Este año el Americana se abrió a territorios y ubicaciones limítrofes a Estados Unidos, si de Canadá se pudo ver la muy interesante Ghost Town Anthology de Denis Côté (reseña aquí), de México vinieron dos cintas con un resultado bastante diferenciado entre sí, por una parte después de su paso por San Sebastián la notable Mano de obra de David Zonana (reseña aquí), por otro la menos satisfactoria Chicuarotes, segundo trabajo tras las cámaras del actor Gael García Bernal, un drama poco sutil que vuelve a orbitar acerca de un entorno social plagado de desfavorecidos con graves problemas a la hora de encontrar un tono genérico que haga adecuada la propuesta. Chicuarotes nos cuenta como dos jóvenes apodados el Cagalera y el Moloteco, buscan desesperadamente salir de su precaria situación y de su pueblo natal. La travesía se inicia cuando un amigo de ellos les habla de la posibilidad de comprar una plaza en el sindicato de electricistas, para lo cual idean distintas formas de juntar el dinero y poderse ir junto con Sugehili, la novia del Cagalera, a otro lugar. Esto los lleva por una aventura juvenil que desembocará en un tornado criminal de difícil salida.
Posiblemente el gran e ineludible déficit que encontremos en una película de las características de Chicuarotes no sea en lo concerniente a transitar por recovecos bastantes reconocibles en este tipo de supuestos dramas sociales, principalmente en lo referido a esa radiografía prototípica de una serie de miserias en donde la sempiterna diferencia de clases en un país como México, y sus desventaja socioeconómicas, viene a representar un mal casi endémico, sino más bien el referido a su más que difusa y torpe hibridación genérica, aquella en la que supuestamente el drama ha de ser paliado en parte por diversos retazos en este caso a través de una suerte de comedia negra, a tal respecto la mezcla lejos de quedar de alguna manera ensamblada se percibe como un déficit casi insalvable en la medida de que la autenticidad parta al menos de unos postulados de mínima credibilidad, en dicho sentido y como botón de muestra entre otros muchos en su haber Chicuarotes atesora una secuencia de difícil justificación, aquella en donde vemos como dos policías comenten una violación a un detenido, la supuesta gracia de la escena viene en lo relacionado a intercambiar el rol genérico de los implicados, las policías serán en esta ocasión féminas y la victima un hombre, evidentemente la gracia del supuesto chiste brilla por su ausencia y más tratándose de un tema tan delicado como al que se hace referencia, es por ello que Chicuarotes como relato de denuncia, que en muchos momentos de su metraje recurre incluso al tono realite, no logra adecuar dicha mirada y ni mucho menos la concienciación del espectador, en su lugar nos encontraremos con una por momentos abrupta ficción de tono tremebundista que va saltando continuamente de la comedia a una tragedia que repetidamente se regodea de ella misma a través de un trazo de brocha gorda en lo concerniente a una algo pueril estilización de la violencia y la pobreza, algo que lastra sobremanera el conjunto y que hacen de paso a García Bernal un cineasta con bastante recorrido aún por pulir.
Dentro de la clausura de esta edición del Americana se pudo ver la cinta dirigida por el australiano Benedict Andrews Seberg, un algo funcional biopic que nos muestra un periodo temporal en que la actriz francesa e icono estético y cultural de los años 60 Jean Seberg se vio envuelta en el tumultuoso movimiento por los derechos civiles a finales de dicha década en Los Ángeles, con especial atención a su relación con el activista de los derechos civiles Hakim Jamal, hecho este que la convirtió en un blanco perfecto por parte del FBI a la hora de interrumpir y desacreditar el movimiento del Black Power. Seberg atesora una sensación bastante notoria que bordea peligrosamente el consabido tono de telefilm intranscendente al uso provisto aquí de continuas coartadas cinéfilas de funcionalidad algo estériles, de esos trabajos que amparándose en una muy interesante coartada cinéfila biográfica desaprovecha por completo el temario, los mimbres e ideas prometedoras de las que parte, ya no en referencia solo a centrarse en un escueto periodo temporal sino en no saber adecuar equitativamente un material que en un principio daba para bastante más que el pasar de puntillas sobre varias narrativas que no terminan de ensamblarse de manera correcta mediante una esforzada obsesión por una verosimilitud de dudosa ejecución, una suerte de psicodrama de tono exaltado que no parece estar dispuesto a saltarse ninguno de los incidentes de la tortuosa vida de la protagonista pero sin profundizar de forma específica en ninguno de ellos, la visión pues se percibe como amplia en contenidos pero deficitaria en lo relativo a su indagación, a tal respecto un servidor hubiera preferido un retrato algo más personificado de una figura que resulto ser tan vulnerable como lo fue Jean Seberg, los arquetípicos personajes de los agentes del FBI, las tensiones raciales de la época o una confusa militancia feminista lastran un conjunto provisto de abundantes convencionalismos, una propuesta en definitiva que dado los innegables atributos emotivos que atesora en su interior seguramente habría salido ganando si se hubiera centrado en un retrato algo más unitario, con solo escarbar con algo más de profundidad en por ejemplo el turbulento episodio del rodaje de la Saint Joan de Otto Preminger ya se hubiera justificado de sobras dicho intento.
Para dar por concluido este repaso de lo que dio de sí el Americana 2020 turno para el documental I Want My MTV, trabajo que en lo concerniente a su programación dentro del certamen tiene la virtud de escenificar para bien el no cerrarse a determinadas temáticas dentro del formato, como en anteriores ediciones daba la sensación, de hecho el documental dirigido por Tyler Measom y Patrick Waldrop podría ser perfectamente clara carne de cañón de otro festival de la ciudad como es el In-Edit. I Want My MTV nos cuenta como el 1 de agosto de 1981 empezaba una época de rock desenfrenado en la televisión, había llegado la MTV. El mundo de la música, como también el de la televisión, se vio afectados por un virus musical sin precedentes que llegaba a todos los hogares del país. La juventud, desde la ciudad más concurrida hasta el pueblo más perdido, empezó a pasar las tardes con Sting, Pat Benatar, Billy Idol, Annie Lenox o Rod Steward entre otros muchos. La música de sus ídolos pasó a tener caras, looks y una actitud a los que se podía acceder a través de un solo clic.
Siempre hay que acercarse, por aquello de la posible auto indulgencia, con cierta precaución a la hora de enfrentarse a un producto de las características de I Want My MTV en la medida de estar contada y realizada desde la perspectiva de los mismos responsables del producto que analizan y diseccionan, un documental cimentado desde dentro que por fortuna queda alejado de esa supuesta alabanza propia a la hora de indagar, o más bien mostrar, un ejercicio de cierta nostalgia cultural, en tal sentido I Want My MTV no inventa nada nuevo en relación a lo que es su dispositivo formal, tampoco es original y la sensación del uso de plantilla es más que manifiesta, esto no quiere decir que estemos ante un trabajo efectivo ni mucho menos, pues al fin y al cabo los propósitos del documental realizado por Tyler Measom y Patrick Waldrop cumplen de sobras con el objetivo marcado, o al menos eso da la sensación, este no deja de ser otro que sumergirse en una determinada historia a través de un recorrido por la nostalgia teniendo la inteligencia de que esta nos es relatada o centrada solo en lo concerniente a la música, o el videoclip, sino que la mirada deviene como bastante más amplia. La música televisada pues se erige en relación a su repercusión en la cultura pop de los años 80 y 90 a través de temas que funcionaron a modo de génesis de dicho concepto, desde el icónico Video Killed the Radio Star hasta artistas que adecuaron casi a la perfección la evolución del canal televisivo como por ejemplo Madonna o Boy George, el repaso también incluye momentos algo más espinosos y no tan complacientes, posiblemente no muy extensamente profundizados pero al menos presentes, como el referido al hecho de como la MTV trató y en parte veto a los artistas afroamericanos, casi como si estos hubieran venido desde otro planeta. I Want My MTV termina siendo una propuesta interesante, el material de archivo es generoso y el anecdotario extenso y lo que es importante en este apartado, nada intranscendente en relación a su exposición, como cualquier historia de este ámbito de desarrollo cultural al final el recorrido no fue un camino de rosas sino más bien un tránsito provisto de numerosas dificultades, uno de los más evidentes el comprobar como a principios de los años 80 la televisión por cable todavía estaba en una fase embrionaria, tesitura esta que puso en graves aprietos a una recién nacida MTV, pero también en lo referido a la audacia, como por ejemplo el hecho de usar imágenes de la NASA en sus promociones, decisión basada en el aprovechamiento de cómo estas eran de dominio público y por lo tanto gratuitas a la hora de difundirlas, una innovación, evolución y posterior declive mostrado en definitiva de una forma tan amena como eficiente.