Dirt, por momentos esquivo y austero relato metafísico en clave low-fi, supuestamente especulativo y paranoico, cuya pobre resolución formal denota una desidia que la sitúa por debajo de anteriores y estimulantes trabajos como Spring (2014) o The Endless (2017). Con todo, y como mal menor, Benson& Moorhead siguen perteneciendo a ese reducido grupo de realizadores actuales dentro del fantástico que atesoran una autoría que es percibida, independientemente del resultado, tan libre como irrenunciable. A tal respecto, Something in the Dirt no es una excepción a dicho tratado, lástima que la propuesta sea llevada al límite, con relación a sus difusos formatos y a un fantástico de tono discursivo sospechoso en más de un momento de querer mofarse del espectador.