“Dawson City: Frozen Time” review

Desde su nacimiento, el cine desafió uno de los grandes temores del ser humano: el paso del tiempo. Así, la vida podía quedar plasmada en el celuloide. En esta joya de arqueología cinematográfica, rescata centenares de películas perdidas, realizadas a principios del siglo XX en un remoto pueblo americano, febril a causa del oro. Los materiales encontrados desfilan por la pantalla, como un baile de fantasmas, al ritmo de Sigur Rós.

No estaría de más pararnos de forma algo pausada y darle una merecida y por ende mayor difusión a como autores contemporáneos del medio audiovisual que suelen ofrecernos piezas cinematográficas ciertamente valiosas en lo relativo a la manipulación de la imagen trabajadas a través de un material de archivo, no solo en lo referente a cambiar un significado propio, a ofrecernos el revés de una historia contada sino también en referencia a servirnos una narración propia de un devenir histórico en concreto, no es reinvención como por ejemplo podemos comprobar en la magnífica The Green Fog de ese incansable francotirador autoral que es Guy Maddin vista recientemente en el Festival de Berlín y si en exponer a través de la imagen recuperada una crónica que nos hace reflexionar del devenir del tiempo como artilugio que nos hace preservar la memoria, de alguna manera Bill Morrison a través de un concienzudo rastreo histórico que respalda el metraje ofrecido podría considerarse como el tótem de dignificar y darle durante estos últimos años lejos de su actual mimetización genérica un valioso estatus artístico al denostado subgénero del found footage.

Dawson City: Frozen Time parte del hecho de como 533 películas de principios del siglo XX, concretamente con fechas de realización fijadas entre los años 1903 y 1923, fueron enterradas en una piscina de la ciudad, su hallazgo en 1978 fue producido por el levantamiento de ese terreno con motivo de la construcción de un centro recreativo en la ciudad de Dawson, una localidad situada en el noroeste de Canadá que debe principalmente su existencia a la fiebre del oro que sacudió los Estados Unidos a principios del siglo XIX. Pocos años después de su forzoso y de alguna manera no natural nacimiento la ciudad ya en su pleno cenit llego a albergar a cerca de 40.000 habitantes. Dawson debido a su conclave geográfico  se había convertido en la última parada de distribución de una línea de exhibición comercial de películas que recorrían casi todos los pueblos del norte del país. Debido a este fin de trayecto dichas películas no tenían a donde ir, convirtiendo a Dawson en un punto de almacenaje masivo de celuloide, por motivos ciertamente caprichosos en lugar de simplemente deshacerse de ellas, labor imposibilitada al no poder prenderlas fuego por el riesgo explosivo que conlleva el nitrato del celuloide del que estaban fabricadas, ni tampoco la posibilidad de dejarlas tiradas por el riesgo existente de la descomposición de la cinta que provocaría posiblemente una peligrosa detonación se decidió finalmente enterrarlas bajo el hielo de una pista de hockey, un acto que de manera algo involuntaria hizo suspender ese material cinematográfico en el tiempo hasta hace bien poco.

Es en ese sentido del término recuperación previa preservación y posterior exposición es en donde un trabajo de las características de Dawson City: Frozen Time cobra un pleno sentido en referencia a la naturaleza de su labor, no solo por su inequívoca adscripción genealogía del cine sino también por la reconstrucción empírica que hace de ella, en esta unión de documentos audiovisuales sin apenas diálogos, no hacen falta, tan solo unos carteles subtitulados que hacen la función de guía informativa, y con una hechizante música compuesta por el indispensable Alex Somers Bill Morrison nos ofrece  una historia de múltiples niveles identificativos, una narración audiovisual (termino nunca mejor dicho compuesto por el material rescatado de 124 de los 533 carretes encontrados) en donde somos testigos de unos recuerdos fluctuados por imágenes del devenir de la vida pública y privada de una ciudad, como recorrido de una sociedad que termina intercalando en actitudes como una experiencia fílmica del pasado que irremediablemente deviene como contemporánea a través de su propia historia, o lo que es lo mismo la supuesta preservación de dicho material fílmico que termina convirtiéndose en una metáfora o signo de contemporaneidad de lo que entendemos como lo supuestamente civilizado. Dichos artilugios, fácilmente se podrían denominar como espectros que de alguna manera reviven a través del celuloide facilitando la lectura de parte de la historia del siglo XX y que terminan convirtiéndose en procedimientos de un tono poético ciertamente admirable en lo referente a sus propios postulados, siendo servidos al mismo tiempo por una narrativa que siempre parece posicionarse de una forma incondicional en su labor de arqueología al más absoluto servicio de una sincera condescendencia y devoción por el séptimo arte, la magia en definitiva de congelar el tiempo pasado para hacernos entender nuestro propio presente.

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